El viernes 1º de febrero la Corte Suprema de Justicia emitió su
fallo contra el corralito y el Gobierno tomó la decisión del Tribunal
como una zancadilla. “Tenemos al ministro de Economía con el pasaje
a Washington y la Corte nos hace esto”, se escuchó decir en las
entrañas del poder político con referencia al viaje que emprendía
Jorge Remes Lenicov para negociar con el FMI.
En tanto, la alianza pro licuación de pasivos que acompañó
a Eduardo Duhalde se anotaba un punto a favor: lograba una pesificación
total de activos del sistema financiero a $ 1 a US$ 1 con tasa de interés
regulada y liberación parcial del mercado cambiario. La puja que precedió
a la decisión terminó con un desequilibrio para los bancos cercano
a los $ 20.000 millones, ya que su pasivos se pesificaron a $ 1,40, al tiempo
que obtenían un mecanismo de indexación por precios. De esta manera,
nacía la pesificación asimétrica y, con ella, la polémica.
En tanto, quedaba un interrogante difícil de resolver: ¿qué
sucedería con el corralito? Mientras se liberaban las cuentas salario
y el cerco financiero mostraba pérdidas, entre diciembre y enero, las
filtraciones del corralito, que en alguna proporción presionaron sobre
el mercado cambiario, promediaron los $ 1.700 millones, y durante la primera
semana de febrero la pérdida neta de depósitos privados en pesos
alcanzó los 400 millones. Esto se vio reflejado en la circulación
monetaria, que entre el 30 de enero y el 7 de febrero se incrementó en
$ 1.100 millones, algo así como 10%, lo que generó una preocupación
más sobre la carga que este aumento tendría sobre el mercado de
cambios y la inflación.
Varios economistas aseguraban que la filtración agravaba el cuadro. Porque
entre el 30 de enero y el 21 de febrero la pérdida neta de depósitos
del sistema financiero en su conjunto alcanzó a $ 2.105 millones, lo
que representó $ 132 millones diarios. Para impedir que ese proceso culminara
con la quiebra de los bancos, el Banco Central asistió a las instituciones
por una suma equivalente a $ 1.676 millones, canalizados en forma de redescuentos
y pases activos.
Devaluación. ¿Y después?
Se decía que la Argentina podía restablecer la liquidez y las
transacciones, pero que la expansión era utópica. No había
un sistema financiero en el que ahorrar. Los argentinos lo hacían en
cuentas en el exterior, cajas fuertes o en el colchón. No había
un mercado de capitales doméstico. La esperanza sólo cabía
para los bancos de inversión, públicos y privados, que apostaran
a proyectos rentables, y a un sistema de Fondos de Pensión sin obligación
de financiar los desequilibrios fiscales. Además, las inversiones extranjeras
estaban lejos de un país que no había comenzado a renegociar su
deuda luego del default de diciembre. En este contexto, muchos se preguntaron
cuál era el sentido de la devaluación.
En una economía con cadenas de valor intactas y calidad de los bienes
competitivos internacionalmente, la devaluación resulta expansiva casi
instantáneamente. No fue el caso argentino. En primer lugar, para los
principales bienes de exportación –cereales y oleaginosas–
el ciclo del producto es anual y, por tanto, los beneficios de la depreciación
monetaria recién se harían notar con las nuevas decisiones de
siembra. En segundo lugar, los rigores del control de cambios trabaron la importación
de insumos críticos tanto para el agro como para la industria, lo que
implicó restricciones a la producción. Y, como quedó aclarado,
el deterioro del sistema financiero pulverizó el crédito interno,
además del default, que tuvo consecuencias similares con el crédito
internacional. Sólo quedaron los efectos contractivos de la caída
de los salarios reales por la devaluación y un nuevo ajuste fiscal.
Lo cierto es que el programa económico que Remes Lenicov llevó
a Estados Unidos generó más interrogantes que certezas. No había
una situación fiscal clara, y el programa monetario que presuponía
una emisión de $ 3.500 millones en el año no era creíble.
Además, todo indicaba que la inflación anual superaría
14%. En tanto, la de febrero rondó 5%. M