Por Julia Pomares (*)
Probablemente todos recordamos al árbiro Horacio Elizondo y a esta imagen: la expulsión de Zinedine Zidane en la final del Mundial de Alemania 2006, que resultó muy polémica porque el árbitro confesó después del partido que en realidad nunca vio el cabezazo al italiano Marco Materazzi.
Hace unas semanas Juan Sasturain escribió un hermoso artículo sobre el rol de los árbitros que es una buena metáfora de algunos problemas de las instituciones argentinas.
Resulta que a Juan Sasturain, como buen fanático del fútbol, se le ocurrió entrar a consultar un manual de la FIFA sobre qué hacen los árbitros. Y en lugar de aburrirse de sus 500 páginas, encontró algo muy interesante: al comparar las versiones del manual en distintos idiomas. Por ejemplo, que la palabra para hablar de la persona que tiene ese rol es distinta en cada idioma. Los ingleses, que inventaron este deporte, lo bautizaron “referee” y, según esta versión, lo único que hace es aplicar las reglas. En francés, sin embargo, se usa la palabra “arbitre” y brinda una alternativa ante la posibilidad de que no haya acuerdo entre las partes. Parecen pedirles a los árbitros un rol más importante que los ingleses. Los españoles, en cambio, los denominan “colegiados” y como dice Sasturain, “simplemente ‘pita’, como si fuera un policía de tránsito”.
¿Y en la Argentina? Usamos “árbitro” o “referí,” y en lugar de decir que el árbitro pita, decimos que cobra. Y lo que dice Sasturain es que la idea de “cobrar en la Argentina no implica la simple penalización de una falta sino la sanción de una deuda personal.
El que cobra, cobra para él: te cobra. Engañarlo –no pagar– no es una infracción contra el fair play y las reglas del juego sino una cuestión privada. Jueces cobradores y jugadores deudores lo entienden desde siempre así.” Explica Sasturain que esta forma tan particular de entender el trabajo que hace un árbitro es un síntoma de la tendencia predominante en los arbitrajes argentinos que apunta, en el balance general, a no favorecer al que juega sino al que no, al que destruye. Y los vínculos son en realidad de desconfianza mutua y, sostiene el autor, el fair play es fear play y abunda el temor.
Esta explicación contribuye a pensar las instituciones políticas. Es que hay un dilema que nos divide en torno a nuestras instituciones.
Por un lado, están aquellos que piensan que el problema institucional argentino es el de un Presidente limitado por la cantidad de bloqueos que su decisión debe atravesar. Para quienes están en este club, los Presidentes argentinos deben luchar contra máquinas de impedir, como Don Quijote contra los molinos de viento. Por eso, en general, creen que tenemos Presidentes débiles, que los bloquean los gobernadores o el Congreso. Por el otro, están quienes creen que construimos una democracia con escasa dosis de liberalismo y por ende, las instituciones políticas sufren de un déficit republicano. Para este otro club, los Presidentes argentinos son demasiado poderosos.
Este dilema (que para seguir la metáfora futbolística muchas veces toma la forma de “cuero” o “camiseta”) está irresuelto y nos hace tomar atajos. El que más usamos es caer en visiones normativas: nos enredamos en discutir la letra constitucional o la brecha entre la letra de la ley y las prácticas pero no nos preguntamos por qué funcionan así las instituciones.
Julia Pomares
Instituciones fuertes
El tema de fondo aquí es que ambos clubes tienen algo de razón. En vez de discutir si necesitamos Presidentes débiles o fuertes, tenemos que asumir que necesitamos instituciones fuertes. Y las instituciones fuertes son aquellas que dan respaldo político a la acción de gobierno, que reparten el poder adecuadamente y que limitan el arbitrio de los oficialismos. En la Argentina tendemos a tener oficialismos que actúan unilateralmente y concentran cargos. Y oposiciones que esperan errores y cuando pueden bloquean.
La debilidad institucional no es un problema abstracto, tiene resultados concretos. Los Gobiernos solamente llegan hasta donde sus capacidades institucionales les permiten intervenir. Las instituciones débiles producen políticas públicas insuficientes o efímeras. Desafíos prioritarios como la protección de las niñas y los niños más pequeños, mejorar la calidad de la educación y construir una infraestructura productiva robusta exceden las capacidades de gobierno que ofrecen las rutinas políticas vigentes.
