Medicamentos… no para cualquiera

    Por Florencia Pulla


    Kurt Soland

    Se dice de Suiza que es un país donde la rigurosidad manda. Los trenes llegan a tiempo. Los impuestos se pagan a rajatabla. Los relojes son conocidos, de hecho, por marcar la hora con precisión. No debería sorprender que Kurt Soland que nació en ese país también se rija por esos parámetros para comandar esta región dentro de la región, diversa en sus perfiles y en sus necesidades. Desde abril de 2014 que es el CEO de la todopoderosa Bayer en la Argentina, Bolivia, Chile, Uruguay y Paraguay: es decir, lo más al sur del sur.
    Soland, que actualmente divide sus semanas entre Chile y la Argentina, no la ha tenido tan fácil desde su llegada al país. Desde que ocupa el puesto de mayor responsabilidad dentro de la compañía ha tenido que lidiar con el día a día de dos mercados de importancia estratégica para la Argentina, el farmacéutico y el del agro. No ha podido huir, por lo tanto, de la controversia: a semanas de haber asumido fue citado en la prensa diciendo que el control de cambios es ilegal y que el Gobierno actúa contra su gente. Las repercusiones no se hicieron esperar.
    Un poco más medido después de haber pasado más de un año en su posición, las opiniones de Kurtland sobre algunos temas sensibles siguen haciendo olas. Es que, ante una pregunta periodística, existen dos caminos posibles: contestar o evadir. El CEO de Bayer pertenece al primer grupo y sobre temas del agro –como el uso de agroquímicos, la rotación de los cultivos, la incapacidad local de de parir una agroindustria– y de farma –el poder de compra del Estado, la universalidad del derecho a la salud, las limitaciones del mercado– es, afortunadamente para los que generan titulares, de los que prefieren levantar la apuesta.

    La Argentina, ¿lejos del mundo?
    –A pesar de dirigir la filial argentina, prefirió vivir en Chile. Quizás esta perspectiva ayude a mantener el contexto respecto de algunas situaciones particulares que se viven en el día a día de la Argentina. ¿Cómo se compara el país con otros mercados que le tocan administrar?

    –Se gana mucha perspectiva. Lo que se ve claramente hoy en el país es que ha decidido no competir con el mundo. La Argentina, que tiene muchos recursos y uno de ellos es su enorme geografía, se pone en una posición diferente que otros países de la región que representan mercados más pequeños. Chile es chico y está más aislado que la Argentina pero se abre mucho más al mundo. En la Argentina vivimos con lo nuestro; para nosotros. Incluso otros mercados importantes como Brasil y México tienen su mirada en el exterior.

    –Algunas limitaciones que hoy son parte del juego de emprender localmente deben ser difíciles de explicar a casa matriz. ¿Cómo se resuelven las tensiones entre los que se puede y no se puede hacer hoy en el país?
    –Es un trabajo difícil. Sobre todo porque no hay nada que no se pueda hacer. La pregunta es con qué esfuerzo. Nosotros tenemos dos fábricas, una en Zárate y otra en Pilar. Y mediante una constante colaboración y comunicación con el Gobierno respecto a lo que se puede o no hacer logramos una relación profesional y, en general, no tenemos problemas para importar lo necesario para abastecer al mercado local y lograr, incluso, exportar a otros países de la región.

