De la tribuna a la pantalla

    La campaña electoral del ´99 no sólo estuvo caracterizada por la centralidad de la televisión como recurso dominante, lo que había venido sucediendo desde hace años. En esta oportunidad la publicidad, es decir los avisos más elaborados, incluso con la participación de actores o argumentos audiovisuales variados, revelaron la intención de los candidatos de recuperar una iniciativa que en campañas anteriores había caído en parte en manos de los periodistas que controlan los programas políticos de debate.


    Incluso los ocasionales actos partidarios estaban destinados a su recuperación gráfica y audiovisual, y su impacto no era medido en términos de la participación efectiva sino del alcance procurado por su retransmisión.


    El pulso de esa campaña estuvo marcado más aún que las precedentes por la regularidad de las encuestas de opinión, y la expectativa e incluso la intensidad de la campaña se iba desplazando de uno a otro distrito según la paridad de la puja que los sondeos indicaban.


    La magnitud de los cambios que se están produciendo en la vida política se pueden estimar ponderando las características callejeras y tumultuosas de la campaña electoral que en 1983 marcó el inicio de un ciclo democrático duradero. Ese era un período de transición. La acción de los partidos se basaba aún en el esfuerzo militante, en la publicidad gráfica y en la organización de actos públicos que constituían una demostración de fuerzas destinada a cohesionar electorados en gran medida cautivos. En el transcurso de esos actos se emitían mensajes políticos de pretensión programática, entre los cuales se recuerda la enérgica y problemática ponderación del régimen político a fundar hecha por Raúl Alfonsín: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Pero la televisión ocupaba ya un lugar de privilegio, y fue a través de las pantallas que se multiplicó la imagen de la intolerancia producida por la incineración de un féretro que representaba a sus adversarios políticos, efectuada por el dirigente peronista Herminio Iglesias desde lo alto del palco en el acto partidario de clausura de la campaña, y que según las especulaciones de entonces debe haber influido en la decisión de voto de aquellos dubitativos que vieron su retransmisión televisiva.


    Todavía en el ´83 la política estaba claramente dominada por la acción de los entonces partidos-movimiento y por las corporaciones, particularmente la sindical, y esas organizaciones eran eficaces en el encuadramiento de los electores. Que el candidato radical derrotara a su rival peronista constituyó una sorpresa, porque indicaba que ese paradigma de cautividad comenzaba a resquebrajarse, y que ninguna fuerza política podría ya pretender ser, por naturaleza, una mayoría popular.


    Líderes audiovisuales


    En el interior de los partidos, o aun al margen de ellos, han surgido líderes mediáticos que gozan de un reconocimiento público personalista, pero muy distinto del que recogían los líderes populistas tradicionales.


    ¿Quiénes son los nuevos líderes? Por cierto, coexisten líderes tradicionales, cuyo poder deriva de la influencia en el aparato partidario, con líderes personalistas de imagen cuyo poder se origina en una popularidad en la opinión pública. Estos últimos constituyen centros de decisión alternativos a las estructuras partidarias, a las que subordinan. Esto es particularmente notorio en el caso de las nuevas democracias, en las que los procesos electorales han devenido en poco tiempo el único recurso de acceso al poder. Son los candidatos estrella, aquellos que gozan de una popularidad indicadora de intenciones de voto, los que ejercen el liderazgo efectivo de los partidos y adoptan decisiones desde centros de poder paralelos a las instancias partidarias tradicionales. Esos centros están constituidos o asesorados por los recursos humanos preciados del nuevo estilo político: los expertos en imagen y marketing televisivo, en estudios de opinión pública y el economista reputado por los institutos financieros.


    Este personalismo de imagen suele tener no sólo un efecto de instrumentación de los partidos sino también de fragmentación, pues suelen influir en la misma estructura partidaria varios liderazgos de imagen. En esta situación, ante una ciudadanía crecientemente selectiva que cambia su voto entre elección y elección, o que aun en los mismos comicios corta boleta eligiendo representantes de diferente pertenencia para cargos distintos, los partidos también tienden a producir articulaciones variadas generalmente asociadas a los liderazgos de popularidad. Así, por ejemplo, el candidato a gobernador del Partido Justicialista en la provincia de Buenos Aires, Carlos Ruckauf, fue incluido, en las precedentes elecciones nacionales, en las listas de Acción por la República, que llevaba a Domingo Cavallo como su propio candidato para la presidencia. En cambio, un cavallista encabezaba la lista de diputados del PJ en la provincia de Mendoza.