Cuando el poder está más distribuido, todos se sienten comprometidos con los resultados del Gobierno. Y eso hace a los Presidentes más fuertes y no más débiles, como creemos usualmente. Hay distintas facetas de la política en las que se ve esta dinámica. Aquí nos referiremos a dos: cómo se conforman los gabinetes y cómo se designan a los altos cargos técnicos. Esta dinámica no sería entendida sin comprender las particularidades de nuestro sistema de partidos políticos. Para cada uno de estos factores, se presentan algunas propuestas y recomendaciones para fortalecer las capacidades institucionales.
Los caballeros de la mesa chica
¿Cómo se arman los gabinetes de ministros en la Argentina?
Quien asuma la presidencia en 2015 deberá, en primer lugar, definir quiénes formarán su gabinete de ministros y ocuparán los cargos ejecutivos de mayor responsabilidad. La forma en que se construyen los gabinetes refleja a quiénes representa el Gobierno. Aquellos que conforman el primer anillo de decisión política en el Poder Ejecutivo llevan adelante la agenda programática de cada Gobierno. Quiénes sean esas personas tiene consecuencias sobre el ejercicio del poder. Con cada designación, el Presidente da una señal acerca de cuáles son sus objetivos políticos, qué intereses busca satisfacer y quiénes son sus aliados para lograrlo. Es, además, una de las principales herramientas de poder de un Presidente: no hay ningún condicionante institucional a su decisión.
Los ministros se constituyen como actores centrales al empujar la agenda presidencial en el Congreso y son la fuerza que lidera la implementación de las políticas públicas. La composición del gabinete es el resultado de una decisión estratégica del Presidente. Esta composición depende de cómo se resuelva un dilema que enfrentan todos los Presidentes entre la apertura y el control. Una forma de resolver el dilema es privilegiar el control. Los Presidentes que optan por este camino designan como ministros a colaboradores cercanos que gozan de su confianza personal. Esa confianza puede haberse generado en la militancia partidaria común, en la identidad ideológica, en la cercanía familiar, en la comunidad de origen geográfico o en alguna combinación de estas variables. Las personas cuya autoridad depende fundamentalmente de la confianza personal agregan poco al poder con el que ya cuentan los Presidentes. Son menos independientes para actuar pero, precisamente por ello, menos proclives a desviarse del rumbo o a desafiar la autoridad presidencial.
Otra forma de resolver el dilema es privilegiar la apertura: extender la base de sustento político de los Gobiernos. Los Presidentes que optan por este camino utilizan las designaciones ministeriales como recompensa para sus socios electorales, como mecanismo para comprometer con el Gobierno a los líderes partidarios que los ayudan a reunir mayorías en el Congreso o como instrumento para promover la colaboración de organizaciones sectoriales y movimientos sociales. Por este camino se amplía el conjunto de sectores comprometidos con el rumbo del Gobierno, pero se reduce la capacidad de los Presidentes para controlar todos los resortes del poder nacional. Los Presidentes ejercen así una autoridad más amplia, pero enfrentan mayores riesgos.
En la Argentina, las alianzas electorales tuvieron dificultades para convertirse en coaliciones ejecutivas de gobierno, dado que los Presidentes argentinos no utilizaron las designaciones ministeriales como recompensa para sus socios electorales. Desde 1989, todas las listas presidenciales que accedieron al poder fueron alianzas de partidos. Estas alianzas se cristalizaron en acuerdos para conformar las listas de candidatos, pero no se tradujeron frecuentemente en una distribución de poder representativa de esos acuerdos en el seno del gabinete de ministros. En la Argentina, los gabinetes se caracterizan por estar formados por personas de máxima confianza del primer mandatario y de su círculo íntimo: todos tuvieron no menos de 58% de integrantes con militancia en el partido o facción del Presidente.
