La hipótesis se ha convertido en realidad en el caso de Australia. La última planta en actividad, la de General Motors (que fabricaba el legendario Holden), cerró sus puertas. Con lo cual reavivó el intenso debate sobre el rol de esta industria en países desarrollados. Una actividad con más de 100 años en este país del Pacífico, y que supo ser exponente central de su avance industrial, desapareció por completo.
GM ha hecho lo mismo que recientemente hicieron Ford y Toyota en este país. La razón: ninguno de los fabricantes pudo resistir el embate de bajos aranceles a importaciones de otros países asiáticos (en especial, Tailandia y China), como consecuencia de los numerosos tratados comerciales firmados en los últimos años, que –según denuncias del sector– inundan el mercado local con importaciones muy baratas.
El aporte australiano en este caso, es poner el debate sobre el tapete. No es la única economía del mundo desarrollado que enfrenta este desafío. Muchas de ellas deben lidiar con la dura competencia planteada por mercados emergentes, como por ejemplo, México con costos de fabricación más bajos. La cuestión pendiente es si hay chance de mantener la viabilidad de esta operación, en el largo plazo, en las naciones más prósperas.
La alternativa australiana
Naturalmente en el gobierno del primer ministro Malcolm Turnbull, no hay signos de derrota o de pesar. El país se viene preparando para este momento desde hace más de dos décadas. No se puede ignorar que tendrá consecuencias: se estima que el ingreso nacional se reducirá en US$ 29.000 millones (2% del PBI) y que habrá 200.000 empleos menos.
Pero la alternativa era inexistente: nada puede oponerse a los autos baratos del sudeste asiático, a menos que se rompieran todos los tratados comerciales, con lo que el daño sería inmensamente mayor. Progresivamente, desde 2014, se aplicó una escala de reducción de subsidios con los que se mantenía a una industria deficitaria. Se calcula que entre 1997 y 2012, esos subsidios costaron al país algo así como US$ 23.000 millones. Una realidad muy distante de aquella de 1974, cuando se fabricaban 500.000 automóviles por año.
La versión oficial es que Australia deja de lado su pasado industrial y aborda el futuro que es una economía basada en los servicios.
Pero para los opositores y para muchos analistas, no se trata de una elección razonada, elegida libremente. Es lo que quedaba por hacer cuando el modelo de producción industrial demuestra que resulta inviable.
En cambio, y en eso no hay discrepancias relevantes, el país es eficiente con buen potencial en el campo de los servicios.
En cierto sentido, es el rumbo inverso de la política que introdujo Donald Trump al llegar a la Casa Blanca. Su meta –al menos en sus dichos– es recuperar empleos en suelo estadounidense, repatriar industrias dispersas por el globo, y asegurar mejoría en la balanza comercial del país.
Hasta ahora no parece haber logrado avances significativos en este campo. Pero para entender bien el eje de lo que se discute, no hay más remedio que enfocar la crisis que atraviesa hoy (o al menos dificultades importantes) un actor central de la economía globalizada: la gran empresa multinacional.
Durante la campaña electoral del año pasado, Trump les pasó facturas y las hizo responsables de la desindustrialización de extensas áreas del interior de EE.UU, de una marcada declinación en los ingresos promedio, y de una reducción en los puestos de trabajo. ¿Por qué? Porque se llevaron las fábricas a otros países donde los salarios eran más bajos y donde ellas aumentaron su rentabilidad.
El diagnóstico podía ser acertado, pero antiguo. Y en buena medida irreversible. Amenazó – es cierto– con reescribir todos los acuerdos comerciales que permitieron en su momento el éxodo de estas empresas, promedió reducir sustancialmente los impuestos para que trajeran los capitales que mantienen en el exterior.
Lo que Trump –y otros dirigentes estadounidenses– no logran ver es que el proceso de integración mundial ya estaba en serias dificultades antes del surgimiento de esta ola populista del año pasado. No solamente estas firmas agotaron su capacidad de reducir costos y gravámenes. Ahora tienen que soportar mejores salarios en sus plantas dispersas por todo el mundo, pero muy especialmente en China. El nuevo escenario parece que tendrá un impacto profundo sobre el comercio global.