    –Hablemos de ese mercado local, primero. El mercado es relativamente pequeño y con limitaciones para expandirse a pesar de que el sistema de salud es eficiente y relativamente maduro en el país. ¿Sobre qué caminos se puede lograr un salto cualitativo?
    –Es cierto que la Argentina tiene un mercado con un sistema de salud competitivo en la región que, además, tiene todo un conjunto de obras sociales desarrolladas. Es un mercado maduro porque los 40 millones de habitantes tienen un buen acceso la salud y al abastecimiento de productos. Por eso creo que el crecimiento va a venir, sin dudas, desde el lado de la innovación. Si en el mercado los genéricos son la norma, seguramente los costos serán menores, eso está claro. Pero solo con innovación se pueden empujar nuevos tratamientos al mercado. Y en todo caso la decisión política que se tiene que tomar es si se quiere proteger a los productos con patentes, protegiendo a su vez esa innovación, o si preferimos una baja en el precio. A largo plazo, lo que puede suceder es esto: bajar los costos pero a costa de que se innove en determinadas áreas. El mercado a largo plazo va a ser influenciado por esta decisión estratégica. Es bueno pensar, como sociedad, qué preferimos: si queremos mejorar los tratamientos y soluciones o si preferimos una baja en los precios inundando el mercado de genéricos.

    Salud para todos

    –Es un debate que se da globalmente: cuál debería ser la posición de la sociedad respecto a la innovación científica versus la capacidad de acceder a medicamentos claves para la salud. Pega muy de cerca para quienes consideran que la salud es un derecho universal.
    –De alguna manera ese debate ya está resuelto. Las patentes duran 20 años, en el mundo, más o menos. Si hay una patente por esa cantidad de tiempo significa, para la empresa, que tiene un potencial de venta de 10 años desde que el producto está aprobado para salir al mercado. Después de esos 10 años la innovación ya no está más protegida y se puede competir. Esa es la esencia de la innovación en EE.UU., Europa, Japón… si no existiese esa protección tampoco existiría una industria capaz de invertir en desarrollo. Y eso es, un poco, lo que pasa en la Argentina, respecto a esa clase de inversiones. ¿Cuánto de su PBI invierte la Argentina en investigación? Es menos del 1% cuando en otros países araña 3%: en países donde la protección intelectual es fuerte se invierte en investigación.

    –En la Argentina las universidades, centros como el Conicet o incluso el MinCyT son claros actores en el plano de la investigación. ¿No son prueba de que la innovación puede eludir, también, al sector privado?
    –Bueno, pero no viene de otro lado. ¿Cuántas patentes tiene la Argentina cada 100.000 habitantes al año? No es parejo respecto al sector privado; no es 50-50%. Es, quizás, 10-90%. Obviamente las investigaciones se hacen en conjunto con universidades y aliados en el sector público porque no son exclusivas sino que se complementan. Pero en la Argentina la mayoría de las patentes del sector público son de ciencias aplicadas y no de lo que llamamos Basic Innovation.

    –El tema de las patentes es quizás uno de los más controversiales. Recientemente algunos representantes de Bayer a escala global hicieron declaraciones aduciendo que no fabricaban medicamentos para los más pobres sino para quienes pudiesen pagarlos. Escucharlo es fuerte. Si es cierto que la industria farmacéutica tiene que innovar, ¿qué responsabilidad le cabe al sector para innovar sin vulnerar el derecho a la salud?
    –Es un tema muy delicado porque es simple poner las cosas en términos de blancos y negros. La verdad es más compleja. En general, la innovación la pagan quienes la usan primero. Es como ocurre con cualquier otro mercado, por ejemplo, la telefonía. Los primeros bricks costaban, en los 90, US$ 15.000 entonces pocos podían comprarlos. Hoy todos tenemos un celular que, de hecho, es mil veces mejor que esos primeros y que se pueden conseguir por US$ 100. La verdad es que si no vendían esos primeros teléfonos a US$ 15.000 no hubiésemos llegado nunca al nivel de desarrollo tecnológico que tenemos hoy. Lo mismo pasa con los medicamentos, de alguna manera. El primero que se beneficia es quien paga para que las empresas puedan recuperar su inversión y sigan apostando. No todos podían comprarse ese teléfono el primer día. Queremos seguir lanzando productos nuevos al mercado y para lograrlo necesitamos recuperar nuestras inversiones. No eludimos, igual, la responsabilidad social del sector: tenemos un programa de acceso a medicamentos para quienes no pueden pagarlos con su bolsillo. Pero las patentes no se pueden eliminar…

