Con el inicio del nuevo año, es bueno plantearse cuáles son las principales responsabilidades de los políticos vinculados con la ética y la justicia, en decisivos tiempos de cambio y desarrollo.
El tema es desmesurado, pero quiero referirme sólo a algunos pocos aspectos del mismo, aclarando antes que nada que considero que el desarrollo comprende conjuntamente al crecimiento económico y al avance social.
Pienso que en principio debiera referirme a la conocida distinción entre ética de las convicciones y ética de la responsabilidad, que plantea permanentemente dilemas de intensa profundidad a los políticos de todo el mundo y que, en una visión extrema, en cierta forma se confunde con la diferencia entre legalidad y legitimidad.
Aunque no se puede incurrir en una suerte de relativismo moral, y sabemos que siempre hay que privilegiar las convicciones, no es posible caer en un fundamentalismo ético que provoque la deslegitimación o la ilegalidad. Frente a un problema de esta naturaleza, podría concluirse que siempre se estaría frente a una ética de principios, a condición de que los medios se correspondan con finalidades nobles que en definitiva los determinan, puesto que no se podría aceptar una especie de pragmatismo amoral, capaz sólo de invocar meras razones oportunistas.
Dicho esto, procuraremos señalar algunos aspectos de nuestra realidad que implícitamente definen la responsabilidad ética de los políticos sin distinción de pertenencia al centro o a la periferia, sin perjuicio de advertir acerca de ciertas obligaciones específicas.
Comencemos por recordar que un componente básico de la democracia, en su dimensión ética y política, es la inclusión. Es imposible concebir la democracia sin un control de la sociedad sobre el poder. Aunque en el borde del extremismo elitista todavía se sostiene que no hay razones para rechazar como impropia cualquier exclusión, cada vez con más fuerza se abre camino la convicción de luchar contra lo que caracteriza la “era de las desigualdades”, como condición necesaria para preservar la paz social a través de una reformulación del concepto de igualdad que se proyecte de las más diversas maneras al campo social.
El derecho de cada uno a autogobernarse que otorga la democracia es decisivo para la creación de un espacio político que lo proteja contra la omnipotencia del Estado y para la distribución de los recursos, incluidos los del poder, porque garantiza una participación igualitaria. La ética social, es decir los valores que privilegia una sociedad, se concreta en la ley, que sólo si los expresa y es respetada por la autoridad supone la existencia de la democracia. Porque solamente de este modo se cumple con la legalidad que la sociedad ha estructurado, garantizando una inacabable marcha hacia el ideal que la define, minimizando la coacción, maximizando el consenso y aceptando el disenso que consagra el pluralismo.
Si la política se limitara a la administración, en vez de procurar resolver los problemas del presente y discutir el futuro, y los asuntos complejos fueran resueltos por los técnicos sin debate alguno, mientras los ciudadanos se ocupan de sus asuntos privados, sin noción de pertenencia y responsabilidad, y no se sintieran ligados a una cultura y a una historia, la democracia tendería a desaparecer debido a la carencia del diálogo y a la inexistencia de control sobre el poder. Aunque todavía se critica a la democracia ateniense porque la actividad pública de los ciudadanos les impedía ocuparse de los problemas privados, lo cierto es que en un mundo sin deliberación, sin comunicación, sin vínculo social, lo que puede esperarse no es otra cosa que sociedades incapaces de concebir siquiera lo que desean, en el marco de una degradación irreversible. Nadie puede esperar el desarrollo ante esta situación.
Pero precisamente cuando tantos países experimentamos graves dificultades, su escenario político está increíblemente limitado. Hay temas que no pueden plantearse, porque pueden irritar al mercado. Iniciativas que no conviene impulsar porque contradicen la condicionalidad de préstamos que otorgan organismos internacionales de crédito. Se suele cambiar la docencia, propia de la actividad política por un seguimiento absurdo a las encuestas, distorsionadas por un manipuleo que considera a los ciudadanos como meros consumidores. Sólo parecen quedar los extremistas, verdadera lacra de la política, ya se inscriban en la derecha o en la izquierda. Así se anticipa la crisis de Estado, que ocurre cuando la sociedad se separa de él.
Es entonces a través de la cultura, que además da sentido y contenido a las instituciones y al desarrollo, entendido, reitero, como crecimiento económico y afirmación de la justicia social, donde hay que cimentar la democracia. Es la cultura la que define la orientación ética de la sociedad, de acuerdo con sus juicios valóricos. Lo que hay que ganar es una batalla cultural. Esta es la primera responsabilidad de los políticos.
La cultura y, consecuentemente, la ética, se consustancian asimismo con lo que recientemente se ha denominado el capital social de una sociedad y que ha comenzado a tenerse en cuenta como factor del desarrollo. Lo define, lo destruye o lo impulsa, según tienda o no a generar actitudes de confianza, comprensión de lo público, comportamientos altruistas, respeto a la legalidad, correcta concepción cívica, rechazo del contraste de ingresos y riqueza; procure igualdad de oportunidades, cohesión social evidenciada en comportamientos privados y públicos, individuales y colectivos; estimule con vigor la solidaridad, entre otros componentes. Para engrandecerlo se requiere que los políticos comprendan la inexcusable responsabilidad de priorizarlo.
