Vietnam no cree en lágrimas

    En el barrio viejo de Hanoi, una maraña humana pedalea entre bocinas que suenan sin parar, y junto a veredas repletas de exhibidores, flores, sedas, relojes, zapatos y motos. La vida transcurre mitad en la calle, mitad en la acera, donde se juega al ajedrez chino, se desayuna, se almuerza y se cena. Se toma té en pocillos diminutos y se fuma tabaco en unas pipas enormes de bambú.


    Hay inmensos murales comunistas que rinden homenaje a Ho Chi Minh, prócer de la independencia y primer presidente del país en 1945. Abundan las banderas rojas con una estrella amarilla, y otras con la hoz y el martillo. Y siguen en pie los templos y los monjes budistas. Hace un calor húmedo, tropical. Ocho millones de habitantes sacuden el asfalto como un mantra. Algunas mujeres transportan cestas colgadas de una caña de bambú al hombro y miles de sonrisas asoman bajo gorros cónicos de paja.


    Ya pasaron 26 años desde que el Vietcong ganó la guerra de algo más de una década contra Estados Unidos y sus aliados, la fuerza mejor armada del planeta.


    Vietnam se quedó con el triunfo, pero también con un país en ruinas. Tres millones menos de habitantes, 300.000 desaparecidos, otros tantos mutilados, hambre y pobreza extremos, además de los chicos que todavía hoy nacen deformes a causa del agente naranja. Las secuelas de la guerra están allí enterradas, junto a los cráteres de las bombas dispersas en forma de S sobre el Mar de la China.


    Hace poco más de diez años, después de siglos en guerra con mongoles, chinos, japoneses, franceses y norteamericanos, Vietnam inició otro capítulo no menos difícil de su historia: la apertura a la economía de mercado. Despejó el camino a las inversiones foráneas y al turismo, y generó una auténtica revolución capitalista que lo llevó a disputar puestos en el ranking de los tigres del sudeste asiático.


    Gobernado por una Asamblea Nacional de diputados ­elegida por voto universal y secreto­ que designa al primer ministro y al presidente del país, desde 1975 Vietnam tiene un único partido: el PCV, comunista vietnamita. Sin embargo, después de una desolada década de posguerra, en 1989 el gobierno lanzó el Doi Moi (nuevo pensamiento), también conocido como la perestroika en su versión vietnamita. La nueva ley para la radicación de inversiones extranjeras marcó el inicio de un lento proceso hacia el mercado libre, y en 1992 se plasmó por escrito en la nueva Constitución.


    “Ayer era la lucha por la liberación, hoy es la lucha contra la miseria, por la riqueza, por una vida mejor”, declaró, a fines de los ´80, el legendario general Vo Nguyen Giap, el estratega que expulsó a franceses y norteamericanos.


    Bailarines en la oscuridad


    Los japoneses y los europeos fueron los primeros en desembarcar después de la guerra. Les siguieron los norteamericanos, que en 1994 levantaron su embargo comercial y poco después reabrieron una embajada en Hanoi y un consulado en Ho Chi Minh (ex Saigón). Los antiguos veteranos norteamericanos regresaban al que había sido su infierno en la tierra. Los vietnamitas los recibieron con los brazos abiertos, sin rencores.


    La mitad de la población está compuesta por menores de 25 años, que saben de la guerra lo que sus padres les contaron. Y aunque no olvidaron, sí perdonaron. Como explica Minh, guía de turismo en la bahía de Ha Long y ex combatiente de infantería: “Luchamos para defender nuestros derechos, pero el espíritu del pueblo vietnamita no es violento, todo lo contrario. La guerra terminó, y el odio sólo es necesario en la guerra”.


    Todos los días, desde la ciudad de Hanoi salen tours hacia Cat Ba, una de las 3.000 islas de esta bahía del golfo de Tonkin. Un laberinto de peñascos en su mayoría deshabitados ­y muy parecidos entre sí­ que afloran en el Mar meridional de la China. Este también fue uno de los escenarios de la guerra y, además, un territorio clave para los movimientos del Vietcong. El viaje hasta la isla demora un rato largo ­primero hay que viajar varias horas en ómnibus y luego otras tantas en lancha­ pero el recorrido definitivamente vale la pena.