    –De todas formas, no se puede comparar el acceso a medicamentos claves –que compromete la vida de una persona– con el de un celular, que puede ser considerado “un lujo”. Ese mismo principio no debería poder aplicarse a ambos mercados por igual.
    –La innovación debe llevar protección y trabajar para poder ofrecer cada vez más estos programas de acceso directo a medicamentos para enfermedades graves. Porque las enfermedades básicas hoy están resueltas. Si hablamos de oncología lo que se busca hoy en día es extender la vida pero mientras tanto seguimos trabajando en una cura. Si vamos atrás en el tiempo, al principio nadie con cáncer se salvaba. Hoy ya hay varias terapias con éxito comprobado. Y ese es el resultado de años de investigación y de inversiones enormes de la industria farmacéutica. La otra alternativa es que el Estado sea quien haga la inversión porque considera que esa cura es parte del bien común y todos en la comunidad deberían tener acceso.

    –En la Argentina, por ley, se garantizan algunos tratamientos como el de HIV. En ese caso, ¿es el Estado, que usa su poder de compra, quien tiene que resolver las limitaciones del mercado?
    –Sí. Es cierto que el Estado es un súper consumidor porque de él depende la salud pública y con esa elección –compro A o B– puede corregir desviaciones dando más acceso. Además, creo que puede participar a través de investigación o de desarrollo de productos. Puede tener una posición proactiva para invertir en desarrollo definiendo cuáles son los temas claves en los que quiere participar. No mucho más que eso.

    –Sobre el poder de compra del Estado: hubo farmacéuticas de capitales nacionales que se quejaron de que el Estado no usa ese dinero para promover el desarrollo de empresas locales. ¿Debería?
    –Creo que debe comprar una solución para el público general que se adapte o resuelva mejor esa enfermedad o situación. Si hay $100, cuántas vidas se pueden mejorar con ese dinero. La discusión, en ese contexto difícil, no puede ser si el producto es nacional o no. Si directamente no tiene la solución, no es una opción. Y si tiene una solución diferente a la de la empresa multinacional entonces deberá elegir cuál quiere. Porque las patentes protegen a productos únicos entonces ninguna solución es la misma. Otro es el caso con productos que no tienen protección: en ese caso todos competimos por precio. Una aspirina, por ejemplo, ya no tiene limitación alguna y ahí el Estado puede elegir la que más le convenga. Pero para los primeros sería irresponsable decir “No puedo dar acceso a esa solución porque no es nacional”.

    –Evidentemente Bayer acompaña esos lanzamientos originales con una inversión marcaria importante para que, cuando se acaben las protecciones, siga siendo la elección primera. O, en el caso de los OTC (Over The Counter o de venta Llbre), acompañar su lanzamiento con fuertes campañas desde el día uno. ¿Cuál es la estrategia para mantener el liderazgo en categorías que se vuelven más competitivas?
    –El valor de marca es importante en cualquier producto porque da confianza. Alguien compra un iPhone por algo. Pero creo que a veces excede al paraguas corporativo: Actrón se vende por Actrón y no porque lo avale Bayer. Es una marca fuerte que está bien establecida. Algo de esfuerzo de la marca hay pero se vende bien porque el producto es bueno, porque por sus características los consumidores están contentos y lo eligen. Si no, no podría haber despegado como despegó. Finalmente, no es el marketing sino la experiencia con la marca lo que condiciona la compra.

    –Claro, pero en el caso de medicamentos con igual composición molecular lo que se compra no es la diferencia sino la legitimidad que da una marca. Esto de que “si es Bayer es bueno”.
    –Cada consumidor tiene que estar contento con su producto. En la industria automotriz hay autos por US$ 10.000 y por US$ 100.000. Los dos llevan a una persona de un punto A, a un punto B. ¿Por qué alguien compraría por US$ 100.000 lo que puede conseguir a US$ 10.000? En la decisión de compra hay más que el medicamento puro: si tiene efectos adversos, si es fácil de tragar, si es rico al tomarlo. Y eso termina definiendo la lealtad a un producto. O sea, que sea “bueno”, puede ser por varias razones.

