El arte de jugar

    A principios de los ´90 llegaron a la Argentina los rumores del tamagotchi, una mascota virtual. Se trataba de una suerte de reloj digital que se suponía era un animalito electrónico, al cual se debía alimentar y cuidar como a una mascota real, pues de otro modo enfermaba, e incluso podía morir. Los opinólogos de siempre alzaron sus voces: la tecnología corrompía nuevamente las mentes infantiles. La vida virtual, aseguraban, confundía las ideas de los niños y empañaba sus concepciones acerca de la vida real: le quitaba seriedad a la muerte y alteraba el ritmo de su aprendizaje respecto de las funciones vitales de las criaturas vivientes. Todo esto, deducían los especialistas, era culpa de la irresponsabilidad en el uso de la tecnología.


    Por supuesto, como tantos otros apocalipsis ­el cometa Haley o el YK 2000, sin ir más lejos­, el tamagotchi pasó por el mercado nacional sin pena ni gloria, ni dividendos. Quién sabe si llegarán al centenar los niños argentinos que tuvieron alguno en su casa. Lo seguro es que no deben llegar a un centenar los que se acuerdan de ese juego.


    Este ejemplo se relaciona paradójicamente con la historia de unas criaturas similares a los tamagotchi, que sí pasaron con gloria por la Argentina de fines de los setenta, y dejaron millonarios dividendos: los sea monkeys.


    Nunca se supo exactamente qué eran. La única manera de describirlos es considerarlos solamente un producto: eran unos sobres de polvo blanco. El packaging aseguraba que al disolver el polvo blanco en agua, cada partícula de polvo blanco daría origen a un mono de mar. Estos monos de mar se comunicaban entre sí, por medio de gestos nunca explicados, con los humanos. No sólo generaban una familia, sino también una civilización. El prospecto aseguraba que los sea monkeys eran inteligentes. La caja con los sobres y el prospecto traía también una lupa para observarlos. Una de las líneas del prospecto aseguraba que entre los sea monkeys existían jerarquías.


    Pues bien, los sea monkeys eran polvo blanco, no más inteligentes que los microorganismos que utilizan los detergentes. Nada se podía ver con la lupa, más que polvo blanco, y nada en especial se pudo haber visto tampoco con un microscopio. Pero se vendieron millones de sobres, lupas y cajas. Los adolescentes y niños argentinos, también sus padres, ubicaron su pecera de sea monkeys en el centro de la casa. Sin ver nada, sin jugar a nada. Mirando la nada con la lupa pertinente.


    Uno de los elementos más geniales de esta estafa, que debería ser material de estudio para los semiólogos, era la propuesta de un lenguaje que los humanos jamás entenderían. Se le garantizaba al comprador que el sea monkeys se comunicaba con él, pero en un lenguaje incomprensible. ¿Existe un modo más patético y genial de vender una ilusión?


    En resumen: la máxima tecnología expresada en el tamagotchi, una mascota virtual, era lo mismo que un producto con tecnología cero, el sea monkeys. Pura imaginación. Es evidente que no hace falta la menor tecnología para convertir algo en un juguete exitoso y que, por el contrario, toda la tecnología del mundo puede resultar inútil para convertir en juguete a determinado objeto. La imaginación genera merchandising. En otras palabras, la tecnología lúdica se devora a sí misma, pero los juegos vinculados con la imaginación pura se mantienen con sorprendente persistencia en el tiempo.


    Argentinos no hay


    En los últimos 20 años desapareció la industria del juguete en la Argentina. No se piensan, no se diseñan y no se construyen juguetes en la Argentina destinados específicamente a niños argentinos. Los pocos fabricantes compran las licencias extranjeras, y en todo caso las adaptan mínimamente para el mercado nacional.


    Lo curioso es que, en una industria donde el factor preponderante es la imaginación, ésta haya desaparecido por completo del proceso de fabricación de juguetes. Evidentemente, la compra de licencias extranjeras como toda estrategia elimina la imaginación como elemento. ¿Es imposible pensar en juguetes nacionales que, diseñados a partir de las preferencias de los argentinos, puedan hacer frente al merchandising de Pokemon? ¿Es imposible invertir en imaginación, en pensadores, en diseñadores que, desoyendo las voces del marketing, intenten recuperar una mística del juguete nacional? No se trata de chauvinismo, sino de buscar una solución racional a la debacle que señalan jugueteros y empresarios: las ventas de juguetes han caído entre 30 y 50% en los últimos 12 meses.


    Sin embargo, a mediados del año pasado, en el Centro Cultural Recoleta se instaló una fábrica de juguetes. Profesionales especializados y pedagogos recibían a niños mayores de seis años y les entregaban serruchos, martillos, maderas y diversos materiales y herramientas para que construyeran sus propios juguetes. La propuesta fue un éxito en todos los sentidos: de concurrencia y de satisfacción por parte del público. También el Museo de los Niños, en el Shopping Abasto, mantiene una aceptable concurrencia. ¿Es factible, como estrategia comercial, por parte de empresarios y jugueteros, pensar emprendimientos que valoricen el arte de jugar, que inviten a los niños a grandes salones en los que se encuentren juguetes especialmente pensados para ellos? Claro, harían falta asociaciones, inversiones, apuestas al futuro. Pero no parece más alocado que esperar sentado a que caiga la persiana como una guillotina.


    Tiempo y ganas


    Una parte de la humanidad creció esperando que el cambio de milenio la enfrentara con un mundo radicalmente distinto. El transporte terrestre inter-urbano sería totalmente reemplazado por el aéreo, los hombres serían indistinguibles de los hologramas, robots idénticos a seres humanos realizarían el trabajo bruto. El futuro, para los prepúberes de finales de los ´70 ­entre los que se cuenta el autor de esta nota­ era una mezcla de películas de ciencia ficción con final feliz. Y el futuro se llamaba, sin duda alguna, año 2000.


    En un libro de curiosidades de aquellos años ­Cómo funcionan las cosas, o Cómo es nuestro mundo, o algo por el estilo­, los autores se habían animado a profetizar, siguiendo la línea evolutiva darwiniana, cómo sería el hombre del año 2000: dibujaban a un calvo ­muy parecido al pequeño saltamontes de Kung Fu­ vestido con un jogging azul, pegado al cuerpo. Es cierto que este año, 2001, muchas personas se habrán quedado totalmente peladas, y que entre ellas habrá no pocos excéntricos a los que se les dé por ir a trabajar con un jogging azul enterizo pegado al cuerpo, pero probablemente nadie supondría que ése es el modelo de hombre del siglo XXI.


    El tránsito de un siglo a otro no ha provocado un cambio abrupto ni repentino en el comportamiento ni en la apariencia humana. Chicas y chicos continúan jugando a las figuritas, al fútbol y a las muñecas. Muchas modas han pasado ­desde las Tortugas Ninjas hasta los actuales Pokemon­, pero la voluntad de jugar no pasa nunca. Conseguir el tiempo para jugar y mantener las ganas de imaginar juegos continúan siendo algunas de las utopías más saludables que los hombres puedan proponerse.