¿Es inevitable una amplia, larga contracción del dólar?

“Es ilusorio suponer que los déficit externos de Estados Unidos reflejen crecimiento y atraigan a inversores de afuera. Eso no es así en la situación actual”. Tal afirma el columnista conservador londinense Martin Wolf.

29 noviembre, 2004

Por el contrario, “uno de los grandes problemas que afrontan quienes definen políticas es modificar, lo antes posible, las tendencias de las cuentas externas norteamericanas. Mejor dicho, hacerlo sin vulnerar la actividad económica. Pero, cuanto más se posterguen los ajustes, peores serán”.

A criterio del analista, esos ajustes debieran ser compartidos entre EE.UU. y otras economías. “Una vez reconocida la existencia del problema, los principales países han de realinear los precios relativos. Vale decir, los tipos de cambio reales. Ello implica modificaciones en la oferta y la demanda alrededor del mundo”.

Ahí es donde Wolf prescribe “acabar con tres mitos: los crecientes déficit norteamericanos se deben a (1) los atractivos de esa economía para los inversores, (2) su tasa relativa de crecimiento y (3) el alto déficit fiscal”. De lejos, el primero es clave.

A fines de septiembre, el déficit en cuenta corriente de pagos externos orillaba 6% del producto bruto interno y el endeudamiento federal neto se acercaba a 30% (en total, alrededor de US$ 3,96 billones). Si los inversores externos estuviesen comprando activos estadounidenses, sería relativamente fácil apostar a la sostenibilidad de las tendencias. Pero no es así.

En escala macroeconómica, el avance del déficit no eleva esa inversión, sino que achata el ahorro. Además, el financimiento del rojo no es coherente con la ilusión de los capitales de afuera se sienten seducidos por retornos reales superiores. A fin de 2003, las obligaciones externas netas alcanzaban US$ 10,5 billones (cerca del PBI, unos 11 billones), pero apenas 38% era inversión externa directa (IED). El resto se componía de bonos, prestamos bancarios y activos similares.

Pero las tasas de retorno real más altas en la economía debieran bajar los precios de los títulos más viejos en dólares. En activos netos, la situación era más astringente: hace casi un año, las posiciones netas en IED y acciones superaba los US$ 729.000 millones. Entretanto, US$ 1,2 billón en obligaciones netas eran reservas federales. Otros US$ 318.000 millones era efectivo en circulación. Este perfil no tiene absolutamente nada que ver con los retornos sobre activos reales en EE.UU.

Por tanto, Washington es tenedor neto de obligaciones contra activos reales en el exterior, pero tiene elevadas obligaciones netas en bonos y efectivo. De esta manera, el país continúa generando un ingreso de inversión neta muy chico, pese a sus alta posición en obligaciones netas. No es la situación de una economía que esté atrayendo IED por sus superiores retornos. ¿Entonces, que pasa? Simple: hay una perpetua intervención cambiaria en Asia oriental y un grupo de inversores privados en pos de refugio.

El segundo mito supone que el déficit proviene del elevado crecimiento económico real norteamericano, en relación con otras economías grandes. Pero ese factor –aun si fuese cierto- no necesariamnente causa déficit altos en cuenta corriente. Un ejemplo es China, que registra constantemente superávit.

Los rojos en cuenta corriente –subraya Wolf- son mayores cuanto más sube la demanda sobre la oferta. Eso sucede en EE.UU. Pero ¿por qué ocurre? Porque el tipo de cambio real no es aún apto para competir, pese al impetuoso avance del euro contra el dólar.

El tercer mito carga las culpas sobre el déficit fiscal norteamericano. Imagina que los problemas desaparecerían si sólo Washington pusiese las cuentas en orden. En principio es cierto pero, para recortar ese rojo e impedir que la economía caiga en recesión, el déficit financiero del sector privado debiera subir o el déficit externo debiera ceder.

En el primer caso, tendría que elevarse extraordinariamente el gasto privado y su rojo debiera volver a 6% del PBI (el nivel en 2000). La única forma de hacerlo sería ablandar la política monetaria –o sea las tasas-, llevando a una fuerte caída del dólar. Si se tomase la segunda vía, sería también preciso una notable depreciación y, además, desplazar la producción a bienes transables.

Ahora bien, si se excluye la desvalorización del dólar, el reajustes de la cuenta corriente exigirá una contracción general de la demanda. Cabe deducir, entonces, que –en primer término- el sesgo del déficit en cuenta corriente no puede explicarse por características positivas de la economía. En segundo lugar, resultará inevitable que el dólar sufra ulteriores depreciaciones reales si se modifican las tendencias. El problema fundamental es, entonces, adaptarse a reajustes en los tipos de cambio sin afectar la actividad económica real. A esta altura, Wolf no ofrece una receta clara.

