La cámara oculta, en sus más diversas vertientes, domina desde hace rato el escenario mediático. Y no por casualidad. Con el triunfo planetario del mercado globalizado como tótem máximo e indiscutible, el debate político, que ocupaba un lugar central y neurálgico en la agenda periodística, va cediendo ante la información general, la anecdotización de la noticia, el chimenterío desatado y la vacuidad sistemática en el tratamiento de cualquier tema, todo ello sazonado de un erotismo precario y de cierta brutalidad.
Con tan desolador panorama, no es raro que la cámara oculta humorística (bloopers), la cámara oculta periodística (escrache de ilícitos) y la cámara no tan oculta sino consentida de los reality game shows (en la Argentina, Expedición Robinson, Solos en la casa, El momento de la verdad, y muy pronto, Gran Hermano) sean las auténticas estrellas de la TV en cualquier latitud, relegando a los programas convencionales de juego y, por sobre todo, a los ciclos de ficción.
Su estética desprolija e inquietante, su erizada edición a contrapelo, con subtítulos que aclaran el audio defectuoso, generan, por contraste con el depurado y previsible entorno televisivo, una atracción que cederá tan pronto este estímulo se generalice, como lentamente comienza a suceder.
“En la era en que se considera exitoso un programa si sobrevive trece semanas, no se ha visto que un ciclo siga agradando a millones después de 51 años”, ha dicho Peter Funt, productor de Candid Camera, que emite la cadena estadounidense CBS. Es que el programa fue concebido nada menos que por el padre de Funt, verdadero precursor de la cámara oculta para cazar gente en el acto de ser ella misma.
El introductor local del sistema no fue otro que Nicolás Pipo Mancera, en sus famosos Sábados Circulares, allá por marzo de 1962. El famoso animador argentino, que tiene registrada a su nombre la marca cámara sorpresa, atesora en su archivo centenares de horas que filmó en su momento, a la espera de que alguien le pague para volverlas a exhibir.
Después de aquellos registros ingenuos, naturalistas y respetuosos de Mancera, producidos en conjunto con el cineasta Guillermo Smith, en el país el sistema invernó prácticamente treinta años, hasta que a comienzos de los ´90, de distintas maneras y por separado, Marcelo Tinelli y Mario Pergolini y detrás de ellos una pléyade de imitadores los reflotaron de manera exacerbada y controvertida. Tanto, que a los dos les tocó alguna vez comparecer ante los estrados judiciales, denunciados por las víctimas de algunos de sus chistes más gruesos.
En un proceso gradual, que llevó años, ambos se fueron desprendiendo de esas letales cámaras ocultas, o las empezaron a usar contra los famosos y no ya en perjuicio de los indefensos anónimos. Ellas, en cambio, empezaban a ser utilizadas de manera creciente por la corporación periodística.
El precursor de esta variante en la Argentina fue Edición Plus, en 1992, dos años después de que Telefé Noticias empezara a incentivar a los televidentes a empuñar sus camaritas caseras para convertirse en cazadores de noticias y sólo un año después de que el fotógrafo amateur George Holliday registrara en Miami durante dos minutos la paliza feroz que la policía local le dio al ciudadano negro Glen King, una escena que vio el mundo entero.
Pero fue Telenoche, en 1993 por medio de su sección Telenoche Investiga, que se convirtió en programa independiente el año pasado quien las capitalizó y catapultó fuertemente, con notas de alto impacto que no sólo lograron títulos de tapa, sino procesamientos y hasta el encarcelamiento de personajes pillados con las manos en la masa.
La ficción, se dice, suele anticipar la realidad. Así, el film The Truman Show planteó de manera exagerada lo que hoy ya es moneda corriente en la televisión de todo el mundo: cámaras que al principio no son ocultas, sino aceptadas por los protagonistas de novedosos ciclos, terminan siéndolo por mero acostumbramiento.
El mecanismo siempre es el mismo, aunque se disimulen con diversos matices y consignas: se trata de aislar a un grupo de personas desconocidas entre sí, forzándolas a la convivencia y a competir entre ellas para acceder en soledad al premio mayor, luego de haber eliminado a todos los demás. El paso de los días, la ausencia de cosas que hacer, la vida en un entorno artificial creado exclusivamente para el entretenimiento voyeurista de las hambrientas audiencias televisivas, y las férreas consignas marcadas por la producción de cada programa, lleva a los participantes a situaciones límite, en las que los conflictos de todo tipo y las relaciones personales terminan forzosamente en carne viva.
La puesta en escena de estos ciclos siempre intenta ser aparatosa: Expedición Robinson tiene lugar en una misteriosa isla del Caribe panameño, Hermano mayor encierra a sus conejillos de Indias en una claustrofóbica casa de la que no pueden salir durante cien días, El bus introdujo la variante de llevar a un grupo de gente a recorrer España montado en un micro, y hasta la estadounidense CBS fantasea con poner en órbita espacial al ganador de un ciclo de similares características.
Nada de esto se venía viendo, lo que ha venido a sacudir un poco a las aletargadas audiencias, cuyos ojos no alcanzan para abarcar la sobreoferta de la TV cable y satelital, que ha sepultado a la otrora poderosa y monopólica TV abierta. Sólo un dato alcanza para comprender su preocupante situación actual: sumando el rating insignificante de cada señal de cable a disposición del público, la audiencia acumulada es igual al puntaje de Telefé y Canal 13 juntos.
De allí la necesidad de crear estos pseudoacontecimientos que terminan ocupando gran espacio en la prensa escrita y que, a la postre, devuelven a la TV abierta al centro del escenario. En la emisión final de Expedición Robinson hubo un pico de 35 puntos que, salvo en el caso de alguna final de fútbol, hacía mucho que la televisión no registraba.
Con la audiencia tan atomizada no hay que olvidar, además, a la otra pantalla, la informática, que cada vez devora más tiempo y suma adeptos fanatizados, los esfuerzos de la TV por aire para recuperar la atención de un televidente cada vez más disperso y con menos paciencia deberán ser mayores y extraordinarios.
En el 2001 se asistirá, con seguridad, a un verdadero duelo de titanes: Telefé y su dueña, Telefónica, propietaria a su vez de Endemol, la compañía holandesa que fabricó Gran Hermano, tratará de doblarle el brazo a Promofilm, la productora de Horacio Levín que importó Expedición Robinson, y que se está convirtiendo en experto en este tipo de programas, bajo el ala protectora de Canal 13 y del grupo Clarín.
La familia de las cámaras ocultas y sus sucedáneas tiene cuerda para rato: cuídese porque andan sueltas, y allí donde se le ocurra ir, banco, playa de estacionamiento o shopping, siempre es posible que haya una esperando y usted puede ser, sin saberlo, su próxima víctima.