Reformulación del Mercosur


    Por Pascual Albanese

    Su superficie, su población y su producto bruto interno superan a la suma de todos los demás países sudamericanos. Henry Kissinger decía que “adónde  se vuelque Brasil se inclinará América latina”.
    Por eso es fundamental comprender que lo que está ocurriendo en Brasil es el cambio más importante acaecido en los últimos 88 años, desde la revolución cívico-militar que en 1930 derrocó a la “República Vieja” y entronizó en el poder a Getulio Vargas.
    El nombre de Pablo Guedes, el economista liberal que la cúpula del Ejército brasileño le recomendó a Bolsonaro como superministro de Economía, garantiza que ese modelo de desarrollo autárquico, sostenido con altibajos por regímenes militares y gobiernos civiles de distinto signo, será sustituido por una estrategia de apertura internacional.
    Uno de los ejes de esa reconfiguración es una reformulación del Mercosur: en 2019, el bloque regional afrontará un debate que redefinirá su naturaleza y signará su destino. El centro de esa discusión es la apertura del bloque regional en su conjunto, y/o de cada uno de sus países miembros individualmente a los tempestuosos vientos de la economía mundial.
    En su origen, el Tratado de Asunción, suscripto en diciembre de 1991 por los presidentes Carlos Menem y Fernando Collor de Melo, era un proyecto integracionista que estaba inscripto en la estrategia de apertura internacional de ambas economías, implementada simultáneamente por los dos países a principios de la década de los años 90.
    La iniciativa estaba enmarcada en el contexto internacional de la época. El Mercosur surgió el mismo mes de la disolución de la Unión Soviética. Su nacimiento estuvo entonces vinculado con el fin de la guerra fría, el comienzo de la era del unipolarismo estadounidense y el avance irrefrenable del proceso de globalización de la economía mundial.
    El objetivo fundacional del bloque no fue crear una fortaleza regional que protegiera a las economías de sus miembros de los embates de la globalización, sino generar las condiciones propicias para el surgimiento de un espacio económico integrado con capacidad para erigirse en una plataforma de lanzamiento conjunto, a fin de que sus socios pudieran competir con mejores posibilidades en el escenario cada vez más exigente de la economía globalizada.

    Un proceso frenado
    Pero el devenir de la iniciativa tuvo otras derivaciones no deseadas.  Brasil y la Argentina, los dos socios principales del emprendimiento, frenaron sus respectivos procesos de apertura. El Mercosur se cerró sobre sí mismo. En sus 28 años de vida, no suscribió ningún acuerdo comercial significativo con terceros países, ni menos aún con otros bloques regionales.
    Durante los catorce años de gobierno del Partido de los Trabajadores y los doce del “kirchnerismo”, esa tendencia profundizó el aislamiento externo de la región. Los resultados fueron la parálisis económica y la derrota de los partidos gobernantes en las últimas elecciones presidenciales en ambos países. 
    En contraposición con ese estancamiento económico, el Mercosur quedó inmerso en un proceso de ideologización, cuyo símbolo fue la incorporación de la Venezuela de Hugo Chávez, que jamás cumplió con ninguno de los requisitos necesarios para integrarse al bloque y sólo lo utilizó como tribuna para la propagandización del “eje bolivariano”, cuyo colapso y desaparición arrastró inclusive a la UNASUR.
    El resultado fue que, una vez agotado el boom de los commodities agrícolas, que dio un fuerte impulso a sus economías en los primeros años de este siglo, los dos socios mayores del Mercosur quedaron retrasados en la carrera mundial de la productividad.
    Mientras la mayoría de los países emergentes, en particular aquéllos del continente asiático, liderados por China, acortaban las distancias que los separaban de las naciones desarrolladas, Brasil y la Argentina amesetaron su ritmo de crecimiento para luego entrar en una fase de estancamiento estructural de la que distan de haberse recuperado. 
    Paralelamente, surgía en América latina un bloque regional que, al revés que el Mercosur, estaba fundado sobre una estrategia de apertura internacional: la Alianza del Pacífico, fundada a partir de una iniciativa conjunta de México, Colombia, Perú y Chile, unió a cuatro países con economías abiertas que ya habían suscripto acuerdos de libre comercio con Estados Unidos.

    Chile, un caso muy especial
    El caso emblemático es Chile, que tiene el sistema económico más abierto de América latina. El país trasandino ya lleva firmados veintidós tratados bilaterales de libre comercio. Fue el primero de América del Sur en suscribir un acuerdo con Estados Unidos, concertó otro con la Unión Europea y fue también la primera nación de Occidente en establecer uno similar con China. Esa estrategia constituyó un límite en su integración con el Mercosur, cuyo arancel externo común es incompatible con las cláusulas de esos tratados.
    En contraposición con Chile, Brasil tiene la economía más cerrada de la región. Ese contraste explica el interés de Bolsonaro por la experiencia chilena. Guedes trabajó en Santiago durante varios años durante el régimen de Augusto Pinochet. 
    Cuando los funcionarios de Bolsonaro señalan que el Mercosur no es una prioridad para Brasil y plantean la necesidad de una reformulación de la alianza regional, confirman que la prioridad de la política exterior del nuevo gobierno es la apertura internacional y que el bloque sudamericano tendrá que adaptarse a esa exigencia ineludible.
    Esa demanda de flexibilización del bloque regional, que incluye la posibilidad de transformar la actual unión aduanera imperfecta en una zona de libre comercio y facultar a cada uno de sus miembros a negociar tratados bilaterales con terceros países, es un planteo reiteradamente expuesto por Uruguay y Paraguay, que como tienen un desarrollo industrial bastante limitado  carecen de la preocupación por defender la producción industrial doméstica exhibida tradicionalmente por Brasil y la Argentina.
    Incluso el gobierno de Mauricio Macri insinuó alguna vez la conveniencia de explorar esa alternativa cuando la reticencia de Brasilia parecía frustrar la coronación exitosa de la negociaciones entre el Mercosur y la Unión Europea, una hipótesis de casi imposible materialización a partir del estallido de la crisis política en Francia, que puso contra las cuerdas al gobierno de Emmanuel Macron y le impide aceptar cualquier concesión irritativa para el agro francés, que es la base social de los “chalecos amarillos”.
    En este nuevo escenario, empieza a cobrar viabilidad una convergencia progresiva entre el Mercosur y la Alianza del Pacífico. Esa confluencia sentaría las bases materiales de la unidad latinoamericana, concebida ya no en la versión confrontativa con que la imaginaba el “eje bolivariano”, sino visualizada como instrumento para una reinserción competitiva de las economías del subcontinente en la actual fase de la globalización. El punto de encuentro natural entre la Alianza del Pacífico y el Mercosur es Chile, socio fundador de la primera y miembro asociado del segundo.


