30 años de política económica en democracia

Coordinador del Observatorio de la Economía Mundial de la UNSAM, ex ministro de Economía de la provincia de Buenos Aires y de la Nación y embajador ante la Unión Europea, Jorge Remes Lenicov realiza un crítico balance económico de los 30 años de democracia, cuyo resultado, lo mismo que el social, considera magro y por debajo de las esperanzas ciudadanas.

5 diciembre, 2013

Por Jorge Remes Lenicov

 

El comportamiento general de la economía durante estos 30 años de vigencia de la democracia no ha sido bueno: el país tuvo un crecimiento de apenas 2,7 % anual (1,6 % per cápita) y muy variable: 20 años de crecimiento y 10 de caída, con períodos realmente conflictivos como fueron la década del ´80 y la explosión de la convertibilidad en 2001.

 

El crecimiento alcanzado fue inferior al promedio mundial, al de América Latina y al de Brasil, Chile y Uruguay. La inflación, por su parte, fue la más alta del mundo: 7.000.000 % (45% anual), con una hiperinflación (1989) y una deflación (2001); además debieron retirarse 7 ceros a la moneda nacional (en 1985 y 1991).

 

La pobreza es del orden del 25%, el 50% de la población no tiene cloacas, 2,5 millones de personas vive en villas de emergencia, 6 millones de personas requieren de los programas sociales, la educación en todos sus niveles empeoró y se agravan los problemas de inseguridad y narcotráfico. No funcionan los órganos de control y regulación, el federalismo se fue desdibujando y el Estado se agrandó pero empeoró su funcionamiento. Lo alcanzado está muy por debajo de las expectativas de los argentinos y de las promesas de los dirigentes.

Hay muchas explicaciones para tratar de entender este fenómeno que por su atipicidad se destaca en el mundo. Pero seguramente ocupa un lugar central la actitud de la dirigencia (política, intelectual, empresarial, sindical, profesional, social) que no ha podido alcanzar un consenso sobre los problemas más relevantes que aquejan a todos los argentinos y sobre el rumbo a seguir. No se lograron acuerdos mínimos sobre la necesidad de mantener los equilibrios macroeconómicos y un conjunto de precios relativos sustentables, como tampoco sobre cuestiones que hacen a una estrategia de desarrollo tales como los instrumentos para mejorar la productividad, la competitividad y la distribución de los ingresos, o sobre el rol del estado, el tipo de inserción internacional, el desarrollo del tejido industrial y el federalismo.

En ese sentido nos cabe a la dirigencia en todos sus niveles la carga de la responsabilidad. Contener las presiones de los más poderosos sin caer en el facilismo o en las soluciones mágicas, anticipar los problemas y trazar los objetivos de largo plazo, enfrentar las dificultades y asumir los riesgos, hacerse cargo de los errores y no responsabilizar siempre y de forma excluyente a los de afuera, no tener en cuenta las experiencias exitosas de países parecidos al nuestro, querer siempre diferenciarse de lo que hacen otros países que son exitosos como si ésa fuera una virtud, poner en cada elección y en cada gobierno todo en tela de juicio, son algunas de las carencias de la dirigencia argentina. En particular de la dirigencia política, porque ella es la que asume el gobierno del Estado y debe intermediar entre el mercado y la sociedad para alcanzar un desarrollo sustentable y mejorar la distribución del ingreso.

Este comportamiento explica por qué hubo tantos y tan diversos programas de corto plazo en los cuales se probaron todos los instrumentos existentes: atraso o adelanto de los precios relativos clave como el tipo de cambio, los salarios, la tasa de interés y las tarifas, control, acuerdo o libertad para establecer los precios de los bienes, expansión y restricción monetaria, alto y bajo déficit fiscal, negociación colectiva o imposición de los salarios, tipo de cambio único, desdoblado o convertible, mercado de cambios libre o controlado, entre otros.

 

No fue distinto a lo sucedido con las propuestas para el largo plazo dado que permanentemente se plantearon posiciones dicotómicas y en un abanico enorme de posibilidades: hubo períodos de mayor cierre o de más apertura de la economía, de privatizaciones o estatizaciones de las empresas de servicios públicos, de desregulaciones o regulaciones con distintos grados de control, mayor o menor integración con el Mercosur, mayor o menor nivel de endeudamiento público que exigió tres renegociaciones, incentivos o rechazos a la inversión extranjera directa, mayor o menor participación del estado en la economía, tipo de cambio único o diferenciado, competitivo o atrasado, estado empleador de los simpatizantes o prestador eficiente de servicios para toda la sociedad, apoyo o castigo a determinados sectores de la economía (agro, industria, bancos, sindicatos).

Todas estas posiciones antagónicas es lo que se observa cuando se analizan las políticas macroeconómicas y estructurales durante estos últimos 30 años. Esquemáticamente se pueden identificar cuatro programas muy disímiles entre sí: Austral-Primavera (1985-89), Convertibilidad (1991-01), Economía normal (2002-07) y Economía del consumo (2008-13).

