La voz más popular de la opinión pública

    La vuelta de la democracia hizo ingresar un nuevo actor a la escena política: los sondeos de opinión pública. Mucho se ha discutido y se discute sobre su legitimidad, sobre su impacto positivo o negativo sobre la democracia, sobre su capacidad de predicción o sobre su poder para influir sobre el comportamiento electoral de los ciudadanos. Lo cierto es que, más allá de las controversias que generan, puede decirse casi con certeza que las encuestas vinieron para quedarse. Y esto por varias razones: porque ya son parte de la información que estamos acostumbrados a consumir, porque nadie que quiera competir electoralmente puede pensar en planificar una campaña sin recurrir a ellas, porque son una herramienta del análisis político y social, porque es una industria en crecimiento, hay profesionales que viven de ellas y universidades que enseñan cómo se hacen.


    Consumidas cada vez por más gente, las encuestas reciben opiniones bastante contradictorias, no sólo de los especialistas sino de la propia opinión pública. Así, una encuesta sobre encuestas(*) muestra que aunque muchos consideran que los sondeos se usan para manipular a los votantes, son muy pocos los que dicen guiarse por ellos para decidir su voto; que aunque la mayoría reconoce que las encuestas han acertado o aciertan en el resultado de las elecciones, esa misma mayoría afirma no tenerles demasiada confianza; y que pese a todos estos cuestionamientos, muy pocos consideran que debe controlarse su realización o prohibirse su publicación.


    Criticadas a la vez que requeridas, las encuestas son hoy una actividad públicamente sobreexpuesta, no sólo por la difusión que sus datos han tenido en los últimos años sino también porque se mueven en un campo de ambigüedades y contradicciones.


    Se mueven, en primer lugar, entre su capacidad de predecir, producto del desarrollo de ciertas técnicas, y su alta probabilidad de cometer errores, debido a la inherente dificultad de predecir el comportamiento de la gente. No debe haber historia de los sondeos de opinión que no se detenga en el relato de cómo George Gallup y Elmo Roper predijeron en Estados Unidos el triunfo de Franklin Roosevelt en 1936, consultando a no más de 4.000 o 5.000 personas, mostrando así la superioridad de esta técnica por sobre la utilizada por una publicación ­la Literary Digest­ que, sobre la base de dos millones de cartas enviadas por sus lectores, anticipó una victoria del candidato republicano. Pocos años después, sin embargo, los mismos Gallup y Roper se equivocaron estrepitosamente cuando predijeron el triunfo de Dewey, que fue derrotado por Harry Truman en las elecciones de 1948. Ejemplos de este tipo, de predicciones contrarias al sentido común (como el triunfo de Raúl Alfonsín en 1983) y de errores compartidos por todos los encuestadores (por poner un ejemplo reciente, casi todas las encuestas publicadas en Estados Unidos dieron como ganador a George Bush y no a Al Gore en el voto popular) está llena la historia de las encuestas. De este modo, cuando los encuestadores predicen, ocupan el lugar de modernos brujos; a la hora de cometer errores se convierten en un centro sobreexpuesto de ataques.


    Se mueven, en segundo lugar, entre el poder que les da ser la voz de la opinión pública ­una opinión pública que muchas veces se alza como criterio de verdad­ y las limitaciones de una técnica que se apoya exclusivamente en el lenguaje, más específicamente en la formulación de preguntas a través de un cuestionario. Así, cuando los entrevistados responden, no necesariamente están pudiendo expresar, a través de una situación de entrevista, toda la complejidad de su pensamiento o de su comportamiento; cuando los encuestadores diseñan las preguntas están, en el mejor de los casos, desplegando un arte más que una ciencia. Y el arte es, muchas veces, objeto de controversia.


    Se mueven, finalmente, en la tensión que genera el hecho de compartir un escenario con otros dos actores más poderosos: los medios de comunicación, encargados de publicarlas, y los políticos, usuarios intensivos y muchas veces propietarios de los datos. Las encuestas son, sin duda, la voz más popular de la opinión pública. Ahora bien, cómo esa opinión pública se relaciona con estos otros dos actores, hasta dónde influye sobre las decisiones de los políticos o es tenida en cuenta por ellos, qué impacto tiene sobre la opinión pública la publicación de los datos de una encuesta o qué factores influyen en la decisión de hacerlo o no, son cuestiones bastante ajenas, por cierto, a las reglas de producción de las encuestas y a sus ámbitos de realización.


    (*) El estudio fue realizado por los alumnos y dirigido por quien escribe esta nota en el marco de la Cátedra de Herramientas de Investigación Aplicada de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires.