La gran estrategia y los bienes públicos globales

    ¿Cómo deberíamos los estadounidenses fijar prioridades en esta era de información global? ¿Cómo armar una “gran estrategia” que nos permita avanzar en medio de esta “extrema expansión del imperio” que surgiría de cumplir con el papel de policía global sin cometer el error de pensar que el país puede aislarse en esta era de información globalizada? Lo primero es comenzar por comprender la relación que existe entre el poder de Estados Unidos y los bienes públicos globales.


    Por un lado, el poder de Estados Unidos es menos eficaz de lo que parece a primera vista. No podemos hacer todo. Por otro lado, es probable que Estados Unidos siga siendo el país más poderoso de la Tierra durante gran parte de este siglo, y eso nos obliga a interesarnos por mantener un cierto grado de orden internacional.


    Después de la Guerra Fría, nos olvidamos de Afganistán, y ahora descubrimos de pronto que por más pobre y remoto que sea, un país puede albergar fuerzas capaces de hacernos mucho daño.


    En gran medida, el orden internacional es un bien público; o sea, algo que puede ser consumido por todos los países sin perjudicarse entre sí. La paz, la libre navegación de los mares, la supresión del terrorismo, el comercio de puertas abiertas, el control de las enfermedades infecciosas o la estabilidad de los mercados financieros son bienes que pueden ser disfrutados a la vez por un país pequeño, por Estados Unidos y por cualquier otro país sin que por ello disminuyan las ventajas para unos y otros.


    Es evidente que los bienes públicos puros son una rareza. Y a veces algo que puede parecernos bueno a nosotros, puede ser visto como malo por otros países. Una apelación demasiado estrecha a los bienes públicos puede convertirse en una ideología que sirve sólo a los poderosos. Pero estas advertencias tienen como único objeto recordarnos que debemos consultar con los demás; de ningún modo son una razón para descartar un importante principio estratégico que nos puede ayudar a fijar prioridades y a conciliar nuestros intereses nacionales con una perspectiva global mucho más amplia.

    Control del timón


    Si el mayor beneficiario del bien público (como es Estados Unidos) no se pone al frente y aporta recursos desproporcionadamente grandes para proveer esos bienes públicos, no es probable que puedan hacerlo los beneficiarios más pequeños debido a las grandes dificultades de organizar la acción colectiva cuando debe coordinar grandes masas humanas. Aunque esta responsabilidad depositada en las espaldas de los más grandes suele permitir que otros “viajen sin pagar boleto”, lo cierto es que la alternativa sería que el ómnibus no se pusiera en marcha. Y nuestra compensación es que los más grandes toman el control del timón.


    Esto da un nuevo giro a la frase clásica de la ex secretaria de Estado, Madeleine Albright, cuando decía que Estados Unidos es “la nación indispensable”. Nosotros no viajamos gratis. Para ser líder en la producción de bienes públicos, Estados Unidos va a tener que invertir en recursos de poder duro (dinero) y recursos de poder blando (dar el ejemplo). Estos últimos van a exigir más autocontrol por parte del Congreso, además de la necesidad de ordenar, en nuestra propia casa, temas de economía, de medio ambiente, de justicia criminal y algunos otros. Al resto del mundo le gusta ver que Estados Unidos lidera con el ejemplo, pero si ve que nuestro país antepone sus propios intereses nacionales al fijar normas para las demás naciones, el respeto que inspiramos fácilmente se convertirá en desencanto y hasta desprecio.


    Aumentar el poder duro va a exigir una mayor inversión de recursos en aspectos no militares de política exterior, lo cual implica, entre otras cosas, mejorar el servicio de inteligencia; algo en lo que últimamente nuestro país se ha mostrado bastante renuente. Mientras el Congreso aceptó destinar 16% del presupuesto nacional a Defensa, redujo la asignación a Asuntos Internacionales, de 4% en los ´60 a sólo 1% hoy. Nuestra fuerza militar es importante, pero no tanto más que nuestra diplomacia. El comando militar regional más pequeño da empleo a unas 1.000 personas, mucho más que la totalidad de empleados en los departamentos de Estado, Comercio, Tesoro y Agricultura, juntos. Los militares tienen un importante papel que cumplir en nuestra diplomacia, pero nuestra inversión en poder duro está exageradamente militarizada.