    –Estas inversiones para potenciar la innovación son enormes. Y llevaron a la concentración del sector farmacéutico global. Además de poder capitalizarse mejor, ¿cuáles son los beneficios?
    –Lo que se ve ahora es el final de la etapa de concentración que empezó hace 20 años. Un laboratorio tiene una participación de mercado de 5% o 6%, no más, entonces no es verdad que haya concentración sino que el mercado está muy fragmentado. Creo que, como decís, el punto más importante para aliarse son las inversiones. Para tener un producto comercializable, hoy hay que invertir mucho. Hablamos de cifras que pueden llegar a los US$ 1.200 millones. Si solo se vende en un mercado, ese dinero es irrecuperable. Hay que buscar la manera de vender productos regional y globalmente para equilibrar el riesgo–retorno.

    Agroindustria, sí o no

    –Bayer también es un jugador importante en el terreno de los agroquímicos. Se leyeron algunos comentarios en los que decías que el Gobierno había marginalidad al campo. ¿Sigue manteniendo esta opinión?
    –El campo tiene un gran potencial; es nuestra exportación número uno. Es lo que podemos ofrecer competitivamente al mundo. Y se perdió. La cara argentina es famosa en el mundo y hoy hay países de la región que exportan más carne que la Argentina. Si un país tiene una ventaja competitiva –por su situación geográfica o por sus recursos disponibles– hay que aprovecharla y convertirla en un eje estratégico para el crecimiento. Si hoy los empresarios agropecuarios están guardando su cosecha en lugar de venderla, es malo para todos. El mercado libre es el mejor jugador que hay y cualquier influencia sobre ese mercado genera malos incentivos que distorsionan la competitividad. Si nos fijamos los países que más competitivos fueron en los últimos 50 años son Singapur o Corea del Sur…

    –También es cierto que esos países generan más valor agregado; la Argentina hoy es un simple exportador de materias primas.
    –¿Quién prohíbe agregarle valor a estos productos agrícolas? Además de ser exportador hay que generar una agroindustria. Nadie compra soja al natural; el consumidor la compra en productos. Hoy se usa el camino fácil: se cosecha y se exporta. The Economist hizo un relevamiento y descubrió que a pesar de que el campo genera 11% del PBI, solo genera 1% del empleo. Hay una distorsión entre producción y empleo: por más que se crezca, no se da trabajo.

    –Lo que hacen Bayer y otras empresas del sector de agroquímicos es aumentar la productividad por hectárea. Son un sector fuertemente regulado pero también golpeado por la opinión pública. ¿Cómo piensa que se puede llegar al objetivo de alimentar más personas que nunca en el mediano plazo de manera responsable?
    –Claramente el indicador número uno es la tierra versus la población: cada vez hay más gente y con la misma tierra va a haber que alimentarlos. Por eso la única solución es que la tierra rinda más. Hay muchos elementos que permiten esto y los agroquímicos son uno. Pero creo que uno de los problemas más serios que enfrenta el campo hoy es la falta de rotación de cultivos: se privilegia cosechar más hoy generando problemas en el futuro. La visión de negocios del agro a corto plazo es lo que genera el monocultivo y no se rota la tierra no va a rendir a largo plazo. Para los dueños de la tierra esta cuestión debería ser fundamental pero como muchos eligen alquilar se pierde el foco en favor del corto plazo. Hay un conflicto bastante grave con ese tema en la Argentina.

    –El mercado hoy no premia al que rota: el precio de los commodities premia al que tiene el cultivo que mejor se vende, en este caso, la soja.
    –Sí. Por eso digo que la persona que alquila su campo sin planificar esa rotación está yendo en contra de sus propios intereses. Porque el arrendatario se va y el que se queda con la tierra ve que no le sirve tanto. Ya está ocurriendo hoy.