Muchos de los argentinos que hoy conservan su estampita de Sai Baba, hacen sus catarsis con las meditaciones de Osho Rajneesh, se declaran budistas, aspiran a la iluminación practicando los giros derviches del sufismo, o invocan algún poder superior sin rostro son los mismos que en la década del ´70 se limitaban a concurrir esporádicamente a misas y templos, obedeciendo sin mucho entusiasmo la tradición familiar. Junto a ellos abundaban los ateos confesos, aunque en muchos casos su ateísmo portara cierta religiosidad no asumida, tan enemiga de ritos y oraciones como capaz de deificar el cambio social y sus vanguardias.
Por el contrario, a comienzos del nuevo milenio la espiritualidad está de moda y despierta búsquedas ansiosas en los mismos sectores ilustrados que otrora se psicoanalizaron religiosamente, mientras inspirados por Marx y Freud juzgaban como opiácea la prédica de cualquier religión. ¿Simplificación bizarra? Quizá. Pero el fenómeno de lo espiritual no ortodoxo existe no sólo en estas latitudes, y le ha hecho sentenciar al investigador estadounidense Bill Moyers: “Cualquier periodista digno de este nombre sabe que el auténtico tema de hoy consiste en definir qué significa ´ser espiritual´. Esa es la mayor noticia, no sólo del decenio sino del siglo”.
En la Argentina, ¿es la huella del terror setentista el cauce por el cual corren los actuales ríos de búsqueda espiritual? Difícil interrogante y más dificultoso aún el encuentro de una respuesta certera. De todas formas, resulta notorio que luego de aquella década de oscurantismo (extensible a la guerra de las Malvinas), temas como el Bien, el Mal y la Verdad así, con mayúscula dejaron de pertenecer exclusivamente al coto cerrado de las explicaciones religiosas para conmover a amplios sectores de una ciudadanía horrorizada por lo que se supo a partir del juicio a las juntas militares y el relato de los sobrevivientes: la existencia de campos de tortura, los vuelos de la muerte, la desaparición de seres humanos… A partir de allí, el destape democrático comenzó a incluir quizás inevitablemente la rebelión frente a muchas formas de dogmas absolutos, incluidos los de las grandes religiones institucionalizadas.
En este marco se produce en Buenos Aires la irrupción del fenómeno de los gurúes, encabezado por el brasileño Triguerinho y el hindú Sai Baba, quienes a finales de los ´80 llegaron a concitar entusiasmos impensados entre profesionales de clase media educada y acomodada que de pronto comenzaban a creer en milagros y ciudades intraterrenas pobladas por seres de otros planetas, incorpóreos y a diferencia de los maléficos marcianos hollywoodenses de los ´50 benignos.
Aunque aquel furor ya pasó, persistió el abandono de las creencias heredadas y la exploración de otros caminos espirituales, fuertemente influidos por Oriente. Hoy en día trazar un recorrido de estas búsquedas requiere incursionar por diversas escuelas, maestros y guías, disciplinas y rituales que van desde el budismo tibetano hasta las escrituras vedas, pasando por el reiki, el taoísmo, el yoga, ciertas artes marciales como el aikido, la lectura del I Ching o la psicología transpersonal. Y es que, así como la principal virtud religiosa es la obediencia a mandamientos y leyes santificadas por las instituciones reconocidas, parecería que los actuales buceadores del espíritu parten de la incerteza y la puesta en juicio de toda autoridad; exploran un país que todavía no ha sido cartografiado y a lo largo del camino nada les impide probar distintos senderos.
Los fanáticos cazadores de sectas suelen meter a todos y a cualquiera en la misma bolsa; sin embargo, y a pesar de que el fenómeno se presta indudablemente para que proliferen muchos sucesores del mano santa que encarnó Olmedo, también es cierto que desde el campo de las ciencias duras, y al menos en el primer mundo una fuerte corriente liderada por quienes se dedican a la física cuántica se ha tomado bien en serio a estas viejas-nuevas formas de misticismo.
Las ideas de los médicos Stanislav Grof o Deepak Chopra que en varias oportunidades han visitado exitosamente la Argentina, del psicoanalista Carl Jung, del mitólogo Joseph Campbell, del filósofo Krishnamurti, del biólogo Rupert Sheldrake, del Premio Nobel Illya Prigogine, nutren las reflexiones de quienes han declarado terminada la antigua guerra entre ciencia y religión. Mientras el campo de la medicina observa atentamente el papel que desempeña la meditación en la sanación, y una iconoclasta espiritualidad feminista amparándose en las investigaciones de la antropóloga Marisa Gimbutas reivindica el retorno de la Diosa, directivos de algunas grandes transnacionales comienzan a incorporar como motivación del personal no sólo la recompensa económica sino las oportunidades de “crecimiento personal y espiritual”.
Es un terreno cuya vegetación crece en forma desordenada, pero a la que muchos ven raíces profundas, y cuyos brotes llegan incluso a las grandes religiones tradicionales: la Iglesia Católica no sólo ve con preocupación el crecimiento de los grupos evangelistas a costa de su grey, sino que en su propia casa asiste con desconfianza a los alborotados rituales de católicos carismáticos; la rama ortodoxa del judaísmo enfrenta con no poco temor la irrupción de mujeres en el rabinato, y el islamismo renueva antiguas suspicacias frente al crecimiento del misticismo sufi en Occidente. Evidentemente, la movida espiritual signa los albores del nuevo milenio. Y todo parece indicar que esto recién empieza.
Norberto Padilla, secretario de Culto de la Nación “No conocemos -Teniendo -En efecto, -¿La -Tenemos -Recién -Con el -¿Existe -Partamos -¿Hay -Lamentablemente, Horacio |
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