Creo que desde esta valoración ética se puede incorporar a la concepción del capital social al llamado tercer sector de la economía, particularmente en tiempos en que la tecnología desplaza al hombre del trabajo. Mencionemos al cooperativismo, al mutualismo y, por extensión, a las organizaciones no gubernamentales que procuran concretar diversos objetivos generalmente exclusivos a través de una decidida voluntad asociacionista con auténtica vocación de servicio, complementando o exigiendo determinadas acciones por parte del Estado o de los partidos políticos.
Deseo mencionar también otra responsabilidad, fundamental para el desarrollo, con profundas connotaciones éticas, no siempre tenida en cuenta por quienes plantean el crecimiento, sin otras consideraciones, de la economía. Se trata del llamado capital humano, determinado principalmente por la alimentación, la salud y la educación.
Hace también a una concepción ética convenir en que el Estado debe proteger al individuo contra la coacción del poder económico y a la sociedad contra la coacción de las masas si su accionar supera la legalidad. Es la protección frente a los fundamentalismos, frente a los extremismos, frente a los populismos. Importa la responsabilidad de los políticos de no alejarse nunca de la justicia y siempre de la demagogia.
Del mismo modo, se vinculan también a la ética y al desarrollo las conquistas sociales que permitieron dignificar el trabajo humano y otorgaron a los ciudadanos la posibilidad de vivir de su tarea y, a la vez, sentirse miembros de un proyecto nacional con un futuro previsible, que han sido avasalladas. Con la consigna de “un Estado mínimo” que fue presentado en sociedad como un ejemplo de eficiencia, antiburocratismo y progreso, el fundamentalismo economicista eliminó de un plumazo aquellos derechos y dejó inermes a millones de personas que sólo aspiraban a vivir con dignidad.
Dos premisas definen la posibilidad de ser un Estado: la autodeterminación en el orden internacional y su autonomía en el campo interno. No es solamente un aparato de gobierno: engloba al conjunto del campo institucional, es decir a las propias instituciones que lo estructuran y tienen el poder de decidir en su nombre, principal o secundariamente, y a la colectividad gobernada, porque el poder y la sociedad son indisolubles.
Por ser abierta, la democracia tiende a producir resultados éticamente aceptables en una sociedad estructurada sobre una idea consensuada de lo justo y facilita el control del programa de gobierno por parte del pueblo, que es el mejor juez de su propia idoneidad y de sus propias limitaciones. Afirmar lo contrario equivaldría a sostener que muchos temas deben quedar fuera de su competencia, generando una delegación permanente. He aquí otra responsabilidad fundamental de la política.
Aunque no excluye una cierta jerarquía funcional, el fundamento ético del Estado, que es conjuntamente aparato de gobierno y sociedad gobernada, lo obliga a servir al hombre en la lucha que le impone su propia naturaleza: su perfeccionamiento constante a través de los tiempos y la permanente búsqueda de la igualdad a nivel universal, para que cada uno, en el lugar en que se halle, en el tiempo en que viva, pueda obtener aquello que siente que le falta para ser reconocido en su esencial dignidad humana.
Como el interés de cada ciudadano se vincula y en definitiva depende del interés general, los ciudadanos deben contar con la oportunidad de conocer igualitariamente las cuestiones a discutir. El principio de igualdad rechaza toda práctica tendiente a la desinformación y a la manipulación que siempre inciden tramposamente en la toma de decisiones. Es responsabilidad esencial de la política promover la correcta y profunda información del pueblo.
Se ha sostenido, a mi juicio acertadamente, que el criterio más frecuentemente adoptado para distinguir la derecha de la izquierda es el de la diferente actitud que se asume frente al principio de igualdad. Los procesos de desocupación creciente, de disminución del salario real y el incremento del contraste social nos colocan ante un proceso de cambio epocal. El vertiginoso avance tecnológico desalojó al hombre del campo. El que se produjo en la industria, lo expulsó de la fábrica y, finalmente, el que se desarrolla en los servicios provocará más despidos en ese sector. El nuevo proceso de desarrollo estará seguramente acompañado por una lucha hacia la igualdad, que muy probablemente se produzca tanto en los países centrales como en los periféricos, y entonces sí, aunque en un sentido distinto al que pretenden los sectores “satisfechos”, a lo mejor es preciso cuidar la libertad, frente a posibles explosiones de los pueblos o la aparición de nuevos “mesianismos”. De todos modos, éste será el siglo de la búsqueda de la igualdad. Y si no queremos que se desenvuelva en una cruenta lucha de clases, los políticos deberemos movilizarnos, incluso por encima de las ideologías, levantando las banderas de una ética de la solidaridad
Si los pueblos vieran ahora que los cambios que se producen no engrandecen la libertad y la dignidad, sino que fomentan la codicia e instalan la injusticia, otra vez el mundo se sacudiría en la confrontación.
