Las aulas, metáfora de un mundo que será híbrido

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Parece que fue ayer, y parece que fue hace un siglo. El día en que, de un momento al otro, nuestra actividad se volvió virtualmente ilegal y todo lo que era físico, cercano y tangible se volvió virtual.

¿Quién no recuerda dónde estaba? Este autor estaba preparando una clase, mientras ayudaba a su octogenaria pero hiperactiva tía abuela a llenar su alacena para “stockearse por unas semanas”. Sí, casi 60 semanas fueron.

Allí cayó el email suspendiendo las clases y anunciando el “pase al mundo virtual”. Un traspaso que para quienes ya vivíamos con un pie en el mundo hiperdigital y de reuniones por Zoom, Teams, Meet, BlueJeans, Skype y todos esos mecanismos, tenía algo de conocido. Pero un mundo para el que ni toda la experiencia del mundo podría habernos preparado, no por su complejidad, si no por su fría y distante distancia.

Sí, admitámoslo. Hay algo más fácil en “dar clases por Zoom”. Lo mismo en recibirlas. No hay que subir tantos materiales al WebCampus (sobre todo archivos con videos insoportablemente pesados como este docente). No hay que pasar un rato -según el día, largo, corto, exasperantemente embotellado ó sorprendentemente rápido- en el auto o el transporte público yendo o volviendo de la facultad.

También hay contras. La más dura de todas: perder el contacto personal, la serendipia de cruzarse a alguien en el bar ó pasillo, el poder ver caras, gestos en la clase y conocer a las personas detrás de esos nombres.

Desde el punto de vista emocional, la virtualidad es horrible.

Ahora… desde el punto de vista educativo y de negocios… ¿quién sabe?

Si lo pensamos, el mundo virtual ofrece miles de oportunidades, y podemos aprovecharlas todas. Nadie dice que tiene ese “flair” tan especial que ofrece la experiencia académica presencial. Pero permite que -literalmente- decenas de miles de personas que antes no podían acceder a clases lo hagan. Y que centenares de profesores que por motivos diversos a veces deben distanciarse del “edificio” de la universidad, puedan seguir dictando clases.

Aún cuando la pesadilla pandémica creada por el Covid-19 haya terminado, los cambios que 2020 trajo tan de golpe, se quedarán. Desde ahora, las clases serán siempre híbridas. En ellas, un mismo docente podrá tener el aforo completo en un aula (50, 70 alumnos) y más de un centenar en forma virtual. Aquellos que cursen de forma presencial tendrán el “full monty” de la experiencia aúlica.

Quienes cursen de forma virtual, se perderán algunas cosas, pero no de la esencia. Se podrían establecer diversos turnos y varios tiers de precios para acceder a diversos tipos de aulas, de docentes y de experiencias de enseñanza y aprendizaje. Las tecnologías de digitalización se harán más ubicuas, fáciles de usar y poderosas. Nuevos desarrollos como la inteligencia artificial aplicada, realidad virtual y realidad aumentada, cloud computing, textos digitales, clases pregrabadas, ebooks, apuntes virtuales, la implementación de redes 5G… todas estas opciones estarán disponibles para hacer las materias, programas y clases más atractivos, dinámicos y útiles para los alumnos.

No solamente. La virtualidad híbrida permitirá alcanzar cada vez más a un mayor número de alumnos y alumnas. Podremos servir a más personas y acercar los beneficios de la educación de excelencia a muchos que por distancia ó recursos, hoy no pueden acceder a ella.

Las aulas que hoy llamamos “híbridas” y que parecen emergidas de una misión de la NASA, serán en un tiempo simplemente “las aulas”, porque ya no será concebible que no haya alumnos en un Zoom ó un pizarrón que no esté digitalizado. La “nueva normalidad” será muy rápidamente lo normal y el piso sobre el que podremos construir una nueva y mejor gestión educativa.

Podemos hacerlo, si tomamos, procesamos y aplicamos las lecciones que nos dejan la pandemia y la cuarentena global. A fin de cuentas, ese es nuestro trabajo: tomar conocimiento, transformarlo, aplicarlo y transmitirlo.

Y mientras reabrimos las aulas, y paso a paso volvemos a encender nuestras luces y llenar nuestros pizarrones y pasillos, también debemos caminar por lo que alguna vez fue el centro económico de una ciudad, que ahora es un páramo desolado y oscuro.

Ojalá que la academia, todas las academias, vuelvan a ser faros de luz en un oceáno de tinieblas.

Quedará siempre dando vueltas la pregunta: ¿Por qué las autoridades tardaron tanto -y exigieron tanto- para autorizar la apertura de las universidades? Abrieron los hipódromos, los gimnasios, las piletas y los bares mucho antes que las casas de estudios… ¿por qué?

Este autor quiere aventurar una opinión. Había en el aforo de las universidades (pasillos estrechos, aulas llenas, ascensores) un riesgo serio de expansión del virus.

Pero hay algo más, algo oscuro, no hablado, siniestro, pero latente. Un plan no escrito, tácito e inconfesable ejecutado por una parte de la dirigencia del país -y quizás del mundo-. Un plan que dice que un pueblo ineducado y embrutecido es un pueblo manejable, con una democracia débil.

Esto no es un comentario con una raíz política. Es simplemente un señalamiento. Lo que pasó es un hecho demasiado sospechoso para no ser sospechoso. Ojalá sea sólo eso: la sospecha de un docente -y alumno- con mucha imaginación y que ha visto demasiados documentales.

Pero sólo por si acaso, no debe pasarse por alto la posibilidad. Porque dice mucho del rol que deberemos cumplir en la sociedad quienes todavía creemos en el poder transformador de la educación.

* Patricio Cavalli es asesor empresario en marketing y tecnología, y docente universitario.

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