Menos y más pobres

    Cuando un mensuario de la comunidad judía local publicó, en la tapa de una edición reciente, una nota con el título “Villeros judíos”, a muchos se les heló la sangre. Entre los afectados no estuvieron solamente quienes cultivan el mito del judío todopoderoso, propietario de bancos y de medios de comunicación, sino también aquellos que en el interior mismo de la colectividad preferían no saber y escudarse en el cómodo “de eso no se habla”. La realidad es que, como la mayoría de los argentinos, los judíos vienen sufriendo un proceso de pauperización que hasta ahora parece no encontrar su límite.


    Ricardo Feierstein ­investigador, escritor, autor de Historia de los judíos argentinos­ asegura: “Durante el menemismo y el primer año del gobierno de la Alianza, la comunidad judía se proletarizó o descendió socialmente; no obstante, un pequeño grupo que pudo tomar el tren menemista se aseguró un rápido crecimiento ligado al negocio bancario, financiero, y a las privatizaciones. Todo esto contribuyó a generar focos de tensión dentro de la comunidad. Ya no se trata de una colectividad más o menos uniforme, integrada por 60 o 70% de familias de clase media”.


    El testimonio del religioso David Katche ilustra el panorama social: “Hago mi trabajo en villas miseria y en barrios como Ciudad Libertad, Fuerte Apache, Ciudad Evita, Paso del Rey. El otro día fui a practicar una circuncisión a una casa que no tenía ni siquiera una pileta para lavarse las manos en la cocina; había que salir prácticamente al campo. Visito casas que no tienen ni un piso de ladrillo, ni vidrios en las ventanas: la gente tiene que poner trapos para cubrirse del frío”.


    Los nuevos pobres parecen ser el sello de la comunidad judía del 2001: según cifras de varios investigadores, rondarían las 30.000 personas. Frente a esta verdadera epidemia social, la reacción comunitaria no se hizo esperar. Ni la oficial, a cargo de la Asociación de Mutuales Israelitas en la Argentina (Amia), que fue creada con estrictos fines asistenciales, ni la de la vasta red de organizaciones comunitarias, comedores populares, templos, asociaciones laicas, escuelas y clubes, que ensayan una asistencia solidaria con mucha voluntad y en muchos casos también exitosa.


    Claro que esas mismas instituciones judías no podían permanecer ajenas a los avatares del país, ni eximirse de los padecimientos generales. La Amia, entidad madre de la comunidad, disponía durante 1999 de $ 240.000 mensuales para distribuir en ayuda social. El último año tuvo que arreglárselas con menos de la mitad. Con grandes dificultades para obtener créditos, las autoridades de la Asociación se debaten entre pagar los intereses de una tremenda deuda contraída por las administraciones anteriores (alrededor de US$ 300.000 mensuales, sólo a los bancos) o llamar a una convocatoria de acreedores para poder destinar ese dinero a la ayuda social y a los sueldos de sus empleados, que llevan varios meses atrasados.


    Resultaron por cierto paradigmáticos los escándalos financieros que rodearon a los cierres de los bancos Patricios y Mayo, y con ellos a dos figuras prominentes de la colectividad del fin del milenio: Sergio Szpolsky, ejecutivo del Patricios y ex tesorero de la Amia, y Rubén Beraja, ex titular del Mayo y de la Delegación de Asociaciones Israelitas de la Argentina (Daia), un líder largamente reverenciado por amplios sectores comunitarios. Respecto de Szpolsky, opinó el periodista Pepe Eliaschev: “Ese señor es una metáfora de lo peor que le ha pasado a la comunidad judía argentina. Creo que él expresa, de una manera mucho más acabada que nadie, el virus de la menemización, que es la prevalencia de la frivolidad, el imperio de la discrecionalidad, el concepto de que estar sentado sobre una determinada cantidad de dólares genera derechos y legitimidades políticas, y los resultados están a la vista”.


    El atentado


    La primera inmigración masiva a la Argentina fue la de los judíos rusos, hacia 1890. Desde hace más de cien años, los judíos argentinos conviven y se integran con las tensiones, los crecimientos, las alegrías y las tristezas de un país al que quieren con toda su alma. Con avances y retrocesos en un tema tan doloroso como el de la discriminación, estos argentinos que entre tantos otros “descendieron de los barcos”, contribuyeron a construir una identidad en la que la confluencia de etnias, culturas y religiones significó un aporte a la riqueza nacional.


    Pero en situaciones límites y extremas, como lo fue el atentado contra la sede de la Amia en julio de 1994, los judíos argentinos, desde el afuera, fueron percibidos como una totalidad. El horror que costó la vida de 86 personas en pleno centro de Buenos Aires obligó a que las instituciones judías se resguardaran detrás de un gueto virtual. Escuelas, templos, asociaciones laicas, clubes, se vieron obligados a defenderse con barriles de cemento, pilotes, detectores de metales, ventanas selladas, guardias permanentes, presentación de documentos para salir y para entrar.


    Después del atentado contra la Mutual y de su tremendo antecedente, la voladura de la Embajada de Israel, muchos judíos argentinos quedaron convencidos de la responsabilidad que correspondió, por acción u omisión, a sectores cercanos al gobierno de Carlos Menem. El miedo, más la falta de justicia, han dejado en la colectividad una huella tal vez imborrable, un trauma que probablemente no se resuelva, una herida que difícilmente cicatrice si la impunidad sigue siendo moneda corriente en el país. ¿Quién se anima hoy a pedir que se levanten las medidas de seguridad en las instituciones judeoargentinas, si sectores de la propia policía están altamente sospechados de haber colaborado como la mano de obra local que hizo posible el atentado en la calle Pasteur?


    La emigración


    Aunque la paranoia de una extrema derecha civil y militar ­como en el caso de Aldo Rico­ ha fantaseado con la existencia de uno o dos millones de judíos en la Argentina, la realidad es que ellos nunca superaron los 300.000. Y según diferentes y responsables cálculos demográficos, la colectividad judía hoy no excede las 200.000 personas, lo que representa apenas 0,6% de la población total del país.


    La interrupción, desde hace años, de la inmigración judía al país, y la emigración de miles de judíos argentinos que anualmente se trasladan por cuestiones económicas a España, Estados Unidos, Canadá e Israel, conforman una tendencia demográfica declinante. No resultaría sorprendente ­en caso de mantenerse el estado de desánimo social, producto del estancamiento económico­ que la comunidad judeoargentina perdiera por la emigración, en el próximo año, alrededor de 5% de sus integrantes. En este contexto de decrecimiento económico y demográfico, también muchas y tradicionales instituciones comunitarias terminan por quedar grandes, y se ven forzadas a adaptarse a la nueva situación.


    En síntesis, la muerte y la violencia producida por los atentados a la Embajada de Israel y a la Amia perpetúan un dolor que no cesa frente a la impunidad y a la injusticia. Mientras tanto, el judío argentino del 2001, como el conjunto de la sociedad, sufre pensando en la resolución económica de su vida, día por día. Y en este aspecto, no hay diferencias entre laicos, religiosos, o indiferentes. El zapato les aprieta a todos por igual.