Una cuestión de autoestima

    Mientras el número de auténticos enfermos mentales internados ­esquizofrénicos, paranoicos, maníacos depresivos­ no ha variado en el país en las últimas tres décadas (cerca de 23.000 de todas las clases sociales), en el armónico universo de la población normal las cosas han cambiado dramáticamente.


    Quizá sea arriesgado afirmar que la gente tiene más problemas psicológicos que hace treinta años. Lo cierto es que va mucho más al psicólogo. Las explicaciones apuntan, por un lado, a la creciente demanda de atención psicológica de los sectores más postergados. “Hace veinte años, un obrero no hubiera consultado por problemas psicológicos”, estima Roberto Lo Valvo, director de Salud Mental de la Ciudad de Buenos Aires, “pero hoy la pérdida del lugar asignado en lo social ­el hombre despedido de su empleo o de su casa­ es uno de los principales motivos de consulta”.


    Por otro lado, se han multiplicado los sitios de asistencia pública: los centros de salud mental y los servicios de psicopatología de los hospitales son considerados centros de atención “gratuita pero buena”, a los que recurren todos los sectores sociales. “El que ha desaparecido de los hospitales ­aclara Lo Valvo­ es aquel paciente de los ´70 que llegaba diciendo ´no sé qué hacer de mi vida´, como en los filmes de Woody Allen. Hoy el que viene sabe, pero no puede”.


    La confluencia entre la escasez de pacientes privados y la superabundancia de divanes también permitió que la psicología llegara a sectores menos acaudalados cuando los profesionales se transformaron en psicólogos de cartilla de obras sociales y prepagas, que en la actualidad ofrecen a sus afiliados hasta 30 sesiones anuales, a razón de $ 5 la visita.


    La psicología también ha extendido su influencia hacia áreas que hasta hace unos años le eran ajenas. Un par de décadas atrás nadie iba al psicólogo porque tuviera úlcera, asma o psoriasis. Hoy, en cambio, el tratamiento de estas enfermedades incluye siempre la consulta psicológica. La misma incursión existosa se dio en el ámbito de la violencia doméstica, en el que, además, se originó una modalidad de ayuda psicológica que luego se hizo masiva: las líneas de asistencia telefónica. La población recurre a ellas buscando contención inmediata ante situaciones de crisis.


    Aunque en el país no existen datos oficiales acerca de por qué la gente pide ayuda psicológica ­en muchos hospitales ni siquiera se lleva una historia clínica­ todos los especialistas consultados, a ojo de buen cubero, coinciden en definir la depresión como la gran peste psíquica del nuevo milenio.


    El aumento de la depresión aparece ligado al avance de la urbanización y a los problemas laborales: en 95% de los casos el desempleo vuelve más vulnerable a un sujeto y genera diversas patologías, especialmente depresiones y agresiones. El flagelo también se ha incrementado en los niños, a raíz de la modificación de la familia tradicional y del escaso tiempo que los padres pasan con sus hijos.


    En cuanto a la depresión en la adolescencia, el mal se ha duplicado en la última década. En la Argentina el dato cobra relevancia si se tiene en cuenta que 18% de los suicidas son adolescentes, mayormente varones, lo que configura la tasa más alta de América latina.


    Un enfermante progreso


    Hace veinte años se consideraba comprensible que el genio de la oficina fuera un sujeto retraído, poco afín a las exhibiciones sociales. A un sujeto de esas características se lo tiene hoy por un fóbico social, cuyas limitaciones le impiden ascender en el trabajo. En esa categoría entra 10% de los argentinos.


    La fobia social (miedo a hablar en público, o a asistir a reuniones) pertenece al grupo de los trastornos de ansiedad, entre los que figuran el trastorno de pánico (miedo a volar, a los espacios abiertos, a sufrir un infarto), y el de ansiedad generalizada. A todos ellos la psiquiatría mundial los incluyó en su catálogo de enfermedades recién en la década de los ´80, cuando la ansiedad se ganó el derecho a procrear sus propias patologías. Estos trastornos están directamente ligados a las nuevas condiciones de trabajo, al consumo y al exceso de información, y afectan con preferencia a los varones profesionales de clases medias y altas. “Hace diez años ­recuerda Daniel Bogiaizián, secretario de la Asociación Argentina de Trastornos de Ansiedad­ la mayoría de los fóbicos sociales tenía serias dificultades en las relaciones interpersonales, mientras que el trabajo era su área exitosa. Hoy esto cambió totalmente”.


    Las condiciones de trabajo, despiadadas y contradictorias, han contribuido a generar el síndrome de burn out (en inglés, quemado), producto tanto de la desocupación como del exceso de trabajo, que se manifiesta en el desánimo respecto de la labor cotidiana y en la ausencia de expectativas. Tiene, entre sus síntomas, al otro gran mal de estos tiempos: el insomnio. Entre las personas con algún grado importante de ansiedad, 60% padece insomnio, y la tasa llega a 75% en los cuadros depresivos.


    El insomnio, la ansiedad y la depresión se combinan en un cóctel que los argentinos se están acostumbrando a ingerir, y cuyos efectos nocivos intentan revertir consumiendo ansiolíticos y antidepresivos en forma indiscriminada, generalmente automedicándose. Sólo en la capital federal hay 300.000 consumidores de algunas de estas drogas legales.


