Presente y futuro del management

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Vivimos un período de transición. Los cambios que están ocurriendo son más radicales que tal vez ninguno antes en la historia. Esos cambios exigen a los empresarios examinar los supuestos o los paradigmas básicos de la realidad.

Es probable que los viejos supuestos sobre la realidad estén equivocados. En este nuevo siglo, habrá que preocuparse por todo lo que afecte al desenvolvimiento de la empresa, esté o no bajo control del management.

Para entender el proceso de auge y declinación por el que inexorablemente atraviesan las teorías sobre la gestión empresarial, es recomendable recordar el ciclo conocido de las más exitosas que, a su tiempo, mostraron su vocación imperialista y pretendieron explicar toda la realidad de la empresa y los negocios.

Es que la última teoría en management sigue un ciclo conocido: de la euforia a la desilusión. Primero, uno de los expertos de renombre, un gurú, elabora la tesis seductora y acuña un nombre impactante. El libro donde se condensan estas ideas tiene gran repercusión.

Algunas empresas, en lucha por sobrevivir, ganar mercado o reducir costos, aplican los preceptos del nuevo credo. Pronto se empieza a hablar de casos exitosos en la aplicación de estas ideas. Las páginas de las revistas de negocios se pueblan con estas historias. Ahí se llega a la cumbre.

Casi enseguida comienza la declinación. Siempre desde el frente académico, algún sólido profesor lanza la primera andanada. Una minuciosa investigación demuestra que en la aplicación de la revolucionaria tesis son más los fracasos o los casos indecisos que los éxitos. Por este sendero avanzan otros expertos y luego el periodismo especializado.

El desaliento cunde. ¿Cuál es el paso siguiente? El gurú admite que sus ideas no fueron bien aplicadas o que el cambio vertiginoso en el modo de hacer negocios introdujo variables no previstas, y se apresta a formular una versión revisada y actualizada de la tesis o a lanzar una nueva.

Un buen día, la teoría una vez triunfante comienza a desvanecerse, a caer en el olvido, mientras otra idea atractiva y seductora se instala firme en el centro del escenario. Y el ciclo recomienza.

La gran transformación

Los inmensos conglomerados donde prevalecía la integración vertical, donde abundaban las ideas de management que privilegiaban la armonía y el entendimiento entre todos los que trabajan en una empresa, han optado por decisiones drásticas que contradicen las teorías dominantes durante la última década.

Millares de empleados a la calle, eliminación de puestos gerenciales considerados innecesarios, y un nuevo espíritu federalista que se traduce en mayor poder para quienes dirigen las fábricas, desarrollan productos o están en contacto directo con los clientes, son las últimas novedades.

Por ejemplo, ¿qué programa de calidad total, que para tener éxito debe contar con el consenso de los empleados, se puede desarrollar en una firma si simultáneamente se producen despidos en masa?
Hace unos pocos años, Peter Drucker advirtió sobre el riesgo que corrían las 500 empresas que brillaban en la lista anual de Fortune. Pocos imaginaban lo acertado del pronóstico: cuando se está en la cima es difícil advertir el paso que puede llevar al abismo.

La posición y la fortuna de los poderosos han cambiado de modo sustancial, a menudo en forma súbita y sin que las recetas aplicadas logren detener el descenso. No se trata solamente de un cambio total en el entorno competitivo. Se requiere una revolución interior en las convicciones, las metas y los criterios de una organización empresarial para transitar –si es posible– el camino que permita recuperar las posiciones perdidas.

Siempre que hubo pérdidas, se practicó el ejercicio de reducir costos y despedir empleados. Pero lo singular del proceso de los años ‘90 es que muchas empresas que se estaban reestructurando, achicando, o que reducían sus niveles gerenciales, seguían dando utilidades. Lo que se cambiaba de una vez era la propia estructura de la empresa para estar en condiciones de competir eficientemente en los próximos años.

Ese es el proceso más notable. Y en su desarrollo, naturalmente se resiente la lealtad de la gente con la firma. En muchos casos, porque se perdió el empleo; y en otros, porque el precedente hace que el que mantuvo una posición viva atemorizado por la posibilidad de que le toque a él en la próxima oportunidad.

