Hace unos años, un académico latinoamericano dio una charla en Madrid sobre la estabilidad política de esta región. La audiencia sabía –o tenía un prejuicio– sobre lo que seguramente podía oir: turbulencias, violencia, inestabilidad, frecuente cambio de gobernantes, dictadores, revoluciones y golpes de estado, y así por el estilo.
En el inicio, el conferenciante se limitó a mostrar dos mapas de Sudámerica, uno de 1810 y otro de 2010. Comprobó ante quienes lo oían que, luego de dos siglos, seguían estando las mismas naciones, que no había desaparecido ninguna, que había sí algunas modificaciones de límites, y que –prácticamente– no había ninguna nueva entidad nacional.
Luego hizo lo mismo con dos mapas de Europa de las mismas fechas. Repasó los cambios: naciones enteras desaparecidas, absorbidas por otras; surgimiento de nuevas naciones; mutilaciones territoriales; agrupaciones artificiales. Todo en medio de continuas guerras durante el siglo 19, donde entidades políticas como Alemania e Italia son naciones más jóvenes que cualquiera de las latinoamericanas. Sin hablar del siglo 20 con dos guerras mundiales y el auge y caída del fascismo y del nazismo.
Fue un verdadero shock para una audiencia que tenía opinión formada sobre la realidad latinoamericana. A la inversa, algo de esta sorpresa tienen los latinoamericanos cuando tratan de entender por qué hay un independentismo catalán, y por qué hay otras regiones de Europa que aspiran a emanciparse o a lograr la máxima autonomía concebible.
El concepto de unidad en el Estado nación, y su integridad territorial está en discusión, no sólo en Cataluña. También en la Lombardía y en el Véneto, en el norte de Italia, o en Escocia dentro de Gran Bretaña, y otros casos históricos en los Balcanes, en Ucrania y en Rusia. Sin olvidar a Kurdistan, de rigurosa actualidad, que busca serpararse de Irak.
Negligencia e irresponsabilidad
El caso de Cataluña es el más sonado y el que más inquieta en nuestras latitudes, por la cercanía histórica y cultural con España. Vistas las últimas semanas, lo primero que llama la atención es la doble negligencia. Una la del gobierno central en Madrid que ignoró esta pretensión durante años y ahora se ha visto obligado a recurrir no solo a la ley, sino también a la fuerza. Algo que emponzoñó el ambiente y hace más difícil la negociación a futuro.
Pero del otro lado, además, la irresponsabilidad de los separatistas catalanes –que tal vez, como todo lo indica, no llegan a ser mayoría de votantes– que lanzan a la próspera región a una aventura en la que solo se puede perder.
Casi 1.800 empresas de todo tamaño y facturación han abandonado la próspera región en menos de tres semanas. Los países vecinos le anticiparon que no habrá reconocimiento, y mucho menos de parte de la Unión Europea que se siente amenazada por estos movimientos.
Pero Cataluña (y los otros pretendientes a la secesión dentro de Europa) han logrado que se abra un gran debate continental sobre la cuestión, donde aparecen con nitidez temas como la vital importancia que tendrán las ciudades en el futuro cercano, en cuestiones regulatorias y de calidad de vida. Cuando haya solamente vehículos que se manejan solos, o que funcionan con baterías eléctricas o algunas energías alternativas.
¿Hay un rasgo común en la vocación independentista de diversas regiones? Hay una realidad política que se monta sobre la geográfica. Los sectores conservadores y populistas respaldan los sentimientos de la población rural, sin industria, con menos empleo y menos trabajo, pero sobre todo con ingresos deteriorados. No es lo mismo en las ciudades, prósperas en general, pero que resienten lo que consideran un aporte exagerado –en cargas e impuestos– que deben hacer al gobierno central. Los partidos democráticos liberales, de vocación globalizadora, están en momentáneo retroceso. Los observadores apuntan que habrá que devolver facultades a estas regiones, pero hasta un punto en el que no se ponga en riesgo la unidad del Estado nación. Esa es la ecuación que resulta difícil de consensuar.
Desde siempre, la función básica del Estado central es recaudar en todo el país, y luego redistribuir ese ingreso en forma equitativa en todas las áreas geográficas de la nación. Pero las zonas ricas, que son las que más aportan naturalmente, resienten que no les toque lo mismo con lo que contribuyen. Así surge, naturalmente, la idea de la secesión, por egoísta que pueda parecer. Obviamente aparece mezclada con emociones, sentido de la historia, de la lengua propia, de una cultura distinta, y en algunos casos, como un legítimo derecho a resistir la opresión.
El problema más serio que enfrentan hoy los gobiernos democráticos es la enorme brecha económica abierta entre las prósperas ciudades y sus zonas periféricas y rurales desindustrializadas y con alto desempleo. Las inequidades deben resolverse. Pero la secesión no parece la solución. Por el contrario puede ser abierto testimonio de egoísmo colectivo.
Xi Jinping concentra el poder político en China
Desde Mao, ningún otro dirigente acumuló tanto poder en el partido y en el gobierno. Hasta 2022 ejercerá el poder sin limitaciones. En cuanto a la sucesión, es algo bien incierto, aunque abundan los que piensan que, por lo menos, gobernará hasta 2027.