En algunos breves períodos de los Gobiernos de Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Fernando de la Rúa, algunos ministerios y secretarías de alto rango se asignaron a funcionarios de otros partidos políticos. Pero en ninguno de estos casos la coalición ministerial coincidió con la coalición electoral. Los primeros dos Presidentes cedieron algunos cargos a miembros de partidos que compitieron dentro de otras listas. El tercero de los mencionados compartió menos espacio con su socio de coalición que lo que su presencia en el Congreso demandaba. Hasta el momento, los Presidentes argentinos no transitaron el camino de la distribución de posiciones ministeriales entre sus socios electorales y legislativos.
Ampliar la base
Los Presidentes tuvieron algo más de éxito en buscar ampliar la base de representación a partir de albergar intereses corporativos de forma institucionalizada, aunque rara vez representaron una política de alianzas reconocida y estable. Hay otras dimensiones, además de la afiliación partidaria, por las cuales la composición de un gabinete podría aumentar la base de representación del Gobierno, como la representación de grupos organizados por fuera de la esfera legislativa (por ejemplo, grupos sindicales, movimientos sociales o del sector empresario). Un Presidente puede conformar un gabinete con representación de intereses corporativos como estrategia para generar consensos frente a dichas organizaciones. Algunos de los Gobiernos elegidos desde 1983 asignaron responsabilidades de gestión a funcionarios con origen en los sindicatos, los movimientos sociales o la representación sectorial. El caso más relevante es la presencia sindical en la máxima autoridad de la cartera de Trabajo. Pero la mayoría de las designaciones fueron el resultado de políticas efímeras.
Los ministros no solo se caracterizan por su militancia en el oficialismo, sino que frecuentemente tienen escasa legitimidad política propia. La proporción de miembros de los gabinetes que tuvieron cargos electivos previos es relativamente baja, aunque creciente: del 25% del total de ministros nombrados en 1983 al 50% en la actual administración. El Gobierno de Duhalde (2002-2003) es el que mayor cantidad de dirigentes con cargos electivos previos tuvo (82%). El tipo de cargo electivo que tienen los ministros confirma cuán relevante es la política provincial en la arena nacional: creció la proporción de ministros con cargos provinciales por sobre los cargos nacionales. Al mismo tiempo, creció la proporción de ministros con experiencia ejecutiva por sobre la experiencia legislativa.
Los gabinetes de ministros desde 1983 muestran una mayor pluralidad en términos de representación geográfica que partidaria, aunque una proporción significativa de los ministros (en la actualidad, 22%) corresponden al distrito del Presidente. De igual modo, desde 1983 hay siete provincias que nunca tuvieron un ministro nacional (Formosa, Tierra del Fuego, Entre Ríos, Jujuy, Catamarca, San Juan, Santiago del Estero y Chubut) y la frecuencia de designación de ministros de cada una de las provincias no guarda proporción con su peso demográfico, lo cual sugiere que la diversidad provincial en la composición de los gabinetes representa de un modo imperfecto el fuerte arraigo provincial de las organizaciones partidarias.
El análisis del origen geográfico de los ministros muestra no solo una baja representatividad geográfica sino también que los ministros no representan facciones provinciales que son, típicamente, las que ofrecen respaldo legislativo en la Cámara de Diputados y el Senado.
Esta forma de conformar gabinetes contrasta con la experiencia de varios países de la región que en las últimas décadas tradujeron exitosamente coaliciones electorales en gabinetes de coalición. En América latina, los Gobiernos de coalición se incrementaron en las últimas décadas y su análisis demuestra que un Presidente con un gabinete cuya base de representación sea más amplia tiene más posibilidades de implementar sus políticas por vía de la ley que uno que no la tiene y, por ende, que sean más duraderas en el tiempo.
Tradicionalmente, el cambio en la autoridad legislativa con la que cuenta el Presidente es una causa de la variación en los incentivos para conformar Gobiernos de coalición. Si las coaliciones surgen con el objetivo de superar los obstáculos a los que se enfrenta el Presidente para instalar su agenda en el Congreso, uno esperaría que los Presidentes que carecen de una autoridad unilateral fuerte en el Congreso utilicen las posiciones ministeriales para construir un Gobierno mayoritario.
