Todos queríamos tener un país

    Un hombre de unos cincuenta y cinco años, que tal vez fue periodista, o poeta, o guerrillero, o militante sindical, o actor o tiracables de televisión, un tipo que ha vivido con dramática intensidad los últimos treinta dramáticos años de la Argentina, podría (si le preguntan qué sabe del futuro) decir: “Del futuro sé dos cosas. Primero, que viene después del pasado. Segundo, que siempre es peor”. Este tipo se llama el Mono, y es un personaje de una miniserie que escribí durante estos días y acaso alguna vez se verá. Como sea, cuando leí ese texto del Mono, todos quienes escuchaban rieron con esa risa argentina tan herida por el desencanto. Estaban de acuerdo con las dos cualidades que el Mono le había encontrado al futuro en la Argentina: que siempre viene después y que siempre es peor.


    Alguien dirá, en un primer acercamiento, que no, que la democracia fue mejor que la dictadura militar. De acuerdo: pero no había manera de empeorar la dictadura de los generales y los marinos y los brigadieres. O sea, aquí, cuando el futuro es mejor, sólo lo es porque en el pasado que le antecede se llegó al extremo de lo execrable. Pero es un precio demasiado alto para una mejoría tan leve.


    Durante los últimos treinta años hemos pasado de la esperanza a la desesperanza. Estos diagnósticos algo simplistas están siempre basados en la cambiante experiencia de la clase media argentina. Ya se sabe: los pobres son pobres y se conforman con ser pobres. Los ricos son ricos y se conforman con ser ricos. La clase media no es rica ni pobre, de aquí que algunos quieran ser pobres compartiendo el destino de los pobres, es decir, luchando por causas de redención social, y otros quieran ser ricos para compartir el destino de los ricos, es decir, para ser como ellos son. Los pobres son lo que son. Los ricos también. La clase media nunca es lo que es, siempre quiere ser otra cosa. Desde el punto de vista filosófico esto explica el activismo de las clases medias: no querer ser lo que uno es, es eso que lo arranca a uno del reposo, de la quietud, de la contemplación de la mismidad, de la siesta de la adecuación. De aquí que los cuadros de la militancia y de la guerrilla setentista hayan surgido de las clases medias. Y de los jóvenes de clase media, ya que ser joven es ser también de clase media: los niños usan el mundo para jugar, los viejos para contemplarlo, los jóvenes para cambiarlo. No quieren que el mundo sea como es.


    De modo que quienes fueron jóvenes hace treinta años asisten hoy a la puesta entre paréntesis de todos sus ideales. No obstante, en la Argentina ocurrió algo peor. Tanto, que no sólo se relaciona con los sueños de la joven clase media, sino con el sueño elemental de todos: todos queríamos tener un país. Los ricos para disfrutarlo, los pobres para padecerlo, las clases medias para transformarlo o para quejarse porque no lo hacían. Bien, es en este punto donde el desencanto abarca a todas las clases de la Argentina: el suelo fundante, lo que se quería construir, el espacio en que todos los destinos eran soñados, se ha (casi) extinguido. De aquí la desesperanza.


    Se ha pasado de una cultura política de la esperanza a una cultura política de la desesperanza. En muchos casos, de la desesperación. Hace treinta años el destino de la Argentina era incierto y todos lo reclamaban. Los militantes querían el socialismo. Los sindicalistas la patria sindical. Los militares se conjuraban para luchar a muerte por los valores amenazados, se asumían como dueños de la Patria y se sentían convocados a defenderla. Los políticos iban de un lado a otro, se enredaban en mil polémicas, discutían entre ellos, o con los economistas, o con los curas, o con los empresarios. Había curas rebeldes que propiciaban una nueva fe ligada al destino de los humildes como, decían, la había soñado Cristo. Los escritores se preocupaban por lo social. La palabra compromiso era un mandato. La palabra testimonio un fetiche insoslayable. Luego vino, sin más, la Muerte.


    Con la democracia surge una cultura política del diálogo. Palabras como consenso o disenso se pronuncian sin cesar. La palabra diálogo y la palabra plural están en la boca de todos, de todos los que quieren la democracia. Y la democracia surge como una gran esperanza. No sólo como algo mejor que la dictadura, sino como lo óptimo. Y lo óptimo es el optimismo, de aquí que con la aparición de la democracia surgiera ese cándido estado del espíritu que del futuro espera lo óptimo, en gran medida porque ya lo encuentra en el presente. Así lo proponía Alfonsín cuando decía que la democracia curaba, alimentaba y educaba.


