“El último amanecer del Mercado del Abasto transcurrió entre brumas y fantasmas. La inmutable mole estaba en silencio y allí terminaba casi un siglo de algarabía”. El recordado periodista Emilio Petcoff comenzaba así su crónica del 15 de agosto de 1984, en el diario Clarín. Narraba el traslado del Mercado Central a las afueras de la capital federal. Ese mismo edificio, que había albergado historias de guapos y compadritos y alojado al folclore campero e inmigrante para propagarlo desde allí lentamente a la gran ciudad, tardaría apenas unos pocos años en protagonizar una nueva historia. A fines de los ´90 reabrió sus puertas, engalanado, floreciente, y se empezó a llamar Shopping Abasto.
El tradicional Mercado Spinetto, fundado a fines del siglo XIX, siguió la misma suerte. Ambos se sumaban a lo que se denominó la era de los shoppings, una etapa posterior a la de los hipermercados de los años ´80, que inaugura una época de compras signada por lo monumental y el espectáculo: ropa, alimentos y entretenimientos, todo ofrecido en un mismo lugar, amplio y con el siempre conveniente aire acondicionado.
Una incesante sucesión de inversiones multimillonarias la mayoría extranjeras desde 1987 sembraron de estos centros comerciales las ciudades más pobladas de la Argentina. De tal manera que en diez años los cuatro únicos shoppings iniciales de 1989 se multiplicaron y llegaron a ser más de 40. En las provincias, los pioneros fueron el Córdoba Shopping Center y el Mendoza Plaza Shopping, habilitados en 1990 y 1992 respectivamente. Todo un símbolo de los grandes cambios producidos en la vida urbana argentina de estas últimas tres décadas.
La construcción de las autopistas que a partir de fines de los ´70 permitieron entrar y salir de las grandes ciudades en pocos minutos; las privatizaciones de servicios públicos, la apertura económica y la consiguiente venta de industrias a capitales extranjeros, así como la consecuente desocupación y la creciente ola de inseguridad que, además de parir una poderosa industria de la vigilancia, alentó el nacimiento de los barrios y hasta pueblos privados alejados de las metrópolis; la penetración incesante de Internet y el auge de la telefonía celular, fueron eslabones que se sumaron para conformar el complejo escenario de la nueva arquitectura urbana y social con que el país ingresó al siglo XXI.
Del garaje al shopping
Inventados por los estadounidenses 30 años atrás, al desembarcar en la Argentina, los shoppings modificaron profundamente las costumbres y hábitos de consumo vernáculos, al tiempo que arrasaron con los pequeños comercios de sus zonas de influencia. Una situación que se repitió en todo el planeta, a medida que la globalización económica los instaló como gigantes ciudadelas mercantiles del mundo.
Dardo Arbide, arquitecto e investigador del Conicet, coautor de un libro de investigación sobre las trasformaciones en los espacios públicos de comida, destaca otra cara de la nueva modalidad comercial: “Con el hipermercado ha ganado el consumidor. Un almacén de barrio no pasa de 1.500 productos, las grandes cadenas llegan a los 50.000, lo que significa un avance en comodidad y en la libertad de elección. Y los que eligen son muchos”.
En cambio, una mirada sobre la dinámica voraz de los shoppings en ciudades del interior del país la brinda el planificador urbano Vicente Speranza, experto en gestión socioambiental: “Cuando se instalan en una ciudad pequeña, en vez del centro eligen la periferia, compran allí cuatro o cinco veces el espacio que necesitan. Comienzan a vender con precios mucho más bajos que los del pueblo, hundiendo a los comercios locales. Poco a poco hacen negocios inmobiliarios, crean prácticamente un pueblo nuevo”. Además del afán consumista que despiertan esos grandes centros desde sus oficinas de marketing, dice Speranza, son generadores de la “pérdida de los vínculos sociales: lo que antes era comunitario, una calle comercial donde la gente del barrio iba a hacer compras y establecía relaciones sociales, se pierde en un gran shopping“.
El especialista sostiene que hoy en las grandes metrópolis, y como consecuencia de aquellas transformaciones, la gente no siente los espacios como propios: “Se perdió toda ligazón entre los protagonistas, que somos los seres humanos, y los espacios que ellos acondicionan”.
El psicólogo social Alfredo Moffat afirma, por su parte, que en las últimas tres décadas “las calles de las ciudades se han perdido como lugares de encuentro. Eran un tejido conectivo de los habitantes. Y por la dictadura militar y la violencia posterior, la calle se volvió ajena a la gente. Se perturbó así todo lo que era relación emotiva, espontánea”. Las autopistas, señala Moffat, también contribuyen a la pérdida de contacto del hombre con la ciudad que habita: “Se viaja a alta velocidad, se produce una cultura del automóvil, se convierte al vehículo en un factor de aislamiento. La gente va del garaje al shopping“.
El avance de Internet en la actualidad se estima que son casi un millón los argentinos abonados a la Red de redes produce, según el psicólogo social, tendencias en el mismo sentido: “Nos han soledado“, argumenta Moffat . Y agrega: “Internet es una fantasía que compensa la soledad. No hay lugares donde ir a juntarse con los demás. La violencia está en todos lados”.
Esa violencia, signo ineludible de los últimos años, se palpa en los diálogos diarios. “Lo que más pronuncia hoy la gente es ´me entraron, anoche me entraron´. Por eso se van cada vez más lejos”, señala el arquitecto y urbanista Rodolfo Livingston. Esa sensación impulsó la proliferación de los barrios privados y los countries, explica. La misma necesidad de vivir protegidos alentó los altísimos edificios torre con custodia privada, que se construyen con añadidos de servicios como canchas de tenis, espacios verdes, pileta, gimnasio y la imprescindible reja perimetral. Se trata simplemente de “countries verticales”, según los llama Livingston.
Pero estas pérdidas de contacto en la ciudad, motivadas principalmente por el grado de fragmentación social entre quienes pueden acceder a los privilegios de la modernidad y los excluidos del sistema, genera una fuerza que horada lo construido, buscando algún equilibrio de supervivencia. Es así cómo una generación de chicos, advierte Moffat, se está “reapropiando de las calles de una forma violenta, marginal, a través de cafetines espontáneos que organizan en la esquina por la noche. Se llevan los cartones, pintan las leyendas de ellos y ocupan un territorio. Vuelven a retribalizarse”.
El panorama en este comienzo de siglo no resulta demasiado alentador. Ciudades cada vez más densas, de tránsito caótico, que incumplen el objetivo que marcan muchos urbanistas: hacerlas disfrutables. El tiempo y la lejanía encontrarán el diagnóstico preciso de esta era que comienza. Desde lejos siempre los cambios se ven de otra manera. La distancia otorga, como a quien observa una pintura, cierta perspectiva y otro sentido del color, de la profundidad. La gran voz de Carlos Gardel en los versos del poeta de la metafísica nacional, Enrique Cadícamo, no lo podía haber expresado mejor: “Cómo habrá cambiado tu calle Corrientes, Suipacha, Esmeralda, tu mismo arrabal. Alguien me ha contado que estás floreciente y un juego de calles se da en diagonal”.
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