    En su carácter de secretario de Estado, Colin Powell explicó ante el Congreso que “si queremos que el mundo comprenda nuestros mensajes, debemos asignar más recursos al Departamento de Estado, lo cual incluye a sus servicios de información y a la Agencia para Desarrollo Internacional (ADI)”. Un informe bipartidario sobre la situación del Departamento de Estado advirtió recientemente que “si la espiral descendente” no se revierte, aumentará la necesidad de que Estados Unidos confíe en la fuerza militar para proteger sus intereses nacionales porque Washington no será capaz de evitar, manejar o resolver las crisis mediante el uso del aparato estatal.


    Además, la abolición de la Agencia de Información de Estados Unidos ­dedicada a promocionar en el extranjero las ideas del gobierno de nuestro país­ como entidad independiente, y su absorción por parte del Departamento de Estado, redujo la eficacia de uno de los instrumentos más importantes de poder blando que tenía nuestro gobierno. Es difícil ser una superpotencia con pocos recursos, sólo con medios militares.

    El ejemplo británico


    Además de mejores medios, necesitamos una estrategia para usarlos. Nuestra gran estrategia debe, en primer lugar, asegurar nuestra supervivencia, pero luego debe concentrarse en proveer bienes públicos globales. Con esa estrategia ganamos por partida doble: nos beneficiamos con los propios bienes públicos, y con la forma en que esos bienes legitimizan nuestro poder a los ojos de los demás.


    Eso quiere decir que deberíamos dar máxima prioridad a aquellos aspectos del sistema internacional que, si no son debidamente atendidos, tendrían efectos profundos en el orden internacional básico y, por lo tanto, en la vida de la gran población de estadounidenses, y también en las demás personas. Estados Unidos puede imitar el ejemplo de Gran Bretaña en el siglo XIX, cuando también ella era una potencia mundial.


    El Reino Unido se propuso velar por el mantenimiento de tres bienes públicos:

    1. el equilibrio de poder entre los principales estados en Europa,
    2. la apertura de un sistema económico internacional, y
    3. el uso común de lugares internacionales: libre navegación
      de los mares y supresión de la piratería.


    Los tres tienen bastante que ver con la actual situación de Estados Unidos. El mantener los equilibrios regionales de poder y desalentar el uso de la fuerza para alterar fronteras es algo positivo para muchos países (aunque no para todos).


    Estados Unidos ayuda a “dar forma al medio ambiente” ­según expresa el informe de defensa del Pentágono­ en varias regiones, y por eso es que hasta en tiempos normales mantenemos aproximadamente 100.000 tropas apostadas en Europa, el mismo número en Asia y unos 20.000 efectivos cerca del Golfo Pérsico. El papel de Estados Unidos como elemento estabilizador y de reaseguro contra la agresión de aspirantes a la hegemonía en regiones clave es un tema de primer orden. No debemos abandonar esas regiones, como algunos han sugerido recientemente, aunque nuestra presencia en el Golfo podría ser manejada con más sutileza.


    Promover la apertura del sistema económico internacional es bueno para el crecimiento económico de Estados Unidos y es bueno también para otros países. La apertura de mercados globales es una condición necesaria (aunque no suficiente) para aliviar la pobreza en los países en desarrollo, aunque beneficie a Estados Unidos. Además, a largo plazo, es muy probable que el crecimiento económico ayude a formar sociedades estables con clase media democrática en otros países, aunque probablemente en un plazo bastante largo. Para mantener abierto el sistema, Estados Unidos debe resistir el proteccionismo en casa y apoyar instituciones económicas internacionales como la Organización Internacional del Comercio, el Fondo Monetario Internacional y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde) que aportan un marco referencial de reglas para la economía mundial.


    Estados Unidos, como Gran Bretaña en el siglo XIX, tiene interés en que sigan existiendo espacios comunes internacionales, como océanos abiertos a todos. Aquí nuestra ficha histórica tiene cosas buenas y malas. Es buena en cuanto a la tradicional libre navegación de los mares. Por ejemplo, en 1995, cuando China reclamaba para sí las islas Spratly en el Mar del Sur de China y eso preocupaba a todo el sudeste asiático, Estados Unidos evitó el conflicto mediante una declaración que reafirmaba que el mar debía permanecer abierto a todos los países. China luego aceptó tratar el tema según la Ley del Tratado del Mar.


