Opinión |
Aunque parezca innecesario, vale la pena repetirlo. Ningún Gobierno puede ordenar que haya crecimiento económico. No es un problema de voluntad, sino de estrategia y de claridad y eficiencia en la gestión.
Sin embargo, para alimentar la creciente prosperidad de la que dependerá su supervivencia a largo plazo, los líderes políticos en China, Rusia, las monarquías árabes y otros Estados autoritarios han aceptado que tienen que adoptar un capitalismo basado en el mercado.
El problema es que si lo dejan totalmente librado a las fuerzas del mercado para ver quién gana y quién pierde, corren el riesgo de enriquecer a aquellos que van a usar su nueva riqueza para desafiar el poder del Estado. Algo inadmisible para un régimen autoritario. En consecuencia, abrazaron el capitalismo de Estado, en lo que algunos teóricos creen ver una posibilidad a la actual versión dominante del capitalismo.
Dentro de esos países, las élites políticas usan empresas estatales –es justo reconocer que incluso también a las privadas leales al poder político– para dominar sectores económicos enteros, como petróleo, gas natural, aviación, navegación marina, generación de energía, producción de armamento, telecomunicaciones, metales, minerales, petroquímicos y otras industrias. Todas estas organizaciones obtienen financiamiento gracias a gran cantidad de divisa extranjera excedente, muy conocida en algunos casos, como fondos de riqueza soberana.
En definitiva, el Estado utiliza los mercados para crear riqueza que puede ser orientada y utilizada como le plazca a los funcionarios políticos. Es decir que el motivo último no es económico (maximizar el crecimiento) sino político (maximizar el poder del Estado y las posibilidades de supervivencia del liderazgo). La finalidad no es entonces ideológica, sino utilitaria. Aunque es justo reconocer que, en la mayoría de los casos, se permite que estas unidades económicas estatales se manejen con eficiencia y, en gran medida, con los mismos estándares que se aplican a la empresa privada en otras latitudes.
Si se repara en la profundidad de la crisis de Europa, en la frágil estabilidad de Estados Unidos, en la larga parálisis de Japón, no hay duda de que el ejemplo de China, India y otras naciones emergentes torna muy atractiva la experiencia de este capitalismo de Estado y puede despertar su emulación.
Supervivencia política
Buena parte de esta tesis, que ha suscitado controversias, se encuentra en el último libro del ensayista Ian Bremmer (The End of the Free Market: Who Wins the War between States and Corporations). Allí sostiene que este tipo de desafío novedoso aparece solo en Estados que nunca sostuvieron la democracia. Un elemento atractivo de su argumento es que este capitalismo de Estado siempre elige la supervivencia política del régimen por sobre la eficiencia económica y la innovación.
Bremmer cree que las últimas décadas hemos vivido, en general, en un mundo de libre mercado. Las empresas multinacionales con base en economías de libre mercado se convirtieron en actores económicos dominantes en el escenario global beneficiándose de creciente acceso al capital, consumidores y trabajadores tanto en el mundo desarrollado como en los países en desarrollo de todo el mundo. Los Gobiernos parecían menos relevantes mientras las ideas, la información, la gente, el dinero, los bienes y servicios cruzaban las fronteras internacionales a velocidad nunca vista, y a una escala que convierte a esos procesos en algo cualitativamente diferente de cualquier cosa que hayamos visto antes.
Ahora se da un momento crítico con el ascenso del capitalismo de Estado, especialmente pero no exclusivamente en China, una tendencia combinada con el daño perdurable que la crisis financiera ha infligido al modelo de libre mercado y la crisis de confianza que se registra en Estados Unidos, Europa y Japón.
De cualquier manera, Bremmer no cree que se pueda vislumbrar el fin del mercado libre. Más aún, cree que después de un periodo de auge, es el capitalismo de Estado el que declinará. Con lo cual deja planteado el interrogante sobre lo que vendrá luego.
Es que lo evidente parece ser que la situación se va a poner mucho peor para los mercados libres porque el anémico crecimiento y alto desempleo en el mundo desarrollado alimentarán una reacción en contra del sentimiento de libre mercado. Claramente hay más apoyo al proteccionismo y una posición más dura frente a la inmigración tanto en Europa como en Estados Unidos.
Pero, “El capitalismo de Estado no es una ideología”. Como bien dice Bremmer: “Es, más bien, un conjunto de principios de gestión. No podrá nunca igualar el atractivo que tuvo el comunismo para el imaginario colectivo porque no nació como respuesta a la injusticia. Fue creado para maximizar la influencia política y las ganancias del Estado, no para enmendar entuertos históricos. El sistema no es igual en un país que en otro porque las élites gobernantes en Beijing, Moscú y Riyadh lo usan para satisfacer necesidades diferentes. Y no hay dos Gobiernos que puedan alinear totalmente sus intereses. Por su naturaleza misma es exclusivista; como el mercantilismo, promueve un Estado a expensa de otros. Por eso es que no puede haber ningún capitalismo de Estado donde haya consenso”.
Punto final para el capitalismo de amigos
Néstor Kirchner
Axel Kicillof
Hay quienes encuentran similitudes entre esta concepción del capitalismo de Estado y algunos acontecimientos recientes en la Argentina. Advierten que se abandona el capitalismo de amigos de los últimos años, en beneficio de una versión autóctona del capitalismo estatal.
Primero la nacionalización de Aerolíneas Argentinas, por necesidad. Luego la expropiación accionaria a Repsol para contar con una YPF estatal; pero también la rescisión del contrato con la ferroviaria TBA –para tapar una catástrofe y el estado calamitoso del material rodante– son todas manifestaciones de una tendencia, aunque los móviles parecen ser necesidades inmediatas y el salvataje de la política y de algunos políticos.
Sin embargo, más allá de la coyuntura, aparecen algunos elementos que hace que muchos observadores entiendan que hay un cambio de ruta muy fuerte. Durante el tiempo de Néstor Kirchner, los empresarios se quejaban del continuo y arbitrario intervencionismo de organismos estatales y ámbitos de gobierno. Ahora lo extrañan con profunda melancolía.
Al ex Presidente le interesaba “una burguesía adicta”, sumisa y colaboradora. Para eso hacía falta mostrar el garrote a veces, pero siempre ofrecer la zanahoria. Lo importante era que ni remotamente los intereses privados pudieran perturbar al poder político.
Toda esa cohorte de empresarios amigos del poder que ha desfilado exhibiendo su adhesión expresa o tácita “al modelo” ha sido enviada al destierro o está a punto de serlo.
El más reciente y amargo descubrimiento es que ya no basta –como antes– con mantener la boca cerrada. Aun haciendo buena letra, el largo brazo del poder puede llegar para absorber la propiedad de una empresa.
Muchos teóricos del Gobierno sostienen que el capitalismo de Estado es una tendencia firme en todo el mundo y que ha llegado para quedarse. Sin duda, como lo explica el libro de Bremmer, las grandes economías tradicionales atraviesan una tormenta inédita y en el mundo de las economías emergentes, es frecuente ver actores estatales como las empresas chinas, rusas o indias, pero también los gigantescos fondos de inversión de los países árabes y de otros productores de materias primas.
Pero todos estos actores presentan una diferencia esencial con lo que pretende ser “el modelo” aplicable en nuestro medio. Son gestionados con criterios de eficiencia y obligación de conseguir resultados como si fueran empresas de capital privado. Y se convierten en empresas –estatales– multinacionales con gravitación y peso específico. Algo que alegraría si sucediera entre nosotros. Pero el experimento vernáculo va claramente en sentido opuesto a lo que ocurre en el mundo.