Por el contrario, “uno de los grandes problemas que afrontan quienes definen políticas es modificar, lo antes posible, las tendencias de las cuentas externas norteamericanas. Mejor dicho, hacerlo sin vulnerar la actividad económica. Pero, cuanto más se posterguen los ajustes, peores serán”.

A criterio del analista, esos ajustes debieran ser compartidos entre EE.UU. y otras economías. “Una vez reconocida la existencia del problema, los principales países han de realinear los precios relativos. Vale decir, los tipos de cambio reales. Ello implica modificaciones en la oferta y la demanda alrededor del mundo”.

Ahí es donde Wolf prescribe “acabar con tres mitos: los crecientes déficit norteamericanos se deben a (1) los atractivos de esa economía para los inversores, (2) su tasa relativa de crecimiento y (3) el alto déficit fiscal”. De lejos, el primero es clave.

A fines de septiembre, el déficit en cuenta corriente de pagos externos orillaba 6% del producto bruto interno y el endeudamiento federal neto se acercaba a 30% (en total, alrededor de US$ 3,96 billones). Si los inversores externos estuviesen comprando activos estadounidenses, sería relativamente fácil apostar a la sostenibilidad de las tendencias. Pero no es así.

En escala macroeconómica, el avance del déficit no eleva esa inversión, sino que achata el ahorro. Además, el financimiento del rojo no es coherente con la ilusión de los capitales de afuera se sienten seducidos por retornos reales superiores. A fin de 2003, las obligaciones externas netas alcanzaban US$ 10,5 billones (cerca del PBI, unos 11 billones), pero apenas 38% era inversión externa directa (IED). El resto se componía de bonos, prestamos bancarios y activos similares.

Pero las tasas de retorno real más altas en la economía debieran bajar los precios de los títulos más viejos en dólares. En activos netos, la situación era más astringente: hace casi un año, las posiciones netas en IED y acciones superaba los US$ 729.000 millones. Entretanto, US$ 1,2 billón en obligaciones netas eran reservas federales. Otros US$ 318.000 millones era efectivo en circulación. Este perfil no tiene absolutamente nada que ver con los retornos sobre activos reales en EE.UU.

Por tanto, Washington es tenedor neto de obligaciones contra activos reales en el exterior, pero tiene elevadas obligaciones netas en bonos y efectivo. De esta manera, el país continúa generando un ingreso de inversión neta muy chico, pese a sus alta posición en obligaciones netas. No es la situación de una economía que esté atrayendo IED por sus superiores retornos. ¿Entonces, que pasa? Simple: hay una perpetua intervención cambiaria en Asia oriental y un grupo de inversores privados en pos de refugio.

El segundo mito supone que el déficit proviene del elevado crecimiento económico real norteamericano, en relación con otras economías grandes. Pero ese factor –aun si fuese cierto- no necesariamnente causa déficit altos en cuenta corriente. Un ejemplo es China, que registra constantemente superávit.

Los rojos en cuenta corriente –subraya Wolf- son mayores cuanto más sube la demanda sobre la oferta. Eso sucede en EE.UU. Pero ¿por qué ocurre? Porque el tipo de cambio real no es aún apto para competir, pese al impetuoso avance del euro contra el dólar.

El tercer mito carga las culpas sobre el déficit fiscal norteamericano. Imagina que los problemas desaparecerían si sólo Washington pusiese las cuentas en orden. En principio es cierto pero, para recortar ese rojo e impedir que la economía caiga en recesión, el déficit financiero del sector privado debiera subir o el déficit externo debiera ceder.

En el primer caso, tendría que elevarse extraordinariamente el gasto privado y su rojo debiera volver a 6% del PBI (el nivel en 2000). La única forma de hacerlo sería ablandar la política monetaria –o sea las tasas-, llevando a una fuerte caída del dólar. Si se tomase la segunda vía, sería también preciso una notable depreciación y, además, desplazar la producción a bienes transables.

Ahora bien, si se excluye la desvalorización del dólar, el reajustes de la cuenta corriente exigirá una contracción general de la demanda. Cabe deducir, entonces, que –en primer término- el sesgo del déficit en cuenta corriente no puede explicarse por características positivas de la economía. En segundo lugar, resultará inevitable que el dólar sufra ulteriores depreciaciones reales si se modifican las tendencias. El problema fundamental es, entonces, adaptarse a reajustes en los tipos de cambio sin afectar la actividad económica real. A esta altura, Wolf no ofrece una receta clara.

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