    A mitad de camino, una parada estratégica introduce a los visitantes en una inmensa cueva natural escondida en el interior de un peñasco, que el ejército del Norte utilizó como refugio y hospital de combate.


    Minh, que hasta 1967 montó guardia con su cañón al tope del cerro, guía al grupo a través de pasadizos de concreto y habitáculos de cemento hasta el corazón del cuartel, donde almacenaban alimentos, recogían agua en piletones y hasta generaban luz eléctrica.


    Después de subir al primer piso por una escalera de hierro forjado se accede a una plataforma de aproximadamente 30 metros de largo. Minh se detiene en el centro y explica con tono pausado: “Acá nos entrenábamos, hacíamos ejercicio y planificábamos tácticas de combate. Cuando había bombardeos, la población de la cueva se duplicaba hasta llegar casi a 2.000 personas, y los combatientes llegaban para refugiarse hasta que pasara la tormenta. Entonces hacíamos una ronda, y mientras caían las bombas del enemigo nosotros cantábamos y bailábamos”.


    Productividad y budismo


    Con ese mismo espíritu, los vietnamitas trabajan ahora de lunes a sábado, entre las cinco de la mañana y la medianoche, para insertarse en la economía del libre mercado.


    Hanoi is very busy“, observa Thang parado, en la esquina de Hang Dau y Lo Su. Este vendedor callejero de postales tiene nueve años, y sabe de qué habla. La atmósfera que se respira en la ciudad parece balancearse entre la productividad capitalista y la filosofía budista. Los vietnamitas trabajan mucho, pero no han perdido la alegría. Todo lo contrario. Por lo pronto, la puesta en marcha de la política de apertura y liberalización ya se tradujo en los primeros cambios: mayor acceso al confort, a las redes de información y a la industria del entretenimiento.


    Hoy, son alrededor de 80 millones de habitantes, y el promedio de ingreso anual per cápita apenas supera los US$ 330. Sin embargo, el nivel de crecimiento es alentador, y el de achicamiento de la pobreza figura entre los más altos del planeta. Vietnam es el segundo exportador mundial de arroz después de Estados Unidos y el tercer vendedor de café, caucho y maní del globo.


    El índice de alfabetismo es altísimo: 91% de la población lee y escribe, y aunque el sistema educativo es básicamente público, ahora también hay escuelas privadas para los más ricos.


    Además, los vietnamitas son fanáticos del fútbol. Basta mencionar a la Argentina para que sus ojos se iluminen, señalen con el pulgar hacia arriba y reciten una lista de sus ídolos: “Argentina, fútbol, number one, Maradona, Batistuta, Piojo López…”.


    El misterio de las marionetas y la tortuga


    Casi dos millones de turistas llegan cada año a Vietnam, en su mayoría europeos, chinos, coreanos, australianos, japoneses y norteamericanos. Para ellos, la ciudad despliega sus encantos. A principios del siglo XI, el “Théatre de Marionnettes sur l´eau” nacía en el delta del río Rojo como un espectáculo único en su género, cuando en los campos inundados de arroz los campesinos inventaban historias y personajes para entretenerse a la hora del descanso. Hoy, el teatro está ubicado sobre la calle Dinh Tien, frente al lago Han Kiem, y las obras se desarrollan sobre un estanque de agua turbia. Las marionetas se mueven por medio de un dispositivo hasta el día de hoy desconocido. Un misterio celosamente custodiado que sólo se transmite de generación en generación por una familia de artistas.


    Hanoi abunda en edificios históricos, como el Templo de la Literatura, el Mausoleo Ho Chi Minh, o el Museo de la Guerra. Y también abundan las alternativas hedonistas, como la visita a una casa de masajes, o una cena en el legendario Club de Jazz de Hanoi, o un paseo en cyclo ­una suerte de rickshaw de tres ruedas­ por las 36 calles que conforman el barrio viejo.


    El lago Hoan Kiem es el más tradicional entre los veinte que exhibe la ciudad, y un punto de encuentro para miles de gimnastas. Bien temprano a la mañana y antes de empezar la jornada de trabajo, los vietnamitas hacen ejercicio a orillas del lago, en las puertas de los negocios o en la vereda, donde revolean los brazos todavía con pijamas o en camiseta.


