Cambios en Argentina: el FMI y su proclividad a intrusiones

En esta oportunidad, el Fondo Monetario no tuvo arte ni parte en la renuncia de Roberto Lavagna ni el ingreso a Economia de Felisa Miceli. Habrá que ver cómo actúan el ente y Estados Unidos en el nuevo escenario.

13 diciembre, 2005

Hasta ahora, hubo una sola señal proveniente de Washington: hacer circular –en medios allegados a la alianza conservadora- versiones, luego desvirtuadas, sobre cierre de representación que la secretaría de Hacienda mantiene desde 2001 en Buenos Aires. Pero esto, si finalmente se decide, será por una razón técnica: esa oficina carece ya de mucho objeto, pues Argentina superó la crisis estallada a fines de 2001 y cerró el canje de la deuda en cese selectivo de pagos.

En cuanto al FMI, algunos analistas no ligados al negocio financiero creen que, aprovechando el cambio ministerial, sería sensato que ampliase los plazos de la deuda que Argentina mantiene con el organismo. Así lo hizo 76% de los acreedores privados vía canje. Pero el acreedor público multilateral no ofrece siquiera una flexibilizaciòn de plazos, entrando en conflicto con el interés argentino y con los acreedores que entraron en el canje. “Esto –apuntaba el economista Roberto Frenkel- supone privilegiar reglamentos sobre justicia y sentido común”.

El Fondo, se supone, debiera cooperar con los países para evitar problemas de pagos contribuyendo a la solidez y expansión de los intercambios mundiales. El modesto refinanciamiento requerido por Argentina cabe holgadamente en esa misión. Los mecanismos del acuerdo contingente de 2003 –que prevén refinanciamientos nuevos para cubrir vencimientos de capital- son perfectamente apropiados.

No obstante, todo refinanciamiento nuevo está sujeto a condiciones determinadas por el Fondo. Ahora, si el ente es una especie de cooperativa de crédito ¿por qué los préstamos se condicionan? Porque, según criterios impuestos por Estados Unidos –“accionista” principal del FMI-, el prestatario debe comprometerse a corregir desequilibrios macroeconómicos y estructurales, para poder restituir los créditos. Esas condiciones sustituyen a las garantías colaterales, inexistentes en el caso de deudores soberanos.

No obstante, con el tiempo esas condiciones fueron ampliándose, por influencia de una alta burocracia con nexos entre bancas y grupos económicos de los países centrales. Hasta los años 70, los convenios incluían unas seis cláusulas, número que, en los 90, llegaba a veintitrés. A principios de siglo, los acuerdos con paìses latinoamericanos incorporaban ya 33 cláusulas estrictas y 78 laxas. ¿Por qué? Porque, desde el consenso de Washington (1989, ya perimido), el foco fue más allá de la balanza de pagos –donde el socio dominante empezaba a acumular déficit escandalosos-, abarcando el negocio financiero, las privatizaciones, la reforma –venta- de empresas públicas, las políticas laborales y sociales, los precios internos, etcétera.

En sìntesis, el Fondo les enmienda la plana a los gobiernos locales que, no obstante, continúan siendo deudores soberanos. Previendo esa contradicción, en 1995 Anne Krueger sugirió establecer la quiebra soberana como figura del derecho positivo internacional. Después, Alan Meltzer, Adam Lerrick y George Calomiris la imitaron.

Mientras tanto, técnicos y directivos iban atendiendo intereses circunstanciales (el caso de Anup Singh es emblemático). Así, en 2002 el Fondo ponía énfasis en restructurar –o sea, vender- bancos públicos, a quienes atribuía responsabilidades claves en la crisis del momento. Pero nada decía de la “cosmética contable” y las estadísticas fraguadas toleradas a sucesivos equipos económicos en 1995/2001 para ocultar el veloz deterioro de la convertibidad rígida.

En 2003, el organismo exigía recomponer contratos en servicios públicos, para mejorarles rentabilidad a los concesionarios, olvidando las enormes utilidades logradas en 1991-2000, sin invertir mucho. Estas actitudes ponen en evidencia la permeabilidad del FMI –y sus voceros informales en el país- a empresas y bancos con sede en países del Grupo de los 7.