Las reformas institucionales de un país son de una importancia mayúscula para lograr los consensos suficientes para garantizar la convivencia, condición para el desarrollo que, sobre todo, establezca los limites a la igualdad que están dispuestos a tolerarse porque no lesionan la dignidad humana y porque expresan un rumbo hacia la igualdad de poder político. Constituyen de por sí un programa o, si se quiere, determinan una agenda política a través de la permanente búsqueda de su cabal cumplimiento.
Resulta imprescindible emprender la tarea de asegurar el Estado de Derecho y dar contenido concreto a la igualdad de oportunidades, es decir, poner en marcha una sociedad de progreso en la que el crecimiento del conjunto sea sentido como una condición para el progreso de cada uno.
Es necesario trabajar para lograr una distribución equitativa y justa de la capacidad de influir en las decisiones públicas, contra la que conspiran la concentración del poder económico, la excesiva extranjerización de la economía, la deuda externa, los déficit de la cuenta corriente, una distribución desigual de la educación y de la capacitación, una creciente vulnerabilidad externa y todo tipo de corrupción.
Se trata de resolver estos desafíos de manera honesta, consistente y progresista, en sintonía con los objetivos de una democracia sin menoscabo ni restricciones espurias, y de hacerlo atendiendo a una economía que necesita ordenarse y crecer para asegurar sus bases mínimas de sustentabilidad, apoyada en la armonía, la justicia y la eficiencia. Una organización política en la que los agentes del poder, aunque elegidos por el pueblo, lo ejerzan para medrar y no para servir, donde reine la corrupción y el peculado, y se actúe según intereses no institucionales, no es una democracia en el sentido aquí expresado y actúa poderosamente en contra del desarrollo. La democracia tiene que ser un sistema que no se autodestruya ni incite o invite a su destrucción, a partir de la exhibición permanente de carencias o vicios que aumenten sus debilidades y erosionen la credibilidad de los dirigentes. Antes bien, a cada flaqueza o deformación grave en las conductas y los procedimientos debe seguir el mecanismo correctivo que sólo el Estado de Derecho provee.
También exige combinar la dimensión de la modernización con el reclamo ético, que en el proceso de construcción de una democracia estable implica la articulación de una serie de valores que se redefinen en su interacción, puesto que la modernización es calificada por sus contenidos éticos, y la ética lo es por el proceso de modernización.
No digo nada nuevo cuando señalo que la democracia produjo severos desencantos debido al incumplimiento de sus objetivos. Es cierto: se ha hablado de los déficit en materia de autogobierno y de igualdad, así como de deformaciones en los sistemas de representatividad, demoras en el tránsito a la democracia social y fallas en la educación para la ciudadanía.
Luego de la gran tarea de descolonización emprendida hace décadas, comienzan a imponerse nuevas formas de dependencia que parecen generar un orden desde el que no se avizoran sino nuevas y cada vez más insoportables exigencias para los miembros más débiles del sistema internacional. Sus secuelas son bien conocidas: la reducción de la independencia política de los menos poderosos, un orden económico crecientemente injusto, una forzada homogeneización del mundo que esteriliza los estilos nacionales.
De esta forma, la aspiración al progreso y a la justicia parece sucumbir en aras de proyectos egoístas que clausuran las alternativas de una paz auténtica.
El crecimiento del reparto forzado e inequitativo de la riqueza, la violación de la integridad de los estados a través de formas directas e indirectas de intervención, el terrorismo y los medios clandestinos de acción internacional forman parte de esta lógica del mundo actual, cuya justificación pareciera ser la intención de mantenerse al margen de los efectos provocados por los hechos que esa misma lógica de insensatez genera.
De este modo, se actúa como si no tuvieran nada que ver la riqueza y la estabilidad del Norte con la pobreza y la inestabilidad del Sur. Como si no afectara a la paz del Norte la convulsión del Sur. Como si los polos y enclaves del desarrollo avanzado, la concentración de la riqueza y el dinamismo posindustrial pudiesen desligarse de los entornos de miseria y marginalización. Como si indefinidamente pudieran convivir dos mundos, sin tocarse, sin afectarse: el mundo de la prosperidad y el mundo del atraso.
Para terminar, quiero reiterar algo que ya he expresado: pienso que hay que emprender una gigantesca reforma cultural, es decir ética, que instale un respeto general por normas de convivencia que garanticen los derechos civiles, que generalicen la tolerancia y resguarden las libertades públicas. La única alternativa a una cultura de la ajuridicidad, que habilita la violencia de arriba y la de abajo, es una cultura democrática. Goebbels decía que cuando escuchaba la palabra cultura sacaba el revólver. Cuando oigamos el argumento fundamentalista, una actitud sensata será sacar la palabra educación, que es, en última instancia, el único camino para la elaboración de consensos racionales, capaces de vincular la ética al desarrollo.
Raúl Alfonsín fue Presidente de la Nación 1983-1989. Presidente del Comité Nacional de la UCR.