 

Por cierto que cada uno de ellos tuvo sus propias variaciones según el presidente o ministro de turno lo que daría lugar a un número aún mayor de modificaciones.

 

Con la democracia se ha ganado mucho en términos de los derechos que le son propios, pero poco se aprovechó de la oportunidad que da precisamente esa libertad para mejorar la situación de los más pobres y crecer sostenidamente. Si bien hubo una innegable expansión de los derechos políticos, individuales y humanos, no es menos cierto que los resultados económicos y sociales están por debajo de las posibilidades del país y de las esperanzas de los argentinos.

Argentina cuenta con excelentes potencialidades, pero para desarrollarse de manera sustentable requiere antes que nada de la iniciativa y el consenso de la dirigencia (política, empresarial, profesional, sindical, social), y en particular de la clase política que es la encargada de dictar las leyes y administrar el Estado.

 

Paso siguiente es el diseño de un programa que aproveche las oportunidades, para lo cual son fundamentales el mejoramiento y el fortalecimiento de todas las instituciones de la democracia y el diseño de una estrategia de mediano y largo plazo cuyo objetivo sea el aumento sistemático de la competitividad y del bienestar social. Esto deberá acordarse entre los partidos políticos y los sectores sociales de forma tal que pueda darle estabilidad a las reglas de juego, reducir la conflictividad y evitar los bruscos y cíclicos cambios de las políticas públicas.

 

Casi todos los países de la región lo hicieron, nosotros también deberíamos poder hacerlo. Aprendamos de ellos.

 

La crónica de tres décadas

 

A fines de 1983 con la recuperación de la democracia, asume la presidencia Raúl Alfonsín quien debe enfrentar la pesada herencia económica dejada por la última dictadura: fuerte endeudamiento externo, alta inflación, demandas sociales acumuladas, desindustrialización y caída de la inversión productiva en un contexto de empeoramiento de las condiciones internacionales. En 1984 el radicalismo intentó un cambio de estrategia para resolver estos problemas pero lleva adelante una política de corto plazo no muy distinta a la de los años previos y terminó con más inflación (25% mensual), alto déficit fiscal, caída de la inversión y de las exportaciones, un leve crecimiento del consumo, reducción del salario real y aumento del desempleo. (…)

Se cierra así la “década perdida” durante la cual Argentina resultó ser el país con peor performance económica del mundo: el nivel del PIB fue menor al de 10 años atrás y también inferior al de 1983 mientras que la inflación alcanzó niveles absolutamente inéditos en nuestro país y en el mundo de esa época.

 

A mediados de 1989 Carlos Menem asumió la Presidencia dispuesto a definir un nuevo rumbo. Comenzó a esbozarlo a través de un acuerdo con Bunge y Born buscando una alianza con un sector del empresariado que le sirviera de soporte para aplicar las nuevas reformas. El mundo, a su vez, se encontraba en pleno cambio: finalizaba la Guerra Fría y el ideario del llamado Consenso de Washington comenzaba a imponerse. (…)

A principios de 1991 y ante el temor de caer en una nueva hiperinflación asume un nuevo ministro de Economía (Cavallo), quien optó por un régimen de tipo de cambio fijo convertible. Las reformas estructurales y la convertibilidad señalaron así la aparición de un nuevo paradigma, con una forma distinta de encarar la economía y la problemática social.

La convertibilidad era un régimen extremo, un émulo de la caja de conversión y del patrón oro abandonados en la Gran Crisis de 1929. Se fija el tipo de cambio a la relación de 1 peso por 1 dólar, se le quitan cuatro ceros al signo monetario y se crea moneda según la variación de las reservas: se pierden así los instrumentos cambiario y monetario. Además se abre la economía tanto para los bienes como para los flujos financieros y así se pierden otras herramientas fundamentales de la política económica, quedando sólo como instrumento de corto plazo, las políticas fiscal y salarial, y de largo plazo, las reformas estructurales para aumentar la competitividad. (…)

La debacle final: 1999-2001. En 1999 la Alianza entre el radicalismo y el FrePaSo gana las elecciones con Fernando De la Rúa bajo la promesa de mantener la convertibilidad. Su principal contrincante, E. Duhalde, había planteado durante la campaña electoral la reprogramación de la deuda pública porque era insostenible y la necesidad del cambio de modelo porque el vigente se había agotado, pero el establishment y la mayoría optó por quien le decía que la convertibilidad podía continuar. (…)

En un contexto de virtual cierre del mercado de capitales se intentó una reestructuración de la deuda -el megacanje- a una tasa de interés tan elevada que transparentaba lo que antes era sólo una sospecha: la imposibilidad del país de hacer frente a los vencimientos de su deuda. Posteriormente, en noviembre de 2001, se inició la reestructuración compulsiva de la deuda pública interna (Fase I del Canje) y se anunció la reestructuración de la externa (Fase II del Canje). (…)

