En los primeros días de junio, el ministro Lavagna impulsó una
propuesta de descongelamiento de depósitos, lo que provocó un
enfrentamiento entre el Gobierno y los bancos extranjeros. La estrategia oficial
era riesgosa: se trataba de lograr que los titulares de los depósitos
reprogramados, llamados Cedros, que sumaban $ 38.000 millones, eligieran pasar
sus ahorros a bonos de largo plazo o esperar los vencimientos, que comenzaban
a ser efectivos en enero de 2003.
Se estimaba que 70% de los depósitos mantendría su status, por
lo cual los bancos debían afrontar esos vencimientos con dinero fresco
o cerrar sus puertas. Por aquellos días el economista Javier González
Fraga dijo a MERCADO que había que liberar el corralito, entre otras
cosas, porque los bancos con operación tradicional en la Argentina no
se irían.
En tanto, se aseguraba que las entidades extranjeras tenían claro que
no obtendrían redescuentos del Banco Central para salir del paso. Para
el FMI la cuestión era otra: los depósitos reprogramados constituían
un factor de incertidumbre para el diseño de un programa monetario.
En el organismo se observaba a las cuentas argentinas con lupa. Se monitoreaba
el ritmo de creación monetaria porque, si bien cuentas fiscales estaban
medianamente controladas como consecuencia de la inflación y de las retenciones
a las exportaciones, la crisis bancaria generaba una sangría monetaria
que el gobierno argentino no podía contener. La conducta colectiva pasaba
por hacerse de liquidez y comprar dólares.
Además, la devolución de los depósitos reprogramados desde
enero de 2003 implicaba una proyección monetaria con una emisión
de algo así como 100% de la circulación de entonces. Mientras
tanto, la pérdida neta de depósitos no se detenía y las
reservas internacionales del Banco Central –cuyo presidente Mario Blejer
dejaría el cargo a fin de mes por razones familiares, según unos,
y por disidencias con Lavagna, según otros– estaban en junio por
debajo de los US$ 10.000 millones.
Negociación y privatizadas
El Gobierno seguía intentando abordar la negociación con los
acreedores externos, que no estaba exenta de dificultades. Varios analistas
afirmaron que el FMI quería que la Argentina generara un casi inalcanzable
superávit fiscal primario de unos tres puntos del PBI para que cualquier
promesa de pago, aun después de una quita de capital del orden de 70%,
fuera creíble.
De hecho, en el FMI había preocupación. Adjudicaban los problemas
de los países emergentes a la mala aplicación de sus recetas.
No podía haber contagio, pero el Efecto Tango existía y afectaba
a América latina: el mercado financiero uruguayo empezaba a debilitarse,
los bonos públicos paraguayos y ecuatorianos caían día
a día y se estancaban las exportaciones brasileñas, no por el
temor que entonces podía generar Lula sino por la caída de la
demanda argentina.
Sin embargo, en Estados Unidos no preocupaba el impacto del derrumbe latinoamericano.
En ese país las acciones habían regresado a valores tan bajos
como los de los días posteriores al 11 de septiembre de 2001 y su economía
no asimilaba el hecho de que la revolución tecnológica no garantizaba
el crecimiento indefinido.
El inefable Paul O’Neill aseguró que no iba a gastar el dinero
de los carpinteros y plomeros estadounidenses en operaciones de salvataje para
países como la Argentina “que no supo construir una industria exportadora
en 70 años”. No aclaró que su país establecía
subsidios y aranceles infranqueables para la actividad exportadora a la que
él aspiraba.
Por otro lado, se afirmaba que la calidad de los servicios públicos comenzaba
a deteriorarse porque las tarifas en dólares debían ser más
bajas –debido al descenso del ingreso real en dólares de la población–
por lo que las inversiones caerían.
Al FMI también le preocupaba esta negociación. Es que la casas
matrices de las privatizadas, ubicadas en los países que conforman el
círculo áulico del organismo, ya pugnaban por un aumento. En España,
el ministro de Economía argentino –que preparaba su viaje a Washington
para acercar posiciones con el Fondo– dejó en claro que las negociaciones
serían duras: “Si alguien quiere irse del país que lo haga;
encontraremos reemplazante”, habría dicho. No se equivocaba: esa
pugna no se ha dirimido hasta hoy. En tanto, según el Indec, la inflación
en los precios minoristas de junio fue 3,6%. Y el costo de vida del primer semestre
de 2002 ascendió a 30,5%. M