Sin embargo, los Presidentes de la Argentina suelen cerrarse más sobre sí mismos. Frente a la pérdida de apoyos, los Presidentes se recuestan más sobre sus colaboradores más cercanos. Cuando los apoyos legislativos al Gobierno disminuyen en la elección de medio término, esta pérdida no se traduce en gabinetes más representativos y plurales sino en gabinetes aún más cerrados: cuando pierden votos en las urnas, los Presidentes argentinos se retraen más en su círculo de confianza.
Algo diferente ocurrió en el actual bienio de Cristina Fernández de Kirchner: una disminución en el apoyo legislativo fue acompañada por un aumento en la cantidad de miembros no estrictamente oficialistas. En el resto del período, en varias oportunidades la pérdida de apoyo en las urnas no llevó a aumentar la proporción de ministros de otros partidos o facciones sino a hacer al gabinete aún más cercano al Presidente. Desde 1989, en la Argentina todos los Presidentes llegaron al poder en alianzas. Sin embargo, no hubo experiencias de gabinetes de coalición y hubo pocas experiencias donde un partido con mayoría en el Congreso –es decir que no necesita abrir su gabinete– reparta responsabilidades entre las distintas alas del partido que le hicieron llegar al poder. Y más interesante es cómo pueden ver aquí que esta lógica de construir los gabinetes se refuerza cuando el Presidente es más débil en el Congreso. Se ve en el gabinete de Raúl Alfonsín a partir de 1987. Vuelve a visualizarse en el final del segundo mandato de Carlos Menem. También se constata durante el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, luego de la derrota electoral en la provincia de Buenos Aires en 2009. Cuando el Presidente pierde apoyos legislativos, se cierra en lugar de abrirse.
Un ejercicio del poder más distribuido requiere promover gabinetes ministeriales más representativos de los apoyos legislativos del Presidente. La eficacia de las políticas públicas y el equilibrio del sistema político dependen de los criterios con los que se integren estos planteles de funcionarios políticos y burócratas. Los ministros y los funcionarios técnicos competentes proponen intervenciones más pertinentes y con mayores chances de éxito. Los gabinetes que incorporan a representantes de todos los sectores que respaldan a los Presidentes tanto en el Congreso como en las elecciones, distribuyen el premio resultante de ganar las elecciones presidenciales de un modo más amplio y previsible y generan compromisos más firmes y relaciones más estables entre el oficialismo y sus aliados.
¿Cómo se designan a los altos cargos técnicos?
Cualquiera sea la propuesta de política que un Presidente quiera implementar, requiere capacidades para hacerla efectiva. Hay diferentes formas de entender las capacidades estatales, pero sus distintas definiciones tienen generalmente un factor común: una burocracia profesional, independiente de los intereses políticos de quienes ejercen cargos electivos, con conocimiento especializado y estabilidad en el tiempo más allá de la permanencia de los funcionarios políticos.
La administración pública nacional está conformada por la administración centralizada y por organismos desconcentrados y descentralizados. En la administración centralizada, el cargo de director nacional y general es, según nuestra normativa, el primero de tipo burocrático según su forma de reclutamiento y no político, ya que constituye el primer eslabón de la función ejecutiva de la administración pública. A diferencia de la designación para los titulares de ministerios, secretarías y subsecretarías en las que además de la idoneidad intervienen factores de índole política, se espera que las designaciones de los directores estén fundadas en el mérito, a través de la institución del sistema de selección abierta como condición de acceso a la titularidad en los cargos de función ejecutiva. En la actualidad, hay 300 que conforman el nivel jerárquico más alto de la administración pública centralizada.
Al menos nueve de cada 10 directores –tanto nacionales como generales– actuales fue designado de forma transitoria en su cargo. Esto implica que las personas encargadas de la función técnica más alta no concursaron esos cargos. Esto no significa que algunas personas actualmente ocupando sus cargos lo hayan obtenido en algún momento por concurso pero puede que esté vencido (dura cinco años) y haya sido designado luego de forma transitoria. Tampoco implica que no haya directores que tengan el mérito y la antigüedad para ocupar sus cargos. Pero sí da cuenta de la práctica de no implementar concursos, lo que impide a estas personas acceder a sus cargos según lo establece nuestro actual sistema de servicio civil. No se poseen datos sistemáticos para el resto de los cargos de la función ejecutiva, pero un análisis del personal directivo a cargo de jefaturas y coordinaciones realizado en 2011 por la Oficina Nacional de Empleo Público muestra que casi la mitad (48,5%) accedió a su puesto directivo por designación transitoria, mientras que solo 23,1% señaló haberlo concursado.