Con sus ventajas e inconvenientes, esta irresistible tendencia que dominó la década pasada, reengineering, downsizing, o como se prefiera denominarla, perseguía que al final del proceso las megacorporaciones emergieran magras, flexibles y con el mismo espíritu empresarial que los rivales de menor tamaño. Tal vez, como verdaderas redes de negocios independientes, que pueden ser evaluados por su real desempeño.

El énfasis se puso en el redimensionamiento, en la reestructuración de procesos centrales y en otras formas de reducir costos.

Estos enfoques inevitablemente conducen a un callejón sin salida. Llega un punto en que es imposible aplicar semejantes medidas sin causar daños graves al núcleo de la empresa. Insistir en el camino de bajar costos es arriesgar la pérdida de energía y visión institucionales.

El esquivo crecimiento

La pregunta central sigue siendo: ¿dónde y cómo se debe generar el crecimiento interno? La respuesta, desde luego, se referirá específicamente al contexto, las oportunidades y las capacidades de una empresa. No existe una fórmula genérica e instantánea.

Una herramienta clave de crecimiento es introducir nuevos productos, y sin embargo pocas compañías lo hacen con la frecuencia adecuada. El resultado es bajo crecimiento. De acuerdo con la revista New Product Development (Desarrollo de nuevos productos), probablemente casi la mitad de los ingresos de los líderes en ventas de una industria provienen de productos lanzados en los últimos cinco años. En contraste, las compañías en el tercio inferior de una industria sólo reciben 11% del ingreso de productos nuevos.

El hallazgo de nuevos e innovadores canales de distribución se ha convertido en una de las claves del crecimiento corporativo. Aquellos jugadores que hayan reconocido el cambio en la distribución global –donde el poder pasa de los productores a los minoristas– se habrán posicionado para el crecimiento. Los grandes del crecimiento responden a la creciente diversidad de nichos y al ritmo de la fragmentación del mercado, en lo que una vez fueron empresas de un solo canal.

Estos caminos (nuevos productos y canales) no darán su máximo potencial a menos que la cultura y la estructura de management de la compañía estén alineadas con la búsqueda del crecimiento. El crecimiento es la prueba suprema de las aptitudes, las destrezas y los valores. Requiere productos y servicios de valor superior en cuanto a diseño, innovación, calidad de servicio; organizaciones soporte que den lugar a oportunidades de crecimiento; y excelencia en destrezas fundamentales en toda la gama, desde I&D, desarrollo de producto, producción, marketing, etc.

El modelo tradicional

Hasta 1980 imperó el modelo de producción industrial inventado 100 años atrás: producción para mercados masivos, diseños estandarizados y alto volumen de producción, usando partes intercambiables. Modificado y elaborado por los principios de gerenciamiento científico que promulgaran Frederick Taylor, Isaac Singer, Andrew Carnegie y Henry Ford, este nuevo paradigma ayudó a Estados Unidos a convertirse en una usina industrial hacia la década de 1920.

Según ese modelo, varias ideas eran aceptadas como dogma:
• que el trabajo se realizaba más eficientemente cuando se lo dividía y asignaba a especialistas;
• que los gerentes y los miembros más expertos del personal debían ocuparse de las ideas, mientras los trabajadores se dedicaban a la acción;
• que cada proceso se caracterizaba por una cierta cantidad de variación, de lo que se derivaba una irreductible tasa de defectos;
• que la comunicación debía ser altamente controlada y debía efectuarse respetando la cadena jerárquica de mando.

En 1969 Wickham Skinner cuestionó algunos de estos postulados, afirmando que había una mejor manera de fabricar productos. Decía que las empresas se distinguen unas de otras por tener diferentes puntos fuertes y debilidades; y que pueden usar sus puntos fuertes (que casi nunca son los mismos) para diferenciarse de sus competidores.

Para Skinner la estrategia de manufactura debía estar basada en la noción de adecuación estratégica: la forma en que una empresa decidía fabricar sus productos debía reflejar su posición competitiva y su estrategia. De ahí el concepto de focused factory, o fábrica concentrada en un objetivo.