    La cultura política del radicalismo (del primer radicalismo de la democracia, ya que estamos ahora viviendo el segundo) se expresó de dos modos: 1) querer y no poder; 2) hacer y deshacer, porque, en realidad, lo que se había hecho no se podía hacer. El alfonsinismo quiere y no puede. Quiere levantar las persianas de todas las fábricas, pero no puede. (Levantar las persianas fue un gran concepto del alfonsinismo. Una gran metáfora. Un país que tiene levantadas las persianas de sus fábricas es un país que produce, que tiene un mercado interno y que exporta.) Marx ­que analizó como nadie el capitalismo­ desarrolló en un texto de 1857 que amaba Louis Althusser, la dialéctica entre la producción y el consumo, fundante de la economía del capital. Fundante, también, de todo posible capitalismo nacional. De modo que levantar las persianas de las fábricas ­y levantarlas en democracia­ era la utopía perfecta de la cultura política del ´84: un país integrado, que produce, que consume, que tiene un mercado interno y vive en democracia. Casi nada. Esto lo quiso ese primer radicalismo (al que conocemos como alfonsinismo) y no pudo, ya que una de sus características fue no generar poder político para llevar a la práctica sus propuestas. Fue, así, un régimen de la ilusión y del desengaño. Su otra característica fue la de hacer y deshacer y se expresó en el área de los derechos humanos. Se hace el juicio a las juntas y se lo deshace con las leyes de Punto Final y Obediencia Debida porque, en verdad, no se podía hacer el juicio a las juntas. Se lo hizo para retractarse, para generar desaliento, irreparable sentimiento de impotencia o directamente derrota.


    Con el menemismo se impone la primacía de lo económico. Conseguida la democracia, resta incluir al país en la posmoglobalización. Tenía que ser el peronismo el encargado de una etapa que requería sujetar a los sindicatos, manipular al electorado pobre cautivo de esa tradición política e incurrir en un pragmatismo tan desaforado que permitiera alianzas con los más abominados enemigos del ayer. Si Perón, en 1945, decía en la Bolsa de Comercio: “Se verá que no sólo no somos enemigos del capital, sino que somos sus verdaderos amigos” y luego permitía incluir en la marcha partidaria la célebre y patética o risible o vaya uno a saber qué estrofa que proponía combatir al capital, era porque el peronismo se proponía llegar a todos los extremos del arco político para conseguir sus objetivos. Así lo hizo (como ejemplar discípulo) el difícilmente superable Carlos Menem. Su cultura política fue la de la desmesura, la de la política-espectáculo, la farandulización, el simulacro, la mentira esplendente, el contramensaje, la ostentación, la frivolidad, la corrupción inagotable e impune. Menem se asumió como un hombre de la farándula, como un actor, y estalló la cultura de la fama, del videoclipismo, de la televisión-basura, de los premios para la gilada, del despilfarro para los mirones codiciosos e impotentes. Estalló el universo siliconado de la culocracia, de las inmensas tetas-Casán, la estética del kitsch Miami, las fiestas del año o del siglo o de las mil y una noches, los personajes del año, los ganadores, los personal trainers, los músculos, las carnes duras, el travestismo como mercancía, la bobería cultural, los comunicadores sociales fascistas y empresariales que se devoran el aire, las divas que chillan “sos un divino” a patéticos seres que, si lo fueran, no creerían en ellas o les dirían, sin más, “andá a mentirle a otro”, los analistas políticos que demuestran que el tren de la historia es uno, es éste, y hay que subirse o reventar.


    Y luego: el final. O, si se quiere, el presente. El presente como continuidad de las peores tendencias del pasado. Esto que llamamos el delarruísmo recoge el no-poder alfonsinista. Así, dice que lo único que se puede hacer es lo que se hace: economía de mercado, impuestazo, macroeconomía, aniquilamiento de cualquier mínima idea de mercado interno, oídos atentos y obedientes a los mandatos (ya ni siquiera susurrados) de los organismos internacionales. (¡Un gobierno que ha pretendido exhibir un préstamo financiero ­el blindaje­ como un elemento de “crecimiento” de la economía! Argentina crece. Parece un chiste de mal gusto, una broma pesada o parece, en verdad, que nos toman por irredentos imbéciles.)


    Pero hay algo que el delarruísmo ha recogido del menemismo y que ha quebrado la tradición austera de la cultura política radical. Ha recogido el nepotismo. Es lo que llamaré el síndrome Juan Duarte. A este hombre le decían Cuñadísimo. Era secretario privado de Perón y hermano de Evita. También le decían Jabón Lux porque lo usaban “nueve de cada diez estrellas de cine”. O sea, farandulización, negocios y lazos familiares. El cuñadismo alcanzó notables picos con Menem: Amira y Emir Yoma. Y el otro matiz del síndrome Juan Duarte ha sido clamorosamente recogido por los hijos presidenciales. Si Juancito enamoraba a Fanny Navarro y Elina Colomer, hoy el delfín presidencial tiene a la exótica Shakira. ¿Y qué impertinencias del olvidado Juancito no asoman por detrás o por delante de los ambiciosos emprendimientos del junior presidencial?


    El desencanto se enlaza con la resignación. Hay ciertas certezas de las que la democracia argentina pareciera no poder retornar. Un reciente libro de José Nun plantea un interrogante sobre ella: la democracia, ¿es el gobierno del pueblo o el gobierno de los políticos? Que sea lo primero y no lo segundo es todavía un motivo para no entregarse, para luchar, si no por un país o por la Patria, por un territorio en el que todavía la decencia encuentre un hogar.