Además de la forma de ingreso (concurso por oposición de antecedentes), la normativa establece diversos requisitos de experiencia laboral y formación universitaria. Sin embargo, al momento de ser designados pueden ser exceptuados de alguno de estos requisitos técnicos. Los decretos de designación muestran que 50% de los directores nacionales y 66% de los directores generales actualmente en funciones fueron designados exceptuando algún requisito establecido en el sistema de carrera de servicio civil. En algunos ministerios (como el de Agricultura, Ganadería y Pesca, y el de Cultura), todas las designaciones de directores nacionales y generales se realizaron tras exceptuarlos de algún requisito mientras que en otros (como el de Planificación y el de Salud), el porcentaje de directores nacionales y generales exceptuados es inferior a 25% o directamente no poseen exceptuados.
Estabilidad de los directores
La forma de la designación también tiene consecuencias sobre la estabilidad de los directores. Según las reglas vigentes, un director podría durar en funciones entre un mínimo de cinco y un máximo de siete años. Luego, para continuar en el cargo, debería volver a concursarlo. Sin embargo, los directores nacionales y generales actuales tienen una antigüedad promedio de tres años en su cargo.
60% de los directores nacionales en vigencia fue designado a partir de diciembre de 2011. Cerca de un tercio (32%) ingresó entre 2007 y 2011. Los directores nacionales con más antigüedad representan solo 8% restante. El mismo patrón se mantiene para los directores generales: 56% lleva un período menor a tres años en el cargo. Así, las designaciones transitorias reducen la antigüedad promedio de estos funcionarios, dinámica que puede facilitar la discontinuidad en las políticas públicas. Cuando se designa un secretario, en general se renueva toda la estructura técnica. Usualmente, esta renovación alcanza el nivel de direcciones nacionales y en menos ocasiones involucra también a las direcciones generales.
El análisis estadístico demuestra que el reemplazo de los ministros no tiene un efecto significativo sobre los reemplazos de directores nacionales y generales. En cambio, existe una asociación positiva entre la designación de un nuevo secretario y la renovación de la estructura de directores nacionales y generales a su cargo. En promedio, el nombramiento de un secretario coincide con un recambio en la alta dirección pública dentro de los 12 meses subsiguientes a su designación.
Esto sugiere la existencia de una alta discrecionalidad por parte de los secretarios en la designación de cargos técnicos de la estructura del servicio civil, lo que resulta consistente con dos interpretaciones: cuando asume un nuevo secretario ocupa los puestos inferiores con técnicos de su confianza o cuando cambia un secretario, los niveles jerárquicos superiores tienen discrecionalidad para operar cambios en el nivel de direcciones. Con independencia de la hipótesis explicativa, lo cierto es que estos nombramientos se realizan omitiendo el mecanismo de selección y, frecuentemente, los requisitos de elegibilidad previstos en las normas vigentes.
Además de la inestabilidad, la alta dirección pública es profesional aunque pueden constatarse algunas debilidades en la especialización temática. La formación profesional es la suma de estudios y aprendizajes adquiridos a lo largo de la vida, tendientes a mejorar las habilidades y competencias que inciden en el desempeño laboral. La normativa juzga a estos saberes como relevantes y los establece como requisitos para los cargos de función ejecutiva. 90% de la alta dirección pública nacional cursó estudios universitarios. El porcentaje es elevado si se tiene en cuenta que los universitarios representan 6% de la población argentina mayor a 20 años.
Aunque a mayor cercanía con la presidencia los factores políticos tienen más peso en las designaciones, 80% de los secretarios y 79% de los subsecretarios son graduados universitarios. Esto indica que existe una valoración positiva de la formación universitaria, más allá de la naturaleza del cargo en cuestión (sea política o técnica).