Pronto se hizo evidente que ese esquema era incompleto. No explicaba, por ejemplo, por qué los fabricantes de artefactos eléctricos para el hogar podían elegir, por ejemplo, procesos de producción y estrategias competitivas similares, pero uno podía tener mucho más éxito que el otro.

A fines de los ‘70 las empresas japonesas comenzaron a tomar por asalto los mercados mundiales en varios rubros. Su arma secreta resultó ser simple virtuosismo en la fabricación. Casi todas ofrecían mercancías similares a las que producían las empresas occidentales, y también las comercializaban en forma similar.

Lo que hacía atractivos esos productos no era solamente su costo, sino también el bajo índice de defectos, su confiabilidad y su durabilidad. Al principio pareció que la superioridad en la fabricación japonesa podía ser atribuida a los preceptos tradicionales de fabricación. Pero luego se comprobó que los japoneses aplicaban técnicas similares a las occidentales, sólo que con obsesión por la eficiencia y la calidad. También tenían fábricas focused, también aplicaban la manufactura repetitiva, también la producción justo a tiempo.

Las empresas japonesas habían encontrado aparentemente una estrategia de fabricación muy superior al sistema Taylor, que se caracterizaba por dar prioridad a la velocidad y la flexibilidad antes que al costo y el volumen. Según este enfoque, el personal debía ser entrenado en generalidades más que en especialización. Los defectos son inaceptables. La comunicación debe darse informalmente y horizontalmente entre los trabajadores de línea, más que a través de la jerarquía establecida.

Ni el enfoque tradicional ni el paradigma de la fabricación liviana prestan mucha atención a la necesidad de aumentar la flexibilidad estratégica de una organización.

Las empresas que son capaces de transformar sus organizaciones en fuentes de ventajas competitivas son las que pueden adicionar varios programas de mejoras al objetivo amplio de seleccionar y desarrollar capacidades operativas únicas.

En el mundo actual, donde nada es predecible y surgen competidores desconocidos desde direcciones insospechadas en el peor momento, una empresa debe pensarse como una colección de capacidades en evolución, y no como una colección de productos y negocios. Son las capacidades las que brindan la flexibilidad necesaria para embarcarse en nuevas direcciones. La estrategia de una empresa debe brindar el marco de referencia para guiar la selección, el desarrollo y la explotación de estas capacidades.

Inventar el futuro

Hay dos tipos de empresas: las que se acomodan al mercado existente y las que lo modifican. Las primeras acatan las reglas de juego y se esfuerzan por mantenerse al día; las segundas crean nuevas reglas de juego, inventan el futuro, miran lo más lejos posible.
Una empresa debe ser capaz de reconcebirse. Sus directivos deben pensar siempre a cinco o diez años vista, preguntándose: ¿a qué tipo de clientes deberemos atender dentro de cinco o diez años? ¿A través de qué canales llegaremos a ellos? ¿Quiénes serán nuestros competidores? ¿Qué capacidades deberemos tener? ¿De dónde saldrán las ganancias? Para imaginar y crear el futuro, hay que desaprender el pasado.

Los viejos supuestos siguen en pie pero han dejado de tener validez. Por lo tanto, hay que repensarlos y formular otros nuevos que estén en sintonía con las realidades del siglo XXI.

Cuando las tecnologías, los productos y los servicios convergen de una manera radical, inédita, creando imaginativas formas de hacer negocios y desarrollando nuevos paradigmas, se habla de la irrupción de una killer application. Tan poderosa, con tanto potencial, que transforma industrias enteras, obliga a redefinir los mercados y las relaciones entre vendedor y comprador, y provoca la desaparición brusca de compañías que tardan demasiado en entender lo que está ocurriendo. La brújula, la máquina de vapor y el Ford T son buenos ejemplos de killer applications, ya que produjeron movimientos tectónicos cuyos remezones se expandieron sobre el escenario político, económico y social de su tiempo. Hoy, la convergencia entre computadoras y telecomunicaciones, el desarrollo impensado de la Internet, del e-mail y ahora del e-commerce están produciendo alteraciones cuyas consecuencias todavía no es posible vislumbrar con certeza.