    Hoy, sin embargo, la idea de las zonas internacionales comunes incluye nuevos aspectos, como el cambio climático global, la preservación de las especies animales y la utilización del espacio exterior, además del uso del ciberespacio. Pero en algunos temas, como el del clima global, Estados Unidos no ha asumido el liderazgo necesario. El establecimiento de reglas que preserven el libre acceso universal es hoy algo tan necesario como lo era en el siglo XIX, aunque algunos de los temas son más complejos y difíciles que la libre navegación de los mares.


    Esos tres clásicos bienes públicos gozan de un razonable consenso en la opinión pública estadounidense, y algunos pueden proveerse parcialmente a través de acciones unilaterales. Pero hay también tres nuevas dimensiones de los bienes públicos globales en el mundo actual. Primero, Estados Unidos debería ayudar a desarrollar y mantener regímenes internacionales de leyes e instituciones que organicen la acción internacional en varias áreas, no sólo comercio y ambiente, sino proliferación de armamento, mantenimiento de la paz, derechos humanos, terrorismo y otros temas preocupantes.


    El terrorismo es al siglo XXI lo que la piratería fue en el XIX. Algunos gobiernos daban asilo a piratas y corsarios para obtener ganancias o simplemente fastidiar a sus enemigos. Cuando el Reino Unido se convirtió en la potencia naval dominante dos centurias atrás, suprimió la piratería, y la mayoría de los países se beneficiaron de esa situación. Hoy, hay estados que protegen a terroristas, ya sea para que ataquen a sus enemigos o porque son demasiado débiles para controlar a los grupos poderosos.


    Si nuestra actual campaña contra el terrorismo es vista como unilateral o tendenciosa, va a fracasar, pero si logramos hacer coaliciones para suprimir el terrorismo, entonces tendremos mayores posibilidades de éxito. Si bien nuestra campaña antiterrorista no será vista como un bien público global por los grupos que nos atacan, nuestro objetivo debería ser aislarlos y reducir el número de estados que los protegen.


    Además deberíamos convertir en prioridad el desarrollo internacional, porque ése es otro importante bien público. Hay muchos conflictos en casi todos los países pobres del mundo, empantanados como están en círculos viciosos de enfermedad, pobreza e inestabilidad política. Es importante que la ayuda financiera y científica a gran escala por parte de los países ricos no se haga sólo por razones humanitarias sino, además, como ha dicho el economista de Harvard, Jeffrey Sachs, “porque hasta los países remotos se vuelven reductos de desorden para el resto del mundo”.


    Aquí nuestros antecedentes son menos impresionantes. Nuestra ayuda externa se redujo a 0,1% de nuestro PBI, aproximadamente un tercio de los niveles europeos, y nuestras políticas proteccionistas en cuanto a comercio casi siempre dañan más a los países pobres.


    La ayuda externa es generalmente impopular en el público estadounidense, en parte, como muestran las encuestas, porque creen que gastamos de 15 a 20 veces más de lo que en realidad gastamos. Si nuestros dirigentes políticos tocaran un poco más la fibra de nuestro instinto humanitario, y no alimentaran tanto nuestro interés en la estabilidad, los resultados serían muy superiores. Como dijo el presidente Bush en julio de 2001: “Ése es un gran desafío moral”.


    Pero la ayuda no es suficiente para el desarrollo; más importante que ayudar es abrir nuestros mercados, fortalecer la responsabilidad de las instituciones y combatir la corrupción. El desarrollo va a llevar mucho tiempo, y nosotros necesitamos explorar mejores maneras de asegurar que nuestra ayuda llegue verdaderamente a los pobres. Pero tanto la prudencia como una preocupación por nuestro poder blando sugieren que habría que dar mayor prioridad al tema del desarrollo.


    A veces resulta tentador dejar que sigan creciendo problemas insolubles, y, en muchas situaciones, otros países pueden ser mejores mediadores que nosotros. Incluso cuando no nos interesa mediar, nuestra participación puede ser esencial, como el caso de nuestro trabajo con Europa para tratar de impedir la guerra civil en Macedonia. Pero a menudo Estados Unidos es el único país que puede acercar a enemigos mortales, como ocurre en el proceso de paz del Medio Oriente. Y cuando esas negociaciones tienen éxito, acrecentamos nuestra reputación y nuestro poder de atracción al tiempo que desactivamos una fuente de inestabilidad.

    © MERCADO/ New Perspectives Quarterly.

    Joe Nye, decano de la Kennedy School of Government (Harvard University),
    es autor de
    The Paradox of American Power (Oxford University Press, 2000),
    libro del cual se ha extraído el contenido de este artículo.