Entre el 18 y el 19 de diciembre, la Argentina explota en una serie de protestas y disturbios callejeros y el presidente De la Rúa renuncia. Asume Ramón Puerta (Presidente provisional del Senado) y llama a la Asamblea Legislativa que nombra a Adolfo Rodríguez Saá (Gobernador de San Luis), quien rápidamente entra en conflicto con los gobernadores peronistas precisamente por no haber salido de la convertibilidad que habían acordado. Renuncia el 30 de diciembre y asume Eduardo Camaño (presidente de la Cámara de Diputados) para convocar nuevamente a la Asamblea Legislativa, que el 1º de enero elige a E. Duhalde (Senador por Buenos Aires) para hacerse cargo de la presidencia. (…)

 

La conducción económica que asumió el 3 de enero de 2002 planteó para la coyuntura tres objetivos:

1) construir un modelo como el que utilizan todos los países que se desarrollan: el de una economía normal que pueda disponer de todos los instrumentos de política económica, mantener los equilibrios macroeconómicos, contar con un tipo de cambio flexible que permita el equilibrio interno y en la cuenta corriente, un sector público sin déficit persistentes con capacidad para distribuir e integrar a toda la sociedad, mercados en competencia, políticas sectoriales para mejorar la competitividad y que no se acumulen problemas para el futuro; 2) evitar que se profundizara el caos heredado, detener la caída de la actividad y empezar a crecer; 3) no provocar una hiperinflación y estabilizar los precios. Había que restablecer, además, el funcionamiento de instituciones básicas (entre ellas, el sistema financiero que estaba destruido) y recomponer los vínculos contractuales, seriamente dañados por la quiebra fiscal, monetaria y financiera.

Tal como se encontraba el país sólo era posible aplicar una política de shock. (…)

 

En las cuestiones económicas los resultados fueron inmediatos mientras que la reparación social tardó más tiempo, como siempre ocurre en las crisis. Hasta que la economía no empieza a funcionar y generar más empleo no se puede recuperar la situación social, a pesar del esfuerzo realizado con los programas especiales, motivo por el cual no hubo ninguna explosión social.

La continuidad del modelo (2003-07): Cuando en mayo de 2003 Néstor Kirchner asume como Presidente, el país crecía al 8%, la inflación era del 3% anual, el tipo de cambio era competitivo, ya se habían alcanzado los superávit gemelos y los precios internacionales de los productos agrícolas comenzaban a crecer aceleradamente.

Las medidas implementadas en el primer cuatrimestre de 2002 se mantuvieron y consolidaron a pesar del cambio presidencial. Algunos de los temas quedaron para su resolución posterior como la recomposición salarial y de las jubilaciones. Los salarios aumentaron gradualmente a medida que la economía se fue afianzando; primero aumentaron los del sector privado formal y con el tiempo lo hicieron los de los empleados públicos y jubilados. Se aumentaron los mínimos en los salarios y en las jubilaciones y se convocó a las convenciones colectivas de trabajo.

Se firmó un acuerdo con el FMI y en 2006 se precanceló toda la deuda con el organismo. Después de la pesificación y reprogramación de la deuda pública interna de enero de 2002 quedaba pendiente de arreglo la deuda pública externa con el sector privado. Fue acordada en 2005 con una importante quita, la que se redujo muchísimo durante los años siguientes por los pagos realizados por el cupón atado al crecimiento del PIB. (…)

A fines de 2007 asumió la presidencia Cristina Fernández de Kirchner. La economía estaba en franca expansión, el contexto internacional seguía siendo muy favorable, las reservas eran muy elevadas, se mantenían los superávit gemelos y los salarios reales seguían mejorando. Dos aspectos negativos: por un lado, la inflación continuaba aumentando y los precios relativos clave comenzaban a desequilibrarse, como el dólar y las tarifas. Por el otro, y a pesar de la expansión, no se había emprendido ninguna reforma estructural para darle sustentabilidad al modelo; nada se hizo en materia de política tributaria, en el sistema financiero, en la coparticipación federal de impuestos, en la transformación del estado para que brinde mejores servicios, en la búsqueda de mecanismos para aumentar la competitividad de la economía y detener el proceso de desindustrialización característico de la década de los noventa, en la reducción de la informalidad laboral y en el autoabastecimiento energético. (…)

Por sus resultados este modelo está agotado. Se depende de la soja y de factores exógenos (lluvias, Brasil y precios internacionales) y la economía desde fines de 2011 entró en estanflación.

 

Con la muy buena herencia recibida y el excelente contexto internacional se puede decir que se ha perdido una gran oportunidad para desarrollar económica y socialmente al país.

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