Los empresarios que advierten la ventaja competitiva de manejar las nuevas herramientas, y también el riesgo de ignorarlas, han comenzado por desacralizar algunos tabúes. Los procesos de control y planificación no son tan reverenciados como hace unos años, y se abrazan con entusiasmo temeroso la creatividad y el caos, mientras se trata de formular y entender las estrategias de la era digital. Los que triunfen en esta ardua tarea lograrán una posición de mercado expectable.

Finalmente, está la Internet. Aun a riesgo de provocar una polémica, podría decirse que es el desarrollo tecnológico más importante del siglo XX. Es más que un canal de marketing, más que un medio masivo, más que un mecanismo para la realización de transacciones comerciales eficientes y baratas; la Internet se está convirtiendo en la infraestructura del comercio para la economía del siglo XXI. En realidad, está cambiando la naturaleza misma de las relaciones entre los productores de bienes y servicios y los consumidores.

La Internet está delegando poder en los consumidores como ningún otro medio, está cambiando de manera fundamental las expectativas de los consumidores en lo que se refiere al costo, la conveniencia, la oferta y el servicio.

Se estima que para el 2005, más de 85% de las firmas de Internet que hoy operan en el ciberespacio se habrán entrecruzado con otros negocios en Internet o habrán desaparecido del negocio. Pero muchísimas otras habrán tomado la posta.

Para las empresas que sepan usar la Internet como lo que realmente es –una herramienta para el manejo de la información– ningún objetivo será inalcanzable: buenas relaciones con los clientes, pronta llegada al mercado, mayores eficiencias en la operación y menores costos.

Tradicionalmente, lo que determinaba el éxito de una empresa eran sus activos físicos. En el futuro, serán sus activos virtuales. Desde ese punto de vista, el conocimiento y la información transformarán la manera de encarar los negocios y el manual de la empresa exitosa tendrá que ser reescrito.

Por Miguel Ángel Diez

Sobre el autor

Es Director de la revista MERCADO. Egresado de la carrera de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata; profesor de esa carrera en varias universidades. Escribió 100 tendencias en marketing; Agenda empresarial del 2000 y 50 ideas en anagement.

Es probable que los viejos supuestos sobre la realidad estén equivocados. En este nuevo siglo, habrá que preocuparse por todo lo que afecte al desenvolvimiento de la empresa, esté o no bajo control del management.

Para entender el proceso de auge y declinación por el que inexorablemente atraviesan las teorías sobre la gestión empresarial, es recomendable recordar el ciclo conocido de las más exitosas que, a su tiempo, mostraron su vocación imperialista y pretendieron explicar toda la realidad de la empresa y los negocios.

Es que la última teoría en management sigue un ciclo conocido: de la euforia a la desilusión. Primero, uno de los expertos de renombre, un gurú, elabora la tesis seductora y acuña un nombre impactante. El libro donde se condensan estas ideas tiene gran repercusión.

Algunas empresas, en lucha por sobrevivir, ganar mercado o reducir costos, aplican los preceptos del nuevo credo. Pronto se empieza a hablar de casos exitosos en la aplicación de estas ideas. Las páginas de las revistas de negocios se pueblan con estas historias. Ahí se llega a la cumbre.

Casi enseguida comienza la declinación. Siempre desde el frente académico, algún sólido profesor lanza la primera andanada. Una minuciosa investigación demuestra que en la aplicación de la revolucionaria tesis son más los fracasos o los casos indecisos que los éxitos. Por este sendero avanzan otros expertos y luego el periodismo especializado.

El desaliento cunde. ¿Cuál es el paso siguiente? El gurú admite que sus ideas no fueron bien aplicadas o que el cambio vertiginoso en el modo de hacer negocios introdujo variables no previstas, y se apresta a formular una versión revisada y actualizada de la tesis o a lanzar una nueva.

Un buen día, la teoría una vez triunfante comienza a desvanecerse, a caer en el olvido, mientras otra idea atractiva y seductora se instala firme en el centro del escenario. Y el ciclo recomienza.