De esta mayoría universitaria, los abogados representan 38% de la alta dirección pública y 31% de los secretarios y subsecretarios. Desde 1983, la mitad de los ministros fueron abogados. En contraste, los graduados en ciencias básicas y aplicadas representan 18% de los directores nacionales y generales y 15% de los secretarios y subsecretarios. La alta concentración de abogados indica que el tipo de formación universitaria de estos funcionarios no siempre se corresponde con la naturaleza de las tareas que deben desempeñar. Se suma a este escenario una alta tasa de rotación que impide a los funcionarios adquirir experiencia en las tareas concernientes al cargo. El resultado es una alta dirección pública con estudios universitarios pero con un bajo nivel de especialización.
En suma, la administración pública central, en sus niveles más altos (ministros, secretarios y subsecretarios), está dirigida, en promedio, por un abogado con alta inestabilidad en el cargo. En el caso de los directores nacionales y generales (primer nivel técnico), las líneas divisorias con los cargos políticos parecen ser difusas, habiendo sido designados en su casi totalidad de forma transitoria, con escasas diferencias de formación con los altos cargos políticos, exceptuados de los requisitos técnicos del servicio civil en 51% y en algunos ministerios, con escasa antigüedad en el cargo.
Según el índice de mérito del servicio civil del Banco Interamericano de Desarrollo, la Argentina alcanzó 52 puntos sobre 100, muy lejos detrás de Chile, Brasil y Costa Rica, en un análisis de 18 países realizado entre 2002 y 2004. En años recientes, varios países de la región concentraron esfuerzos de reforma del servicio civil en la alta dirección pública.
El caso chileno
La experiencia chilena de reforma es un interesante caso para tener en cuenta. A partir de un acuerdo político legislativo celebrado en 2003, se creó el Sistema de Alta Dirección Pública, una herramienta de apoyo al Presidente de la Republica para seleccionar a los profesionales más idóneos y calificados para dirigir las instituciones públicas a través de procesos de selección abiertos y transparentes. La legislación creó un Consejo ratificado por el Senado, autónomo e inamovible, que trasciende los periodos presidenciales, como responsable de definir los perfiles y proponer las ternas de directivos de primer nivel, y de aprobar perfiles y designar un representante para los procesos de segundo nivel jerárquico. Así, al estar políticamente equilibrado se garantiza que se enviarán al Presidente y ministro respectivo la terna del mejor nivel posible dentro de lo que permite el grupo de postulantes en cada caso.
Este Consejo de Alta Dirección Pública propone al Presidente una nómina de entre tres y cinco de los candidatos seleccionados para la provisión de un cargo de jefe de servicio. La normativa obliga a establecer convenios de desempeño, a través de la definición de metas estratégicas trianuales, entre el ministro respectivo y el propio directivo público (jefe de servicio) avalado por el Ministro de Hacienda y de la Secretaría General de la Presidencia. Esta experiencia puede ser interesante para pensar en convocar a un ámbito multipartidario y con representación técnica que otorgue sustento político y técnico a la puesta en marcha de distintas medidas para fortalecer el servicio civil en la Argentina.
Esta Consejo debería atender a un aspecto central de cómo se designan a los más altos funcionarios técnicos hoy. En la designación de funcionarios técnicos de la administración central se privilegia el alineamiento político o los vínculos personales por sobre los requisitos de carrera del servicio civil. Esta lógica propia de los puestos de mayor responsabilidad política (secretario y subsecretario) se observa también en el nivel de los directores nacionales y generales, donde la especialización técnica y la experiencia deberían ser determinantes puesto que estos funcionarios son los responsables de implementar las políticas públicas nacionales.
Sin embargo, lo habitual es que las designaciones en estos niveles no respondan a los mecanismos competitivos dispuestos por el régimen del empleo público y se realicen exceptuando a los designados de los requisitos previstos por la ley.
Mientras esta situación de irregularidad continúe es difícil pensar en políticas públicas sostenibles, diseñadas y ejecutadas con un horizonte de largo plazo. Tampoco es plausible la conformación de una alta dirección pública con experiencia, y capacidad suficiente para ponerlas en práctica con eficiencia. Ni la política diseñada con mayor sofisticación puede eludir el fracaso de una ejecución fallida.