    En todo el país se consumen alrededor de 17 millones de unidades de tranquilizantes por año, lo que implica un promedio anual de medio envase por habitante.


    En cuanto a las mujeres, no parece posible referirse a su salud mental durante las tres últimas décadas sin hablar de la bulimia y la anorexia. “En 1970, de cada 10.000 chicas, tres sufrían de anorexia ­aporta Susana Pirro, a cargo del Programa de Prevención de Trastornos en la Conducta Alimentaria del gobierno bonaerense­. En los ´90 la cifra subió a una de cada 100 y ahora, en la Argentina, 15 de cada 100 chicas entre los 12 y los 20 años tienen anorexia. Ya hay nenas de ocho años que la padecen”.


    Si bien en sus inicios la anorexia era típica de las clases más acomodadas, ya es habitual en todos los estratos sociales. Un estudio llevado a cabo en el sur de la provincia de Buenos Aires detectó 8% de patologías alimentarias en chicas de 13 y 14 años, mientras que en una escuela rural de Tucumán el índice llegaba a 12%. “Es decir que la falta de modelos familiares, la adopción del modelo ser flaca y la patología de nuestra época, el narcisismo, ya no son privativas de las grandes ciudades”, concluye Pirro.


    Las leyes del éxito


    En 1985, el psicólogo Carlos Campelo abrió el primer taller en el Hospital Pirovano, con tres de sus pacientes. En el 2001, son 3.500 personas las que circulan semanalmente por los 350 talleres del Programa de Salud Mental Barrial del Pirovano. El fenómeno forma parte de la onda expansiva del movimiento de autoayuda, que en la Argentina prendió de un modo inusitado: hay talleres para absolutamente todos los conflictos, y aunque muchos funcionan sin coordinación profesional parecen ser muy terapéuticos. Tal vez parte de su éxito se deba a que son una buena manera de zafar del aislamiento y de conocer gente. “Los talleres más concurridos ­cuenta el coordinador general del Programa del Pirovano, Miguel Espeche­ son el de Penas de Amor, el Sindicato de Padres, el de Salud y Crecimiento y el de Autoestima”.


    La autoestima es el otro gran descubrimiento de la última década. Quien no la posea, y en grandes cantidades, está fuera de combate. A menos que un día, harto de ser un perdedor, se decida a hacer un workshop de técnicas de superación personal, o adquiera alguna de las obras de los gurúes de la posmodernidad, que demuestran que la senda que lleva hacia la gloria profesional, la pareja perfecta o cien inviernos sin gripe es tan sencilla que hasta un niño de pecho podría transitarla.


    Pero sólo aquel que pueda combinar a la perfección los aspectos más materiales de la vida con los decididamente etéreos obtendrá el preciado título de gurú, que en 1997 le permitió a Deepak Chopra, por ejemplo, vender 130.000 ejemplares de Las siete leyes espirituales del éxito, título que condensa en forma impecable los condimentos antes señalados. Louise Hay, Leo Buscaglia, Jorge Bucay, Paulo Coelho, entre otros, son algunos de los gurúes cuyos textos hoy no pueden faltar ni en el modular del ama de casa ni en el rack de haya del más bronceado publicista.

    Las adicciones

    Resulta
    difícil de creer, pero ­a excepción de las drogas circulantes
    en grupos reducidos, como la cocaína en el tango­ hubo una
    época en que en la Argentina no había adicciones. “Ni siquiera
    se veía en la facultad”, hace memoria el psiquiatra Eduardo Kalina,
    quien hoy es, paradójicamente, profesor titular del posgrado en
    Adicciones de la Universidad del Salvador. Los primeros adictos, en el
    país, fueron los consumidores de anfetaminas, sustancias que en
    los años ´60 los jóvenes empleaban para mantener la vigilia
    en época de exámenes, y las mujeres en regímenes
    para adelgazar.

    “Algo para
    subrayar ­señala Kalina­ es que durante estas tres décadas
    cada clase social tuvo su droga, pero esas barreras se quebraron en los
    noventa, cuando la cocaína irrumpió en todos los sectores,
    generando adictos violentos y promiscuos. En la actualidad rige la poliadicción:
    el uso indistinto y/o simultáneo de cocaína, fármacos
    y alcohol.”

    Los planes
    de salud suelen cubrir hoy los tratamientos de recuperación para
    diversas adicciones, entre ellas el alcoholismo. No es para menos: en
    la Argentina hay más de tres millones de alcohólicos.

    En la última
    década el rótulo de adicción se ha aplicado
    a innumerables conductas patológicas: hay personalidades adictivas
    y parejas adictivas; hay adictos al juego, a la comida, al amor y al trabajo.
    Estos últimos, los workalcoholics se multiplicaron durante
    el furor yuppie, cuando la edad promedio de los hombres que padecían
    infartos de miocardio descendió de 45 a 38 o 40 años.

    Entre las
    adicciones, la más nuevita es el Desorden de Adicción a
    Internet o IAD: ciberadictos que no consiguen despegarse de las computadoras
    y hacen un uso irracional e impulsivo de Internet. Se estima que en la
    Argentina hay un millón de internautas y que 60.000 de ellos son
    ciberadictos.