La gran transformación

Los inmensos conglomerados donde prevalecía la integración vertical, donde abundaban las ideas de management que privilegiaban la armonía y el entendimiento entre todos los que trabajan en una empresa, han optado por decisiones drásticas que contradicen las teorías dominantes durante la última década.

Millares de empleados a la calle, eliminación de puestos gerenciales considerados innecesarios, y un nuevo espíritu federalista que se traduce en mayor poder para quienes dirigen las fábricas, desarrollan productos o están en contacto directo con los clientes, son las últimas novedades.

Por ejemplo, ¿qué programa de calidad total, que para tener éxito debe contar con el consenso de los empleados, se puede desarrollar en una firma si simultáneamente se producen despidos en masa?
Hace unos pocos años, Peter Drucker advirtió sobre el riesgo que corrían las 500 empresas que brillaban en la lista anual de Fortune. Pocos imaginaban lo acertado del pronóstico: cuando se está en la cima es difícil advertir el paso que puede llevar al abismo.

La posición y la fortuna de los poderosos han cambiado de modo sustancial, a menudo en forma súbita y sin que las recetas aplicadas logren detener el descenso. No se trata solamente de un cambio total en el entorno competitivo. Se requiere una revolución interior en las convicciones, las metas y los criterios de una organización empresarial para transitar –si es posible– el camino que permita recuperar las posiciones perdidas.

Siempre que hubo pérdidas, se practicó el ejercicio de reducir costos y despedir empleados. Pero lo singular del proceso de los años ‘90 es que muchas empresas que se estaban reestructurando, achicando, o que reducían sus niveles gerenciales, seguían dando utilidades. Lo que se cambiaba de una vez era la propia estructura de la empresa para estar en condiciones de competir eficientemente en los próximos años.

Ese es el proceso más notable. Y en su desarrollo, naturalmente se resiente la lealtad de la gente con la firma. En muchos casos, porque se perdió el empleo; y en otros, porque el precedente hace que el que mantuvo una posición viva atemorizado por la posibilidad de que le toque a él en la próxima oportunidad.

Con sus ventajas e inconvenientes, esta irresistible tendencia que dominó la década pasada, reengineering, downsizing, o como se prefiera denominarla, perseguía que al final del proceso las megacorporaciones emergieran magras, flexibles y con el mismo espíritu empresarial que los rivales de menor tamaño. Tal vez, como verdaderas redes de negocios independientes, que pueden ser evaluados por su real desempeño.

El énfasis se puso en el redimensionamiento, en la reestructuración de procesos centrales y en otras formas de reducir costos.

Estos enfoques inevitablemente conducen a un callejón sin salida. Llega un punto en que es imposible aplicar semejantes medidas sin causar daños graves al núcleo de la empresa. Insistir en el camino de bajar costos es arriesgar la pérdida de energía y visión institucionales.

El esquivo crecimiento

La pregunta central sigue siendo: ¿dónde y cómo se debe generar el crecimiento interno? La respuesta, desde luego, se referirá específicamente al contexto, las oportunidades y las capacidades de una empresa. No existe una fórmula genérica e instantánea.

Una herramienta clave de crecimiento es introducir nuevos productos, y sin embargo pocas compañías lo hacen con la frecuencia adecuada. El resultado es bajo crecimiento. De acuerdo con la revista New Product Development (Desarrollo de nuevos productos), probablemente casi la mitad de los ingresos de los líderes en ventas de una industria provienen de productos lanzados en los últimos cinco años. En contraste, las compañías en el tercio inferior de una industria sólo reciben 11% del ingreso de productos nuevos.

El hallazgo de nuevos e innovadores canales de distribución se ha convertido en una de las claves del crecimiento corporativo. Aquellos jugadores que hayan reconocido el cambio en la distribución global –donde el poder pasa de los productores a los minoristas– se habrán posicionado para el crecimiento. Los grandes del crecimiento responden a la creciente diversidad de nichos y al ritmo de la fragmentación del mercado, en lo que una vez fueron empresas de un solo canal.