Los partidos políticos
Finalmente, una agenda de reforma institucional debe fortalecer a los actores centrales de la escena política: el sistema de partidos políticos. Los partidos políticos fuertes estructuran la relación con los votantes, moderan las tensiones competitivas y permiten celebrar acuerdos con horizontes más extensos. No habrá un esquema de gobierno más eficaz con partidos políticos débiles. La reconstrucción del sistema de partidos demandará más que un período de gobierno pero el reconocimiento de su necesidad es condición del éxito de cualquier programa de fortalecimiento institucional. Dimos algunos buenos pasos como las primarias abiertas y obligatorias pero aún seguimos teniendo un sistema que combina una enorme fragmentación y a su vez una cancha inclinada. Para ello necesitamos una serie de medidas para fortalecer el sistema de partidos.
Hace al menos dos décadas que la oferta electoral ya no se organiza a partir de los partidos y, sin embargo, las alianzas no están prácticamente legisladas. Sobre ellas pesan muchas menos condiciones para su reconocimiento, obligaciones y controles. Mejorar las reglas para conformar alianzas electorales podría contribuir notablemente a profundizar el rumbo emprendido por la reforma política de 2009 en términos de estabilizar la competencia política y contener de la fragmentación.
El sistema de partidos argentino se caracteriza hoy por una fuerte fragmentación (tanto por la cantidad de partidos como por las divisiones al interior de cada uno) y una alta variación en los apoyos que recibe cada partido a lo largo del territorio. Es, además, un sistema volátil que volvió a la competencia política menos predecible en el orden nacional. En 1983 había 303 partidos de distrito reconocidos en todo el país, entre los cuales 44 eran las 22 instancias distritales del PJ y la UCR (uno por provincia). En 2009, antes de la sanción de la reforma política, la cifra alcanzaba los 700. En la actualidad son 567 (Cámara Nacional Electoral, 2015), lo que da un promedio de más de 20 partidos por distrito. En la Provincia de Buenos Aires son 60 y en la Ciudad, 48. Esto se traduce en una oferta electoral muy amplia, que las Paso morigeraron (Pomares, Page y Scherlis, 2011) pero que continúa siendo elevada, lo que dificulta la emisión de un voto informado y la rendición de cuentas.
A la fragmentación del sistema de partidos se suma una creciente pérdida de homogeneidad geográfica en los apoyos electorales de cada agrupación. No solo hay más partidos, sino que los patrones de cooperación y competencia entre ellos varían cada vez más a través de los distritos y según el nivel de las elecciones nacionales, provinciales y municipales (Suarez Cao, 2007). Relativo al acceso al poder, los líderes provinciales gozan de amplia autonomía para definir su estrategia electoral. Además, para la conducción nacional de los partidos es cada vez más difícil imponer una estrategia para todo el territorio y los niveles de gobierno. Reglas muy flexibles para conformar alianzas electorales llevan a alianzas muy heterogéneas en términos ideológicos y dispares en los distritos.
La fragmentación y volatilidad partidaria convive con un Partido Justicialista (PJ) predominante y con crecientes ventajas de los oficialismos. En el nivel nacional, los resultados electorales desde 1983 muestran una dinámica bipartidista hasta la crisis de 2001. Desde entonces, se observa un PJ predominante, con una fuerte tendencia a ganar y mantener el poder, y con una oposición muy fragmentada. Las elecciones del nivel provincial exhiben un panorama similar: si se consideran los últimos 30 años, se advierte un claro predominio justicialista, partido que ganó el 63% de las elecciones de gobernador.
Como distante segunda agrupación, aparece la Unión Cívica Radical (UCR), que si se incluye el período de alianza con el Frepaso, controló 22% de las gobernaciones. En las elecciones de gobernador, los oficialismos gozan de una importante ventaja electoral: desde el regreso de la democracia, obtuvieron en promedio 18% más de votos y 36% más de probabilidades de ganar que la oposición. La tendencia afecta a prácticamente todas las provincias y se acentúa cada vez más, deteriorando la competitividad de las elecciones y haciendo que la alternancia en el Gobierno sea cada vez menos frecuente.
Algunos partidos de base provincial jugaron un rol importante en las elecciones ejecutivas de sus respectivos distritos. Durante los últimos años, un pequeño grupo de partidos de ambiciones nacionales accedieron a ejecutivos provinciales y obtuvieron una reelección (el PRO en la Ciudad, el ARI en Tierra del Fuego y el socialismo en Santa Fe). Sin embargo, estas experiencias tienen dificultades para dar lugar a una construcción de orden nacional.
