Un mundo ancho, ajeno y riesgoso

    Resulta, seguramente, prematuro intentar una evaluación de las consecuencias que podrán tener, sobre la economía argentina, los sombríos hechos del 11 de septiembre. Las grandes guerras del siglo XX no sirven para imaginar el futuro: en ellas había un incremento sustantivo del gasto militar y, por lo tanto, del gasto público agregado, de modo que a nadie le interesaba el índice de confianza de los consumidores para estimar el nivel de actividad futuro. De hecho, el propio concepto de ciclo económico (auge-recesión) no tenía sentido: en los espacios territoriales donde se desarrollaban las guerras había destrucción, no recesión; en cambio, las naciones que, como Estados Unidos, participaron del conflicto bélico sin riesgo para sus aparatos productivos, se vieron beneficiadas.


    Es posible, dentro del marco de incertidumbre, plantearse, al menos algunos interrogantes:

    • ¿La administración Bush y los gobiernos europeos tendrán,
      a partir de ahora, actitudes más tolerantes frente a los desequilibrios
      fiscales y la inflación?
    • ¿Habrá incremento sustantivo del gasto militar y de seguridad?
    • ¿Pueden imaginarse en el futuro inmediato procesos masivos de destrucción
      de valor y de capacidad productiva en los territorios de los países
      más desarrollados?
    • ¿Se registrarán aumentos de gran magnitud en los precios de
      las materias primas y, en particular, del petróleo y los alimentos?


    Si lo que depara el futuro cercano es una guerra antiterrorista no convencional, seguramente será negativa la respuesta a cada una de las preguntas planteadas. En tal caso, el porvenir será más parecido al pasado inmediato que al escenario de las grandes guerras hasta ahora conocidas: la Argentina seguirá más cerca de la deflación que de la inflación, de la recesión que de la reactivación; y habrá que mantener la mirada atenta sobre el estado de ánimo de los consumidores norteamericanos, que de todas maneras ya venía deteriorándose durante los últimos dos meses.


    Quizá lo nuevo sea un poco más de gasto por parte del gobierno republicano y la reconstrucción de Manhattan Sur. Pero eso es poco más que homeopatía para la languidez de la economía mundial.


    Carpinteros y finanzas


    El argumento que se ha tornado popular desde el 11 de septiembre es que la crisis financiera argentina ya no es prioridad para Estados Unidos, una nación ahora absorbida por las demandas de la seguridad y de la guerra. Afortunadamente, el argumento es débil. En primer lugar, la arquitectura financiera que trabajosamente se está diseñando para neutralizar el riesgo de cesación de pagos no requiere de recursos en efectivo sino de garantías, de modo que la Argentina no compite por fondos presupuestarios norteamericanos ni por financiamiento adicional de los organismos multilaterales de crédito.


    Por otro lado, no parece que éste sea un buen momento para que el mundo se coloque al borde de un colapso de las naciones emergentes con epicentro en la Argentina. En el Departamento del Tesoro y en el FMI sigue habiendo especialistas trabajando en la crisis de la deuda argentina. Después de la catástrofe, los carpinteros norteamericanos siguen siendo carpinteros y los especialistas en la Argentina se mantienen en lo suyo.


    En Buenos Aires también se trabaja. Para el gobierno, una de las cuestiones centrales es fortalecer su posición completando cuanto antes un esquema de canje de deuda que esta vez reduzca la cuenta de intereses en lo inmediato y en el futuro. La alternativa que se explora es que las garantías que se consigan fuera del país sirvan para bajar el riesgo del capital de los nuevos bonos que se emitan. Para mejorar el esquema de lo que en su momento fue el Plan Brady, la recaudación tributaria nacional garantizaría los intereses. Esto reuniría las condiciones para una oferta de bonos de alta calidad. Queda por armar un mecanismo para que los grandes tenedores de deuda argentina tengan incentivos para participar del canje. Esto no podrá ser una pura operación de mercado. Será necesario evitar el oportunismo de quienes quieran quedarse con los antiguos bonos de alto rendimiento aprovechando que el canje les asegura que no habrá cesación de pagos (el modelo del pasajero gratis).


    Las penurias del vecino


    Para complicar aún más un panorama ya suficientemente complejo, la situación de Brasil y las perspectivas del Mercosur se agravaron en el último mes.


    Entre enero de 1999 y comienzos del 2001 la devaluación brasileña fue percibida como un éxito por los analistas internacionales. En ese período, la cotización del dólar pasó de 1,21 a 1,95 reales, pero el nivel de actividad se expandió 0,8% durante 1999 y 4,5% durante el 2000. Y el traspaso de la devaluación a los precios fue sustancialmente menor que el pronosticado: 9% durante 1999 y 6% durante el 2000.


    Al iniciarse este año, el optimismo reinaba en Brasil. El consenso del mercado era que la tasa de crecimiento volvería a alcanzar 4,5%. El régimen de tipo de cambio flexible era el paradigma exitoso.


    ¿Qué pasó, entonces, para que todo cambiara? Un argumento muy popular en Brasil es el contagio argentino. Sin embargo, ocurrieron otras cosas. Por ejemplo, la crisis energética, que obligó a un duro racionamiento, y el liderazgo en las encuestas electorales de Luiz Inacio Lula da Silva, quien no es precisamente un favorito de los mercados. Más importante aún es que el flujo de inversiones extranjeras se desaceleró, y ya no alcanzó para financiar un desequilibrio de cuenta corriente de US$ 27.000 millones.


    Ese es el verdadero talón de Aquiles: la devaluación de 1999 y la desvalorización del real que le siguió en forma casi permanente sirvieron para que Brasil afrontara mejor que la Argentina los shocks internacionales pero no para superar su tradicional estrangulamiento externo.


    Lo que funcionaba bien comenzó a funcionar mal. La escasez de dólares, agudizada desde el 11 de septiembre por el racionamiento en la oferta internacional de capitales, aceleró la depreciación del real más allá de todos los pronósticos.


    La política monetaria restrictiva, al desacelerar el nivel de actividad, pondrá en aprietos al gobierno para contener el desequilibrio fiscal. Quienes estimaban un crecimiento de 4,5% durante el 2001 lo han corregido a 1,5%. Son los primeros síntomas de inflación con recesión en Brasil.


    Doble riesgo


    El Mercosur pasa por su peor momento por razones macroeconómicas. La interdependencia entre los socios principales no tiene consecuencias positivas, sino negativas. Está en duda la viabilidad del crecimiento argentino y la capacidad del país de honrar sus deudas. Ahora comienzan las dudas acerca de la viabilidad del crecimiento de Brasil y su capacidad de pago.


    Si el gigante del Mercosur se estanca, no puede ser solvente. Además, la propia estructura de la deuda brasileña tiene, cada día más, efectos perversos: a medida que se deprecia el real el gobierno se ve obligado a colocar bonos en divisas o indexados por tipo de cambio. Pero si la composición de la deuda ­interna y externa­ adquiere ese perfil, entonces la propia devaluación torna más gravoso el peso de la deuda. En ese escenario, un real más débil ya no es una buena noticia. El Banco Central tendrá que dar una pelea por una moneda más fuerte. Según las estimaciones de la Universidad Católica de Río de Janeiro, la cotización del dólar no debería sobrepasar los 2,30 reales si se quiere tener una economía sólida. Habrá que ver si es posible retornar a esos valores o si se marcha a un desequilibrio más agudo. En el primer escenario, hay cierta probabilidad de que la Argentina y Brasil discutan con alguna eficacia acciones de coordinación macroeconómica y políticas comerciales; en el segundo escenario, sólo queda la incertidumbre.