–Durante la crisis de Aerolíneas Argentinas surgió, con fuerza, la idea de boicotear a todas las empresas españolas que operan en el país. ¿Cómo se interpreta esto desde el punto de vista del estado de la opinión pública?
–Parecería que el caso de Aerolíneas refleja un cambio de percepción en cuanto al impacto de las privatizaciones en la vida cotidiana de la gente. Al principio, en las encuestas de usuarios aparecían dos factores positivos dominantes con respecto a las privatizaciones: la innovación tecnológica y la capacidad para contraer compromisos económicos de largo plazo en un país que no brindaba tales recursos por su estructura financiera. Estas percepciones han ido desapareciendo en los últimos años, y las empresas privatizadas fueron perdiendo la capacidad de proyectar una imagen ligada a estos factores. En este sentido, el caso de Aerolíneas pone al descubierto que estas empresas que no dejan de ser públicas no actúan de manera muy diferente del resto de las compañías extranjeras; es decir, avanzan y retroceden según el riesgo país, según las condiciones del entorno. Esta situación crea muchas incógnitas e incertidumbres.
–Hubo otros conflictos con empresas españolas de servicios públicos pero en ningún caso se llegó a los niveles de dramatismo que generó el problema de Aerolíneas. ¿Cómo se explica esto?
–Este fue un conflicto paradigmático, porque fijó la naturaleza del problema de las empresas privatizadas en términos de modelo. Aerolíneas disparó en la gente la idea de que estas empresas están, por un lado, sometidas a la lógica del capitalismo salvaje si no es rentable, se cierra, no importa cuál sea el servicio público y que, al mismo tiempo, son empresas que tienen un altísimo componente estatal. Quien tomó las decisiones en este caso fue el Estado español a través de la Sepi, no el grupo de ejecutivos que se hicieron cargo de la privatización de Iberia. El caso de Aerolíneas muestra en estado puro este tipo de contradicción y puede generar, en muchos sectores, un sentimiento de animadversión ante el papel que estas empresas han cumplido en los últimos años en la Argentina.
–¿Qué forma pueden tomar esos sentimientos negativos?
–A la hora de interpretar quién tiene razón en los conflictos de las privatizaciones, el caso de Aerolíneas contribuye a afianzar una hipótesis negativa, de sospecha, donde la carga de la prueba le corresponde, ahora, a las empresas. No se descuenta sin más la racionalidad de las posiciones empresarias. Esta será una dificultad muy grande que afectará a todo el sector de empresas privatizadas.
–¿Es posible que esta situación desate una ola antiespañola?
–No lo creo. Hasta ahora, los que proponen el boicot son gremios estatales y constituyen una minoría. No advertimos ninguna otra reacción en otro campo, ni en el consumo, ni en las actitudes públicas. Sí hay gremios estatales en guerra que agreden con una violencia bastante inusual.
–¿No se generó, sin embargo, un fenómeno muy significativo de adhesión de la opinión pública a los reclamos de los gremios?
–La situación de los trabajadores de Aerolíneas fue comprendida por la gente, pero no a partir de un compromiso participante. En este sentido, pesa muchísimo la relación estructural entre la Argentina y España. Esto no es otra guerra de Malvinas. YPF fue una de las privatizaciones más resistidas y se trató también de exacerbar un sentimiento xenófobo. Pero desde hace mucho tiempo en la Argentina desde principios de la década de 1980 este tipo de sentimientos contra los países extranjeros está fuera de consideración. Es muy difícil que se acorten las colas de jóvenes en el consulado español o que se deje de rendir la admiración que España suscita como país.
–¿Qué posición tomó el ciudadano común en este conflicto?
–El activismo de los sindicatos estatales fue, en realidad, el que produjo los ataques de las movilizaciones. A la hora de hacer un balance, 70% de la población acompañó la reivindicación de los trabajadores y no entendió los argumentos del Estado español, ni del Estado argentino, que causó estupor por su actitud de negar la dimensión que tiene un servicio como el del transporte nacional e internacional. Por otra parte, en una encuesta sobre el caso de Aerolíneas, la gente se mostró de acuerdo con los intereses de los trabajadores y, sin embargo, no avaló la posición de los sindicatos, ni les reconoció que sean representativos de los intereses de los trabajadores. Es decir, se solidarizó con la defensa de los puestos de trabajo y acompañó la actitud defensiva, pero no acompañó ni se sintió representada por los dirigentes. Esto pasa en casi todas las áreas de los conflictos socio-sindicales. Hay comprensión hacia los sentimientos de los trabajadores, pero se sospecha de las intenciones de sus dirigentes.
–¿Las tendencias xenófobas que se han manifestado frente a los inmigrantes de países limítrofes no pueden aplicarse a esta situación?
–No lo creo. Son actitudes completamente diferentes. Además, considero que ése es un sentimiento que se expresa básicamente en Buenos Aires. Yo creo que en las provincias la presencia de los trabajadores extranjeros no genera ese rechazo. En el interior hay mucha mayor permeabilidad. En contra de lo que piensan muchos, no hay registros de que en las provincias haya xenofobia porque los extranjeros están cerca. Esta es una de las tantas distorsiones de la visión que padece Buenos Aires cuando mira el país.
–¿Qué significado adquiere hoy en día el sentimiento patriótico?
–El sentimiento patriótico está asociado hoy con reflejos defensivos, no constructivos. Me parece que la Argentina ha perdido la visión estratégica nacional. Sus elites dirigentes han convertido la idea de proyecto nacional, la idea de planificación del futuro, en algo del pasado y esto, en consecuencia, ha hecho que el sentimiento patriótico opere como un factor únicamente defensivo. Aparece enseguida como un factor defensivo allí donde hay crisis, allí donde hay incertidumbre o temor al futuro. Las ideas nacionales tienen una doble dimensión: la nación como proyecto y la nación como un ámbito que defendemos contra un ataque exterior. Esto último es lo que está primando hoy, y me parece un aspecto sumamente negativo.
–En un contexto económico como el actual, ¿pueden esperarse reacciones similares contra otras compañías extranjeras con presencia en el país?
–Eso sólo podrían llevarlo a cabo algunos grupos políticos o sindicales, pero sin ninguna participación popular. Yo no veo la posibilidad de un fenómeno popular.
–¿Cómo cree que respondió la sociedad española ante la situación de Aerolíneas?
–En España hay, hacia la Sepi y hacia las empresas públicas en estado de privatización, una actitud muy similar a la de aquí. Existe una sensación de que los procesos aceleradísimos de cambio dejan de lado los intereses de la gente, y de que las decisiones empresarias no siempre tienen en cuenta las variables sociales. Hay mucho de apresuramiento, de dogmatismo económico, muchos intereses especulativos y poco de estrategia de nación. España también vive una crisis de la idea de estrategia nacional. Es un país con mucho progreso, con resultados económicos tangibles ésa es la ventaja pero donde la gente cree que la velocidad del cambio es peligrosa. Me parece que ambas sociedades están bajo gobiernos que no contemplan el futuro y que prefieren hacer silencio, mirar hacia otro lado frente a decisiones especulativas. Hay una demanda de más gobierno, no en el sentido de más Estado sino en el de más estrategias, más valores, más compromisos de mediano y largo plazo.