    Los nuevos líderes tienen la capacidad de poner a su servicio la estructura partidaria, teniendo por cierto en cuenta los límites provenientes de la existencia de otros liderazgos e intereses. A la vez, en la construcción de su imagen y compromisos y en el armado de alianzas y coaliciones, gozan de una libertad inédita, puesto que su acción política está centrada en su figura y en el acceso a los medios de comunicación; se han autonomizado respecto de la estructura partidaria y de los recursos que ésta normalmente moviliza. Los punteros y los hombres de aparato, aunque sobreviven, tienen una capacidad declinante. Los líderes de opinión construyen su popularidad dirigiéndose a una audiencia ciudadana en buena medida socialmente indiferenciada, pueden prescindir, y en verdad rehúyen, los compromisos que antaño eran característicos con una base social definida. Aun los liderazgos de raigambre populista se mantienen a distancia de compromisos explícitos con las estructuras sindicales y otras corporaciones, y éstas logran incidir cada vez menos en la composición de las listas partidarias.


    El nuevo liderazgo se asienta sobre una transformación de la idea misma de representación. El representante ya no parece expresar una realidad social preexistente, sino que por el contrario se dirige a una ciudadanía que en su carácter de audiencia aparece socialmente indiferenciada, y procura reagruparla en torno a los temas que le parecen significativos y generalmente transversales respecto de los clivajes tradicionales: la promesa de un crecimiento económico que acarrearía prosperidad para los empresarios y trabajo para los desocupados, o seguridad urbana que alivie la incertidumbre de la vida cotidiana.


    La imagen de los nuevos líderes se configura en sus apariciones públicas como una síntesis de enunciados y de gestos. Las escenas en que ello se produce son variadas, e incluyen actos efectivos de gobierno o de legislación y otras acciones institucionales. Pero es la aparición en la pantalla en eventos específicamente políticos pero también frecuentemente en espectáculos generales o de diversión lo que configura esencialmente esa síntesis llamada imagen.


    Sin embargo, pese a la sofisticación de las imágenes y mensajes preparados por los medios y al limitado pluralismo y la eventual esclerosis de lo que en ellos circula, no puede pensarse ni que las imágenes personalistas mediáticas sean simplemente una ilustración de la frivolidad reinante ni que la audiencia sea moldeada por el mensaje mediático. Por el contrario, las opiniones y preferencias de la ciudadanía, de la cual la audiencia de los medios constituye su momento más pasivo y sin embargo crecientemente significativo, son a la vez el referente y el objeto de las estrategias políticas. La audiencia se presenta como una dimensión inasible a cuya merced se hallan los políticos. Pero ella es arrancada de su opacidad y silencio por el recurso a los sondeos, que construyen una figura virtual sustitutiva del antiguo pueblo, un pseudosujeto que da algo de sustancia al soberano. La opinión pública así construida da cuenta de actitudes y preferencias y adelanta eventuales comportamientos, sobre todo electorales. Simula ­según el politólogo Pierre Rosanvallon­ una suerte de democracia directa y permanente. El hecho es que se reconstituye cierta unidad del sujeto soberano que ofrece a cada quien un espejo que le permite situarse y a la ciudadanía figurarse aun sin una acción real.


    ¿El fin de la política?


    Hemos ingresado en una nueva era en la que el destino de la política es incierto. La economía globalizada y dominada por la finanza de rostro anónimo parece fuera del alcance de cualquier voluntad de ordenamiento, lo que se revela en las restringidas capacidades de los estados nacionales. La ciudadanía, replegada sobre los asuntos privados, parece asomarse al mundo contemplativamente por la pequeña pantalla luminosa. Quienes se abocan a la política parecen adaptarse a los poderes fácticos y tener creciente vocación por un consenso excesivo en el cual no estarían más en juego valores o concepciones en pugna, sino las calidades de la mejor administración, condenando así toda innovación como utopía.


    No es forzoso que así sea. En paralelo al mercado y al espacio audiovisual podría expandirse una sociedad civil basada en la vida asociativa y en las relaciones no mercantiles, que de ese modo limite y contrarreste al mercado y establezca una interacción con los medios de comunicación que los prevenga de la esclerosis. Existen movimientos de sociedad de variada naturaleza que ilustran la posibilidad de generar temas y decisiones desde centros de acción civil pero que prosperan también por su impacto en los medios de comunicación. La carpa blanca de los docentes fue ejemplo de una transición posible del sindicalismo tradicional basado en la huelga y las relaciones de fuerza (lo que incluye presionar por la perturbación que una acción gremial podría acarrear para la población en general) a una presencia pública localizada que concitaba la adhesión ciudadana más variada, incluyendo el descentramiento eventual de la propia televisión, varios de cuyos programas se emitieron desde ese sitio de protesta; y que en definitiva logró su éxito merced a la generación activa de un consenso en torno de sus demandas.


    Pero no sería suficiente con la acción de grupos constituidos en torno de demandas específicas, sin la esperanza de que la clase política pueda abandonar el consenso excesivo y la limitada competencia tecnocrática que tiende a imbuirla actualmente, para reavivar las diferencias y los conflictos que hagan nuevamente del gobernar un dilema político. En ese caso la pantalla volvería a ocupar un lugar delimitado: el ser parte de una arena más abarcativa de la cual participan otra formas de deliberación y de generación de sentido.