Hay un nuevo precepto escrito en el programa del Partido Comunista chino: “Xi Jinping piensa en un socialismo con características chinas para una nueva era”. Una época distinta a la de sus predecesores que no alcanzaron ese honor.
Es que Xi Jinping es el dirigente más importante y con más poder desde los tiempos del legendario Mao Tse Tung. Y así se fue reconocido al final de este congreso del Partido Comunista que se celebra cada cinco años. Hace un lustro sirvió para designar un primer término de Xi. Ahora lo ratificó, con el voto de sus 2.300 delegados, como máximo dirigente por otro periodo quinquenal.
Pero a diferencia de épocas anteriores no hay en el flamante Politburó un solo joven dirigente, lo que suele ser una pista sobre quién será el sucesor del actual líder. Algunos observadores piensan que ello se debe a que Xi no se conformará con diez años de liderazgo y aspira a permanecer más tiempo en la cumbre.
Habrá que ver cómo le sale esta jugada. Lo cierto es que en este momento ha acumulado una porción gigante, inédita, de poder dentro del partido, del gobierno y de las fuerzas armadas. Deng Xiaoping hizo la gran transición desde Mao en adelante. Y mantuvo el poder concentrado en el Partido, a pesar de la heterodoxia económica, capitalista en el accionar.
Deng fue autor del concepto “teoría socialista con características chinas”. Una manera de justificar, en los años 80, las reformas de libre mercado, capitalistas, según el modelo de Occidente.
Los dos sucesores, Hu Jintao y Jiang Zemin mantuvieron la línea de Deng, fueron eficientes administradores, pero no mostraron signos del ambicioso liderazgo que exhibe el actual conductor del partido y del país.
Para todos los observadores está claro que Xi ha consolidado notoriamente su poder, a pesar de que se hizo de enemigos influyentes. Especialmente por su decidida lucha contra la corrupción que dejó un tendal de heridos y resentidos. Sin embargo, en lo visible, ha logrado aplastar toda oposición. Además, a partir de ahora, oponerse a Xi puede equivaler al suicidio, al menos político. Nadie se opondrá a sus directivos. Lo que acrecienta el riesgo que supondrá los errores que pudiera cometer.
Hasta 2022 ejercerá el poder sin limitaciones. En cuanto a la sucesión, es algo bien incierto, aunque abundan los que piensan que, por lo menos, gobernará hasta 2027. Lo normal era que el líder en ejercicio, al comenzar el segundo periodo, incluyera una figura joven, de su preferencia, en el círculo íntimo del Politburó. Xi no lo ha hecho. Para sorpresa general, el firme aliado de Xi en la cruzada contra la corrupción, Wang Quishan, fue degradado y ya no forma parte siquiera del comité central del partido (es cierto que tiene 68 años y pasó la edad habitual de retiro).
Las circunstancias de este congreso partidario son inéditas. China no es más un país asediado por el contexto internacional, con enorme pobreza y subdesarrollo. Es ahora una megapotencia mundial en lo económico, en lo comercial y en lo militar.
Justo cuando Estados unidos prefiere refugiarse en el aislamiento y abandonar su posición de fijar la estrategia de todo el mundo occidental. Cuando Trump desprecia los esfuerzos por mejorar el clima y el ambiente.
China aprovecha ese vacío y se lanza a la conquista de nuevos espacios. Seguramente el modelo que pretende imponer es el de una potencia responsable antes los grandes desafíos de la humanidad, pero con una vida económica, política y social, regida por un partido único.
Ya no es más Mao intentando hacer frente al modelo occidental. Es el abanderado de un nuevo modelo que pretende reemplazar totalmente al matrimonio del capitalismo y la democracia liberal. Algo más parecido a la visión que tenían los emperadores de hace varios siglos en lo que se conocía como “el Imperio del Centro”.
¿Liderar un nuevo orden mundial?
Es cierto que Donald Trump le dejó el camino libre, con su prédica aislacionista y proteccionista. Pero el presidente Xi Jinping aprovechó la oportunidad de inmediato. Ha prometido liderar y delinear una nueva globalización y otro orden planetario, protegiendo la seguridad mundial.
En varias ocasiones había adelantado que China debía cumplir un rol importante en la construcción de un nuevo orden mundial. Pero dio un paso más: anunció que liderará ese proceso. Destacó que el país habrá de asumir un rol más activo en delinear una visión global que garantice la seguridad externa a la par que guiar a la comunidad internacional en materia de seguridad planetaria.
Una afirmación de notable significado si se repara en que fue formulada en forma simultánea con la conferencia anual sobre seguridad en Munich y el grupo G20 a través de sus ministros del área financiera. Un claro desafío a Occidente. Además, agregó en esa ocasión que el viejo orden occidental está cercano a su fin, como resultado de la política externa aislacionista orientada por Donald Trump.
Mientras la principal democracia mundial gira hacia el populismo, contra el libre comercio mundial, y busca redefinir el mapa geopolítico, el partido comunista en el poder en la segunda economía planetaria se vuelve campeón de la globalización.