Hasta ahora, hubo una sola señal proveniente de Washington: hacer circular –en medios allegados a la alianza conservadora- versiones, luego desvirtuadas, sobre cierre de representación que la secretaría de Hacienda mantiene desde 2001 en Buenos Aires. Pero esto, si finalmente se decide, será por una razón técnica: esa oficina carece ya de mucho objeto, pues Argentina superó la crisis estallada a fines de 2001 y cerró el canje de la deuda en cese selectivo de pagos.

En cuanto al FMI, algunos analistas no ligados al negocio financiero creen que, aprovechando el cambio ministerial, sería sensato que ampliase los plazos de la deuda que Argentina mantiene con el organismo. Así lo hizo 76% de los acreedores privados vía canje. Pero el acreedor público multilateral no ofrece siquiera una flexibilizaciòn de plazos, entrando en conflicto con el interés argentino y con los acreedores que entraron en el canje. “Esto –apuntaba el economista Roberto Frenkel- supone privilegiar reglamentos sobre justicia y sentido común”.

El Fondo, se supone, debiera cooperar con los países para evitar problemas de pagos contribuyendo a la solidez y expansión de los intercambios mundiales. El modesto refinanciamiento requerido por Argentina cabe holgadamente en esa misión. Los mecanismos del acuerdo contingente de 2003 –que prevén refinanciamientos nuevos para cubrir vencimientos de capital- son perfectamente apropiados.

No obstante, todo refinanciamiento nuevo está sujeto a condiciones determinadas por el Fondo. Ahora, si el ente es una especie de cooperativa de crédito ¿por qué los préstamos se condicionan? Porque, según criterios impuestos por Estados Unidos –“accionista” principal del FMI-, el prestatario debe comprometerse a corregir desequilibrios macroeconómicos y estructurales, para poder restituir los créditos. Esas condiciones sustituyen a las garantías colaterales, inexistentes en el caso de deudores soberanos.

No obstante, con el tiempo esas condiciones fueron ampliándose, por influencia de una alta burocracia con nexos entre bancas y grupos económicos de los países centrales. Hasta los años 70, los convenios incluían unas seis cláusulas, número que, en los 90, llegaba a veintitrés. A principios de siglo, los acuerdos con paìses latinoamericanos incorporaban ya 33 cláusulas estrictas y 78 laxas. ¿Por qué? Porque, desde el consenso de Washington (1989, ya perimido), el foco fue más allá de la balanza de pagos –donde el socio dominante empezaba a acumular déficit escandalosos-, abarcando el negocio financiero, las privatizaciones, la reforma –venta- de empresas públicas, las políticas laborales y sociales, los precios internos, etcétera.

En sìntesis, el Fondo les enmienda la plana a los gobiernos locales que, no obstante, continúan siendo deudores soberanos. Previendo esa contradicción, en 1995 Anne Krueger sugirió establecer la quiebra soberana como figura del derecho positivo internacional. Después, Alan Meltzer, Adam Lerrick y George Calomiris la imitaron.

Mientras tanto, técnicos y directivos iban atendiendo intereses circunstanciales (el caso de Anup Singh es emblemático). Así, en 2002 el Fondo ponía énfasis en restructurar –o sea, vender- bancos públicos, a quienes atribuía responsabilidades claves en la crisis del momento. Pero nada decía de la “cosmética contable” y las estadísticas fraguadas toleradas a sucesivos equipos económicos en 1995/2001 para ocultar el veloz deterioro de la convertibidad rígida.

En 2003, el organismo exigía recomponer contratos en servicios públicos, para mejorarles rentabilidad a los concesionarios, olvidando las enormes utilidades logradas en 1991-2000, sin invertir mucho. Estas actitudes ponen en evidencia la permeabilidad del FMI –y sus voceros informales en el país- a empresas y bancos con sede en países del Grupo de los 7.

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