    Pablo Guedes

    Visión geopolítica
    Los analistas que todavía insisten en entretenerse con las excentricidades personales de Bolsonaro no tienen en cuenta un factor fundamental: la matriz del pensamiento estratégico del nuevo gobierno reside en el Estado Mayor General del Ejército, cuya visión geopolítica de largo plazo encontró en el vacío de representación generado por la crisis desencadenada por el “Lava Jato” una nueva vía para su realización política dentro del marco constitucional. 
    Según esa visión, Brasil tiene un destino de potencia no sólo regional sino también mundial, cuya materialización requiere un despegue económico que exige dejar atrás el modelo autárquico, que el propio Ejército impulsó a partir de la década de 30, y promover un “shock de productividad” que le permita insertarse competitivamente en el escenario mundial de la globalización.
    Este replanteo explica que haya sido la conducción del Ejército la que puso en contacto a Bolsonaro con Guedes para que el flamante mandatario abandonara las rémoras estatistas, originadas en su propia formación castrense y asumiese posturas económicas francamente liberales, entre ellas la decisión de promover una privatización masiva de las empresas estatales, con excepción de las consideradas estratégicas.
    Este “shock de productividad” para mejorar la competitividad internacional de la industria brasileña demanda una multiplicación de las inversiones en infraestructura para reducir drásticamente el “costo Brasil”. Este objetivo tropieza con un obstáculo: el Estado no tiene capacidad financiera para realizar esas inversiones y las grandes empresas constructoras locales, empezando por Odebrecht, tampoco están en condiciones de hacerlo. Brasil necesita atraer una oleada de inversiones extranjeras en infraestructura.
    En este punto, y sin abonar ninguna teoría conspirativa, conviene relacionar el “Lava Jato” con la Directiva de Seguridad Nacional suscripta por Donald Trump en diciembre de 2017 cuando establece que “mediante el empleo de nuestras herramientas económicas y diplomáticas, los Estados Unidos continuarán apuntándoles a los funcionarios extranjeros corruptos y trabajando con los países para que mejoren su capacidad de enfrentar la corrupción, de modo que las empresas de Estados Unidos puedan competir en forma limpia y transparente”.
    Sergio Moro, el juez-estrella del “Lava Jato”, designado Ministro de Justicia por Bolsonaro, recibió el premio al “Hombre del Año” del Consejo Empresario Brasil-Estados Unidos. El mecanismo de corrupción en las licitaciones en el manejo de obras públicas puesto de manifiesto por la justicia brasileña, vedaba a las empresas constructoras norteamericanas el acceso al mercado local.
    El caso particular de Odebrecht, que fue la punta del iceberg de las investigaciones que develaron la trama de sobornos, que provocaron el estallido del sistema político y generaron el escenario propicio para la irrupción de Bolsonaro, presentaba una arista adicional: la expansión regional de la compañía, alentada por el gobierno de Lula a través del respaldo de Itamaratí y de los créditos blandos del Banco Nacional de Desarrollo, afectó los intereses de empresas estadounidenses en muchos  países de América latina.
    No hace falta esmerarse demasiado para encontrar las semejanzas entre el “Lava Jato” y el “cuadernogate” que golpea hoy sobre el mundo empresario argentino, en especial en el sector de la industria de la construcción vinculado a la obra pública, sin contar con las derivaciones locales del caso Odebrecht, cuyos efectos locales recién empiezan a advertirse y pueden amplificarse con el impulso de la presencia de Moro en el Ministerio de Justicia de Brasil.
    Conviene recordar que el embajador estadounidense en Buenos Aires, Edward Prado, no tiene una trayectoria diplomática, política ni empresaria, sino que es un ex juez federal de Texas, que participó en numerosos seminarios de cooperación judicial entre la Argentina y Estados Unidos. En su audiencia de confirmación en el Senado estadounidense, manifestó su intención de ocuparse de fortalecer el funcionamiento y la independencia del Poder Judicial argentino.
    La Argentina también requiere imperiosamente cuantiosas inversiones en infraestructura para reducir sus altos costos de producción y promover una industrialización internacionalmente competitiva. Como sucede con Brasil, tampoco tiene recursos financieros propios suficientes para realizar esas inversiones, por lo que necesita la afluencia de capitales internacionales, lo que equivale a decir de Estados Unidos y/o de China.
    En este contexto, no es difícil prever que con la asunción de Bolsonaro el Mercosur esté obligado a encarar rápidamente un proceso de reformulación integral, tal cual acaba de ocurrir con la reciente revisión del NAFTA por iniciativa de Donald Trump, culminada exitosamente en Buenos Aires en coincidencia con la reunión del G-20. Las implicancias de esta negociación constituyen el principal desafío estratégico para la Argentina de 2019.