Estos caminos (nuevos productos y canales) no darán su máximo potencial a menos que la cultura y la estructura de management de la compañía estén alineadas con la búsqueda del crecimiento. El crecimiento es la prueba suprema de las aptitudes, las destrezas y los valores. Requiere productos y servicios de valor superior en cuanto a diseño, innovación, calidad de servicio; organizaciones soporte que den lugar a oportunidades de crecimiento; y excelencia en destrezas fundamentales en toda la gama, desde I&D, desarrollo de producto, producción, marketing, etc.

El modelo tradicional

Hasta 1980 imperó el modelo de producción industrial inventado 100 años atrás: producción para mercados masivos, diseños estandarizados y alto volumen de producción, usando partes intercambiables. Modificado y elaborado por los principios de gerenciamiento científico que promulgaran Frederick Taylor, Isaac Singer, Andrew Carnegie y Henry Ford, este nuevo paradigma ayudó a Estados Unidos a convertirse en una usina industrial hacia la década de 1920.

Según ese modelo, varias ideas eran aceptadas como dogma:
• que el trabajo se realizaba más eficientemente cuando se lo dividía y asignaba a especialistas;
• que los gerentes y los miembros más expertos del personal debían ocuparse de las ideas, mientras los trabajadores se dedicaban a la acción;
• que cada proceso se caracterizaba por una cierta cantidad de variación, de lo que se derivaba una irreductible tasa de defectos;
• que la comunicación debía ser altamente controlada y debía efectuarse respetando la cadena jerárquica de mando.

En 1969 Wickham Skinner cuestionó algunos de estos postulados, afirmando que había una mejor manera de fabricar productos. Decía que las empresas se distinguen unas de otras por tener diferentes puntos fuertes y debilidades; y que pueden usar sus puntos fuertes (que casi nunca son los mismos) para diferenciarse de sus competidores.

Para Skinner la estrategia de manufactura debía estar basada en la noción de adecuación estratégica: la forma en que una empresa decidía fabricar sus productos debía reflejar su posición competitiva y su estrategia. De ahí el concepto de focused factory, o fábrica concentrada en un objetivo.

Pronto se hizo evidente que ese esquema era incompleto. No explicaba, por ejemplo, por qué los fabricantes de artefactos eléctricos para el hogar podían elegir, por ejemplo, procesos de producción y estrategias competitivas similares, pero uno podía tener mucho más éxito que el otro.

A fines de los ‘70 las empresas japonesas comenzaron a tomar por asalto los mercados mundiales en varios rubros. Su arma secreta resultó ser simple virtuosismo en la fabricación. Casi todas ofrecían mercancías similares a las que producían las empresas occidentales, y también las comercializaban en forma similar.

Lo que hacía atractivos esos productos no era solamente su costo, sino también el bajo índice de defectos, su confiabilidad y su durabilidad. Al principio pareció que la superioridad en la fabricación japonesa podía ser atribuida a los preceptos tradicionales de fabricación. Pero luego se comprobó que los japoneses aplicaban técnicas similares a las occidentales, sólo que con obsesión por la eficiencia y la calidad. También tenían fábricas focused, también aplicaban la manufactura repetitiva, también la producción justo a tiempo.

Las empresas japonesas habían encontrado aparentemente una estrategia de fabricación muy superior al sistema Taylor, que se caracterizaba por dar prioridad a la velocidad y la flexibilidad antes que al costo y el volumen. Según este enfoque, el personal debía ser entrenado en generalidades más que en especialización. Los defectos son inaceptables. La comunicación debe darse informalmente y horizontalmente entre los trabajadores de línea, más que a través de la jerarquía establecida.

Ni el enfoque tradicional ni el paradigma de la fabricación liviana prestan mucha atención a la necesidad de aumentar la flexibilidad estratégica de una organización.

Las empresas que son capaces de transformar sus organizaciones en fuentes de ventajas competitivas son las que pueden adicionar varios programas de mejoras al objetivo amplio de seleccionar y desarrollar capacidades operativas únicas.

En el mundo actual, donde nada es predecible y surgen competidores desconocidos desde direcciones insospechadas en el peor momento, una empresa debe pensarse como una colección de capacidades en evolución, y no como una colección de productos y negocios. Son las capacidades las que brindan la flexibilidad necesaria para embarcarse en nuevas direcciones. La estrategia de una empresa debe brindar el marco de referencia para guiar la selección, el desarrollo y la explotación de estas capacidades.

