Una iglesia, muchas parroquias

    En El Porvenir de una Ilusión, Sigmund Freud pronosticó que llegaría un momento en que la verdad y la razón habrían pertrechado al ser humano de un saber que ­al liberarlo de la naturaleza­ le permitiría resignar su dependencia de las ilusiones místicas. En su concepción, la ciencia se enfrentaba con la religión, la razón con la irracionalidad, la verdad con el error y las mentiras. Freud, que temía que el psicoanálisis acabara vencido por la religión, mal podría haber sospechado que sería precisamente como una religión que el psicoanálisis alcanzaría el éxito, y que su triunfo tendría lugar en la Argentina.


    La sorprendente popularidad del psicoanálisis en el país no sólo ha merecido una nota de tapa de la revista Times. También le ha deparado a Buenos Aires un barrio, Villa Freud, que luce la más densa población mundial de psicoanalistas: uno de ellos por cada 500 habitantes.


    A cualquiera que se acerque al psicoanálisis de Buenos Aires le será difícil disimular el asombro ante tamaño despliegue. Un psicoanálisis plural domina el cuadro: multifacético, atomizado, multiplicado hasta atravesar toda la trama de la cultura, difundido a lo largo y a lo ancho de la escala social, irreverente ante los límites de clase. Las más diversas orientaciones se desarrollan para imponer una misma condición del orden: infinidad de parroquias para una misma iglesia. La jerga de la disciplina se ha convertido en lenguaje coloquial, en código privilegiado para reflexionar sobre la propia existencia. El psicoanálisis ­que antes era de consulta­ es ahora consumido a domicilio y tiene presencia permanente en los medios de comunicación de masas.


    Desacralizado, divulgado, vulgarizado, gozando de un enorme reconocimiento social, lo menos que puede decirse del psicoanálisis en la Argentina es que ha recorrido, desde el silencio inicial, un largo camino que sólo el escándalo pudo romper.


    Sectas y herejes


    En Buenos Aires, el psicoanálisis comenzó en los años ´40 como una gesta de pioneros singulares y continuó en las décadas de los ´50 y de los ´70 como una secta. Es con el advenimiento de la modernidad tardía que se transformó en iglesia. En efecto, nada se opone a caracterizar a la institución psicoanalítica como sectaria en el largo período que va desde su gestación hasta el momento de expansión ampliada, cuando se transformó en iglesia.


    A pesar de las pocas coincidencias que hubo en el origen del psicoanálisis local entre Marie Langer y Angel Garma o Enrique Pichon Rivière, por ejemplo, lo que todos tenían en común era su posición estructural de sectarios, es decir la sorprendente similitud con que reaccionaban ante la oposición externa y la herejía interna. En virtud de su estructura exclusiva, la secta psicoanalítica sustentó un código moral y ético opuesto al que afirmaba el resto de la sociedad.


    Como en toda secta, para defenderse de los ataques reales o imaginarios del afuera, los psicoanalistas agrupados en la filial argentina de la Asociación Psicoanalítica Internacional necesitaban vigilar y controlar de manera integral la personalidad de sus miembros. La obligatoriedad del análisis individual por el que tenían ­y aún tienen­ que atravesar los candidatos a miembros de la secta; la obligación de analizarse con miembros didactas ­esto es, psicoanalistas que pertenecen a la cúpula de la pirámide jerárquica­ garantizaba, así, la pureza e incondicionalidad de sus miembros. Pero el fundamento de la secta psicoanalítica fue la adhesión y la lealtad inclaudicable a la doctrina, a los principios teóricos del grupo y a los intereses de la institución.


    Así se desarrolló el psicoanálisis como secta, con un cuerpo teórico original y sofisticado, capaz de subvertir los saberes consagrados y amenazando con hacer estallar los propios límites de lo que hasta el momento se consideraba ciencia. Después, el psicoanálisis creció hasta convertirse en iglesia, alternando un modelo organizativo que reforzaba, a veces, su carácter religioso, salvacionista y redentor; otras, su carácter cientificista, y casi siempre una vocación aristocratizante.


    El Grupo Plataforma ­que se separó en 1971 de la Asociación Psicoanalítica oficial­ jugó un papel fundamental en la ruptura del sectarismo, en el inicio del expansionismo psicoanalítico y en la enunciación de una nueva ética. Cuando Plataforma hizo pública su separación de la Asociación Psicoanalítica Internacional y de la APA, su filial argentina operó la transformación de la secta en iglesia. Las huellas que dejó cambiaron de manera definitiva el rumbo del psicoanálisis. Dio inicio a la etapa final del monopolio de la Asociación Psicoanalítica Argentina, abrió el campo a un proyecto de expansión disciplinario e inauguró el reino de la diversidad. En última instancia, anunció el auge lacaniano.


    La llegada de Lacan


    La obra de Jacques Lacan, una formidable relectura de la de Freud, logró postularse como una microcultura de resistencia, opuesta a la devastación intelectual y ética del despotismo y del terrorismo de Estado. El discurso lacaniano, furioso, impugnador y nuevo, ha prendido en el margen sudamericano como desafío al orden instituido. De ahí su éxito en la creación de un espacio para la superabundancia y el desperdicio. Porque el discurso lacaniano, ese exceso neobarroco, amenaza, juzga, parodia la economía burguesa basada en la administración tacaña o, como suele decirse, racional de bienes. Contrariamente al lenguaje comunicativo, económico, austero, reducido a su funcionalidad, la jerga lacaniana se complace en el suplemento y en la desmesura. Es justo allí donde confluye con la identidad barroca de la cultura latinoamericana a la que, generosamente, se suma.


    La oposición entre psicoanálisis de divulgación y psicoanálisis sofisticado, la oposición entre culto y popular ha dominado el cuadro en el proceso de expansión que caracterizó estas tres últimas décadas inauguradas por Plataforma.


    Mientras el psicoanálisis culto conquistaba su lugar a partir de que emitía su discurso casi al mismo tiempo que en París y casi en la misma longitud de onda, el de divulgación ganaba adeptos recurriendo a simplificaciones y apoyándose en las propias tradiciones: Bleger o Pichon Rivière, para el caso. En los extremos, mientras unos estudiaban talmúdicamente al último Lacan ­acumulando a su lado a Parménides, a Gödel, a Kojeve, a Hegel, a Heidegger, a Russel­ otros difundían a nuestro Pichon Rivière y abrían infinidad de escuelas cuando no invadían la televisión con versiones light y/o demagógicas de un psicoanálisis anacrónico.


    No es casual, entonces, que en esta tan mentada posmodernidad coexistan ­y tengan un alto poder de convocatoria­ escuelas tradicionales y otras que representan la modernidad más exaltada, dando la impresión de una fantástica abundancia en la que las viejas jerarquías ya no existen.


    Pues bien, las viejas y las nuevas jerarquías, los viejos y los nuevos órdenes siguen existiendo. Es más, siguen dando muestra inequívoca de que todo se resume, en última instancia, en la manera en que las elites agencian y administran los bienes simbólicos de una disciplina sin cuyo nombre sería imposible escribir la historia de la cultura argentina.