El Príncipe de Maquiavelo es hoy considerado una fuente de conocimientos para toda persona que aspire a dirigir un negocio o hacerse con el poder en una organización. El Príncipe, un pequeño y duro tratado de menos de 100 páginas, fue escrito para el gobernante florentino Lorenzo de Medici por un autor que buscaba recuperar la proximidad al poder que había perdido.
Pero las empresas modernas no son principados gobernados por autócratas. Se parecen a repúblicas cuyos dirigentes dependen del apoyo de los directores, empleados, clientes, inversores. Por eso, al recurrir a Maquiavelo en busca de sabiduría en materia de gestión, conviene hacer a un lado El Príncipe y mirar otra de sus obras, una menos conocida pero quizá más relevante.
El título suena académico: Discursos sobre Tito Livio. Pero el texto tiene muchas enseñanzas sobre liderazgo en cualquier organización que se parezca a una república. Y eso puede ser una empresa.
Publicado con carácter póstumo en 1531, Discursos se basa en el antiguo historiador romano (entre otros) para analizar la naturaleza del poder en la vida pública. Al igual que El Príncipe, no es un manual para santos. Pero el autor era un gran conocedor de la naturaleza humana, y no subestimaba el poder de un individuo decidido.
En Discursos, afirma categóricamente la importancia de un individuo fundador en la creación o renovación de una república -y por extensión, para nuestros propósitos, una empresa-. Un fundador prudente, escribe, “debe esforzarse en ejercer la única autoridad”.
Eso solo es posible si la visión y el talento del fundador se traducen en una institución apoyada por los stakeholders que serán los encargados de impulsar la empresa hacia el futuro. “Los reinos que dependen únicamente de la capacidad excepcional de un solo hombre no son duraderos”, escribe Maquiavelo, “porque ese talento desaparece con la vida del hombre, y rara vez se restablece en su sucesor”.
Además, los príncipes no tienen el monopolio de la sabiduría. A pesar de la naturaleza imprevisible de la multitud, el autor reconoce la sabiduría de las masas cuando afirma que “la plebe es más sabia y constante que un príncipe”.
Maquiavelo también es intuitivo sobre la sucesión: “Después de un príncipe excepcional, un príncipe débil puede subsistir”, observó con admirable economía en el epígrafe de un capítulo, “pero después de un príncipe débil, ningún reino puede sostenerse con otro débil”.
Hay muchas observaciones de este tipo. Por ejemplo, esta: “Quien quiera reformar un estado de larga data en una ciudad libre debe conservar al menos la apariencia de sus antiguas costumbres”.
Esto merece hacerse aunque se hagan cambios profundos, porque, señala Maquiavelo, “los hombres en general viven tanto de las apariencias como de las realidades; de hecho, a menudo se mueven más por las cosas como se ven que por las cosas como realmente son.”
La honestidad puede ser la mejor de las políticas, pero no es una máxima que se le haya atribuido nunca a Maquiavelo. En consonancia con la idea de que la gente presta mucha atención a las apariencias, dice que los líderes que se ven forzados a hacer algo por necesidad deben plantearse la posibilidad de simular que su proceder ha sido fruto de la generosidad.
En otro capítulo, sostiene que “la astucia y el engaño servirán más al hombre que la fuerza para pasar de una situación humilde a una gran fortuna”.
Maquiavelo, sin duda, tenía una visión crítica de la humanidad. Él sostenía que las personas actúan en gran medida por interés personal, ya sea para satisfacer su ego o su afán de riqueza material, y que, para bien o para mal, las acciones suelen ser evaluadas por sus consecuencias.
Por cierto, el pensamiento de Maquiavelo coincidía bastante con lo que los filósofos llaman un “consecuencialista”, porque en algunos contextos, él decía que es necesario hacer cosas malas para lograr buenos fines que de otro modo no se podrían alcanzar. Esto no quiere decir que se justifique la violación de la ley u otros actos delictivos – incluso algunos de los contemporáneos de Maquiavelo consideraban discutibles esos consejos-, pero todo líder empresarial sabe que hay situaciones en las que se deben tomar decisiones difíciles, ya sea el cierre de una división o arriesgarse en una nueva dirección, por el bien a largo plazo de la empresa.
Incluso cuando defendía algo como la benevolencia, lo hacía teniendo en cuenta las consecuencias. Sostenía, por ejemplo, que los fracasos no se deberían sancionar con dureza, sobre todo si derivaban de la ignorancia y no de la malicia. Decía que los generales romanos tenían misiones difíciles y peligrosas, y Roma entendía que, si los líderes militares tuvieran que preocuparse por “los ejemplos de comandantes condenados a muerte por perder una batalla, les sería imposible tomar decisiones audaces”.
Así como los castigos no deben aplicarse a la ligera, las recompensas tampoco deben postergarse. Si no se cultiva la lealtad y el respeto de los demás en los buenos tiempos mediante la generosidad, dice Maquiavelo, esas personas no te apoyarán en las dificultades. Repartir recompensas solo cuando la competencia o las circunstancias son duras hará que los subordinados piensen que “ese favor no lo han obtenido de ti, sino de tus adversarios, y como podrían temer que una vez pasado el peligro les retires lo que te has visto obligado a darles, no sentirán el menor compromiso hacia ti.”
Las repúblicas, en su opinión, no tienen más alternativa que crecer, pues “es imposible que triunfen quedándose detenidas”. Lo mismo ocurre con las empresas. Pero las adquisiciones -ya sea por combate o por compra- deben realizarse con cuidado, pues “cuando las conquistas que realizan las repúblicas no están bien organizadas y no proceden de acuerdo con las normas romanas de excelencia, provocan su ruina en lugar de su glorificación.”
Por último, Maquiavelo conocía perfectamente los riesgos de dar consejos, al punto que tituló un capítulo “Del peligro de destacarse en el asesoramiento de una empresa, y de cómo ese peligro aumenta con la importancia de dicha empresa”. Consultores, tomen nota.