Inventar el futuro

Hay dos tipos de empresas: las que se acomodan al mercado existente y las que lo modifican. Las primeras acatan las reglas de juego y se esfuerzan por mantenerse al día; las segundas crean nuevas reglas de juego, inventan el futuro, miran lo más lejos posible.
Una empresa debe ser capaz de reconcebirse. Sus directivos deben pensar siempre a cinco o diez años vista, preguntándose: ¿a qué tipo de clientes deberemos atender dentro de cinco o diez años? ¿A través de qué canales llegaremos a ellos? ¿Quiénes serán nuestros competidores? ¿Qué capacidades deberemos tener? ¿De dónde saldrán las ganancias? Para imaginar y crear el futuro, hay que desaprender el pasado.

Los viejos supuestos siguen en pie pero han dejado de tener validez. Por lo tanto, hay que repensarlos y formular otros nuevos que estén en sintonía con las realidades del siglo XXI.

Cuando las tecnologías, los productos y los servicios convergen de una manera radical, inédita, creando imaginativas formas de hacer negocios y desarrollando nuevos paradigmas, se habla de la irrupción de una killer application. Tan poderosa, con tanto potencial, que transforma industrias enteras, obliga a redefinir los mercados y las relaciones entre vendedor y comprador, y provoca la desaparición brusca de compañías que tardan demasiado en entender lo que está ocurriendo. La brújula, la máquina de vapor y el Ford T son buenos ejemplos de killer applications, ya que produjeron movimientos tectónicos cuyos remezones se expandieron sobre el escenario político, económico y social de su tiempo. Hoy, la convergencia entre computadoras y telecomunicaciones, el desarrollo impensado de la Internet, del e-mail y ahora del e-commerce están produciendo alteraciones cuyas consecuencias todavía no es posible vislumbrar con certeza.

Los empresarios que advierten la ventaja competitiva de manejar las nuevas herramientas, y también el riesgo de ignorarlas, han comenzado por desacralizar algunos tabúes. Los procesos de control y planificación no son tan reverenciados como hace unos años, y se abrazan con entusiasmo temeroso la creatividad y el caos, mientras se trata de formular y entender las estrategias de la era digital. Los que triunfen en esta ardua tarea lograrán una posición de mercado expectable.

Finalmente, está la Internet. Aun a riesgo de provocar una polémica, podría decirse que es el desarrollo tecnológico más importante del siglo XX. Es más que un canal de marketing, más que un medio masivo, más que un mecanismo para la realización de transacciones comerciales eficientes y baratas; la Internet se está convirtiendo en la infraestructura del comercio para la economía del siglo XXI. En realidad, está cambiando la naturaleza misma de las relaciones entre los productores de bienes y servicios y los consumidores.

La Internet está delegando poder en los consumidores como ningún otro medio, está cambiando de manera fundamental las expectativas de los consumidores en lo que se refiere al costo, la conveniencia, la oferta y el servicio.

Se estima que para el 2005, más de 85% de las firmas de Internet que hoy operan en el ciberespacio se habrán entrecruzado con otros negocios en Internet o habrán desaparecido del negocio. Pero muchísimas otras habrán tomado la posta.

Para las empresas que sepan usar la Internet como lo que realmente es –una herramienta para el manejo de la información– ningún objetivo será inalcanzable: buenas relaciones con los clientes, pronta llegada al mercado, mayores eficiencias en la operación y menores costos.

Tradicionalmente, lo que determinaba el éxito de una empresa eran sus activos físicos. En el futuro, serán sus activos virtuales. Desde ese punto de vista, el conocimiento y la información transformarán la manera de encarar los negocios y el manual de la empresa exitosa tendrá que ser reescrito.

Por Miguel Ángel Diez

Sobre el autor

Es Director de la revista MERCADO. Egresado de la carrera de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata; profesor de esa carrera en varias universidades. Escribió 100 tendencias en marketing; Agenda empresarial del 2000 y 50 ideas en anagement.

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