Las oscilaciones programáticas entre extremos muy distantes y el fracaso de algunas gestiones de gobierno quitaron valor a las etiquetas de los grandes partidos tradicionales. Esto contribuyó a que se personalicen las campañas electorales y las gestiones de gobierno. El análisis de quienes ocupan la alta dirección pública de la administración centralizada muestra que la discrecionalidad en las designaciones no implica que sean designaciones partidarias en el sentido más estricto: salvo excepciones, no hay altos cargos políticos ocupados por autoridades partidarias. La personalización estuvo acompañada por alta imprevisibilidad y muy poca estabilidad en las coaliciones, lo cual consolidó una tendencia a elaborar estrategias y establecer acuerdos de muy corto plazo.
Aportes para fortalecer a los partidos
Sancionada en 2009, la última ley electoral introdujo varios cambios como el sistema de Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (Paso), con los objetivos explícitos de reducir y ordenar la oferta electoral y de alentar la renovación democrática al interior de los partidos. Desde su primera implementación en 2011, cayó la cantidad de partidos reconocidos y se redujo notablemente la oferta electoral. También se registró un leve aumento de la competencia interna, que se acrecentó en 2013, aunque estuvo mayormente limitada al campo de las agrupaciones de la oposición.
Para profundizar este camino, algunas medidas posibles en este sentido son:
• Prohibir expresamente las listas colectoras o de adhesión, tanto para las elecciones primarias como para las generales. Este instrumento favorece la fragmentación electoral, debilita a los partidos –porque reducen el costo de competir por fuera del partido de origen– y desdibuja el objetivo de estabilizar la oferta electoral y reducirla, fomentando la conformación de frentes electorales. Eliminar las colectoras o adhesiones podría reducir y reordenar la oferta electoral y favorecer el fortalecimiento de los partidos nacionales.
• Verticalizar la alianzas. La legislación vigente permite que partidos de distrito que forman parte de un mismo partido nacional integren alianzas distintas a través de los diferentes distritos y las diferentes categorías en juego en una elección. Esta posibilidad debilita a los partidos nacionales que no tienen herramientas para unificar la estrategia electoral a través del territorio, alienta la fragmentación electoral y en el Congreso –porque acentúa la subordinación de los legisladores nacionales a los jefes políticos provinciales– y la volatilidad de las alianzas electorales, y complica fuertemente la rendición de cuentas. Modificar la ley orgánica de partidos, para que los partidos deban mantener las mismas alianzas en los distintos distritos y categorías contribuiría a fortalecer los partidos nacionales, alentaría una mayor estabilidad de las alianzas y dotaría de mayor transparencia a la oferta electoral.
• Revisar el régimen de financiamiento de la política y limitar el uso de los recursos estatales con fines proselitistas. La reforma electoral de 2009 dio un paso importante en términos de equidad en la competencia electoral al prohibir la contratación privada de la publicidad audiovisual. Resta ahora abordar dos enormes desafíos. Por un lado, es prioritario sincerar los gastos de campaña y el origen de los recursos con los que se financia el esfuerzo proselitista, y establecer un régimen más estricto de sanciones para los candidatos que se financien con recursos ilegales. Por el otro, limitar la otra gran fuente de inequidad en el acceso a recursos para hacer política: el uso de recursos públicos y, especialmente, de la publicidad oficial con fines proselitistas por parte de los partidos de Gobierno en todos los niveles –nacional, provincial y municipal– durante y fuera del período de campaña. Respecto de ambas cuestiones, la ley electoral es todavía muy laxa y permisiva.
La reforma de las instituciones de gobierno es tan difícil como lo fue la institucionalización de la democracia. Es igualmente factible. No es inexorable, pero es posible. Para ello, necesitamos una discusión amplia sobre el tema y comprometer no solo a los candidatos presidenciales a que expliciten cómo piensan mejorar las capacidades de nuestras instituciones sino también replicar este ejercicio en distintos ámbitos.
(*) Julia Pomares, directora del Programa de Instituciones Políticas de CIPPEC (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento.