“Remes renunció porque no pudo persuadir a los políticos
a adoptar reformas”, dijo en Washington Paul O’Neill, el todopoderoso
secretario del Tesoro, con referencia al fracaso del Plan Bonex, que cambiaba
los plazos fijos por bonos.
La caída de Remes confirmó que cuando un régimen de tipo
de cambio fijo se derrumba, el flanco más débil es el sistema
financiero. Porque el Banco Central tiene que elegir entre la asistencia a los
bancos –que expande la cantidad de dinero y deprecia la moneda doméstica–
o aceptar la quiebra de entidades.
En este marco, apelando a la Justicia o filtrándose por los resquicios
del corralito, el 26 de abril salieron de los bancos $ 540 millones. Roberto
Lavagna, el nuevo titular de Economía se encontró con un sistema
financiero en el que había $ 40.000 millones reprogramados y cerca de
$ 26.000 millones en depósitos a la vista, y comenzó a idear un
descongelamiento de parte del dinero acorralado.
Por otro lado, el Banco Central se endureció en su política de
redescuentos, lo que desembocó en la crisis de liquidez de un primer
banco importante, el Scotiabank/Quilmes, que fue suspendido y finalmente se
retiró del país.
Algunos datos acerca del corralito: desde su implementación, en diciembre
de 2001 hasta el 15 de mayo hubo una pérdida neta de depósitos
de $ 16.000 millones, financiada en 60% con redescuentos, en 15% con utilización
de encajes y en 25% con contracción del crédito. Los bancos privados
se achicaban día a día y, curiosamente, eran los bancos estatales
como el Nación los que recuperaban la salud. Se entendía que el
Central no abandonaría a las entidades oficiales.
Comenzó a sospecharse que el Gobierno quería ofrecer un bono voluntario
–que no tendría gran aceptación– y que quería
abrir el corralito transaccional total o parcialmente.
Optimismo en pequeñas dosis
Se proyectaba una inflación anual de 60%, lo que hacía imposible
congelar el gasto público nominal. Una de las estrategias planteadas
por los analistas para controlar las cuentas fiscales era generalizar las retenciones
en una alícuota de entre 15% y 17%, lo que significaría una reducción
para el agro y un aumento para la industria.
Empezó a percibirse que luego de un largo período de deflación,
cierta inflación era un bálsamo, porque mejoraba la recaudación,
se aliviaban las deudas pesificadas y la cantidad real de dinero que podría
presionar sobre el tipo de cambio era menor. Pero subsistía el temor
a la híper, debido al acumulado de 21,1% en el primer cuatrimestre.
En el Congreso comenzaron a tratarse las reformas a las leyes de Quiebras y
de Subversión Económica, modificaciones con las cuales Lavagna
se preparaba para iniciar una ronda de negociaciones con el FMI. Las perspectivas
de un acuerdo con desembolsos de fondos para la Argentina seguían existiendo,
pero en el poder se sospechaba que el dinero fresco llegaría “más
adelante”.
En el Gobierno, en tanto, había cierto optimismo. Se estimaba que el
superávit comercial de 2002 sería de unos US$ 12.000, meta a la
que casi se arribó a fin de año.
En cuanto a las reservas, se acercaron a los US$ 10.000 millones en el quinto
mes del año, lo que provocó nerviosismo. Se había asumido
que la Argentina enfrentaba la crisis más grave de su historia. La caída
del nivel de actividad de 2002 se perfilaba como la más profunda desde
que, con menor o mayor precisión, se medía el PBI. El default
de la deuda pública en manos privadas era de 100%, mayor que el experimentado
en su momento por Rusia o Ecuador. La depreciación de la moneda era más
intensa que en las experiencias de Indonesia o Rusia. La pesificación
de las deudas y los depósitos se llevó a cabo a tipos de cambio
diferenciales (asimétricos), provocando de ese modo una interminable
negociación entre Gobierno y bancos que no tenía visos de terminar.
La desdolarización por ley y la ausencia de mecanismos de indexación
rompieron innumerables contratos e impidieron la firma de nuevos. Esto ya se
percibía en los servicios públicos. La recaudación mejoraba
por obra de las retenciones y de la inflación, pero no como para obtener
un superávit primario robusto que abriera las puertas a una negociación
creíble con los acreedores. El dólar comenzó a clavarse
en $ 3,50 y a fines de mes, la pérdida neta de depósitos privados
promediaba los $ 120 millones diarios. Para muchos analistas, sólo cabía
esperar un apoyo internacional más que importante. O caer en el abismo.
Pocos se arriesgaban a decir que esto último no sucedería. M