    Como una perla, en el corazón del lago se encuentra la pagoda de Ngoc Son, que desde 1968 alberga a una tortuga gigante embalsamada. Según la leyenda, la tortuga es portadora de una espada, la misma con que en el siglo XV los vietnamitas derrotaron a la dinastía Minh de China.


    El templo concilia las tres religiones principales del país (confucionismo, budismo y taoísmo), aunque el Cao Dai ­un culto sincrético­, sea el más popular, presente en las casas y negocios a través de sus altares, generalmente repletos de billetes de fantasía, ramilletes de sahumerios y velas.


    La ciudad de las mujeres


    Al sur de la ciudad imperial de Hué, en el centro del país, la aldea de Ho Ian exhibe una atmósfera íntima, pueblerina. Pero con más de ochocientos edificios históricos, resulta imposible ignorar su pasado de esplendor, cuando en los siglos XVII y XVIII brillaba entre los puertos más importantes del sudeste asiático. Desde mansiones francesas de la época de la colonización, templos, pagodas y hasta un puente japonés con techo, el pueblito a orillas del río Thu Bon es una auténtica reliquia al aire libre. Desde el restaurante flotante, al caer la tarde, puede observarse cómo la aldea se transforma en un lugar de ensueño, mientras se encienden infinitas lámparas de colores confeccionadas en cañas de bambú por los artesanos locales.


    La mayoría de las viviendas tiene negocio a la calle, sastrerías o zapaterías que por unos pocos dongs (la moneda nacional) hacen a medida, de un día para otro, cualquier prenda que pida el cliente. En las estanterías se apilan rollos de telas exóticas, sedas tornasoladas, de Japón o Tailandia.


    En sus negocios, en los campos de arroz o al frente de las minas, las mujeres vietnamitas desempeñan un papel protagónico. A partir de su participación activa en la guerra, se ganaron el respeto a fuerza de coraje y trabajo, y hoy representan la fuerza laboral más sensible de Vietnam. Conservan, sin embargo, la elegancia que las distingue entre las mujeres más bellas del planeta. Tanto las campesinas como las profesionales que viajan a la oficina ataviadas en su ao dai ­traje tradicional compuesto por chaqueta larga y pantalón de seda­, circulan por la calle cubiertas con un pañuelo en la cara y guantes largos hasta los codos sólo para protegerse del sol.


    A 60 kilómetros de Ho Chi Minh, los túneles de Cu Chi despliegan un recorrido subterráneo de 250 kilómetros que albergaron a más de 16.000 personas durante la guerra. Fueron cavados a mano, con palas y cestos, y su profundidad alcanzó los ocho metros. Allí había hospitales de campaña, cocinas y salas de reunión de altos mandos del Vietcong. Ante la imposibilidad de vencer por tierra a este ejército de topos, los norteamericanos los atacaban desde el aire. En ninguna otra parte de Vietnam se ven tantos cráteres de bombas.


    Hoy, apenas ensanchados para que los turistas puedan descender y ver la ingeniería artesanal con que combatieron los vietnamitas, son una suerte de parque temático. La entrada principal era un agujero no mayor que una tapa de alcantarilla, abierto en mitad del monte.


    Mirar adelante


    El viaje termina en la antigua Saigón ­bautizada ciudad Ho Chi Minh luego de la reunificación del país en 1975­, donde la presencia de los capitales internacionales, los autos flamantes, y los grandes carteles publicitarios que anuncian marcas de cigarrillos (Dunhill, Gitanes, Marlboro o Camel) dan cuenta de la vorágine del cambio. El paisaje se precipita entre avisos de Coca-Cola, Pepsi y Johnnie Walker; teléfonos celulares, edificios espejados y más de siete millones de habitantes.


    Los rascacielos de oficinas cada vez hacen más sombra sobre la arquitectura francesa colonial, mientras las cadenas Sheraton y Hyatt aceptan dólares y tarjetas de crédito. Resulta extremadamente difícil dominar el idioma local ­una misma palabra puede significar hasta seis cosas diferentes según el tono con que se la pronuncie­, pero cada vez se habla más inglés y francés. Y tampoco es fácil cruzar la calle. Es como dar un salto al vacío, para sumergirse en una marea humana de autos, motocicletas, cyclos, y motos Honda que siempre terminan esquivándolo a uno, y nunca al revés. Ya pasaron 26 años de la guerra. También para esto, la premisa es mirar adelante y no pensar.