La fulminante licuación soviética de 1986-90 llegó demasiado tarde para cerrar la confrontación entre comunismo y capitalismo, que se había esfumado mucho antes. Primero, porque la URSS era desde los años ´70 una máquina burocrática al borde del colapso. Segundo, porque el capitalismo tampoco era el mismo desde 1973, cuando se inició la globalización financiera y las potencias empezaron a perder contralor sobre el capital transnacional.
Igualmente, la caída del muro en Berlín funciona como símbolo, más allá de que aquel momento histórico ha dado paso a un nuevo enfrentamiento, ahora presente entre diversos modos de entender el capitalismo. Hay toda una gama de divergencias, donde la más notoria se da entre países que ingresaron tarde al proceso de desarrollo y los industrializados de larga data. A su vez, el primer grupo de divide entre emergentes y periféricos.
Expresada en otros términos, la polémica es entre distintas etapas del desarrollo capitalista e involucra economías subdesarrolladas, en desarrollo, recién industrializadas y centrales o avanzadas. Tangencialmente, subsisten economías precapitalistas en África y Oceanía.
El tema de fondo es qué entiende cada actor local, regional o multilateral como capitalismo. En este marco tan fluido, el debate clave que está instalándose en Latinoamérica es entre libertad o apertura absoluta del mercado y apertura paulatina, condicionada.
Superbanco de pruebas
El gran laboratorio, irrepetible en muchos aspectos, es el sudeste asiático. Coexisten allá economías que alcanzaron desarrollo similar al de las potencias occidentales (aunque sólo Japón se les equipare totalmente), países cerca de lograrlo y un tercer pelotón, que ha iniciado el movimiento y comienza a reducir la pobreza estructural. Ninguno de ellos, con la relativa excepción japonesa, ha logrado ni parece buscar el tipo de república democrática usualmente identificado con el modelo histórico occidental.
Pero Japón siempre ha sido reticente en ese plano. Sus peculiaridades históricas lo relacionan con el II Reich alemán (1871-1918), otro caso de desarrollo industrial ajeno al modelo anglosajón. Como lo sugería diplomáticamente Yasuhiro Nakasone, ex primer ministro, Tokio está dispuesto a defender y propagar las virtudes de su propio modelo.
Este modelo tuvo su propio banco de pruebas en la experiencia surcoreana de 1965 en adelante. Luego lo adoptarían y adaptarían Taiwán y los ”tigres” del sudeste propiamente dicho: Tailandia, Malasia, Filipinas, Indonesia y, en los años ’90, Birmania y Vietnam. Hong Kong y Singapur son casos muy diferentes, así como lo son hasta ahora China, India y Pakistán.
Tal cúmulo de experiencias, a juicio de Nakasone y casi toda la dirigencia japonesa, confirma su modelo como el único que permite, a los que empezaron tarde, alcanzar en algún momento al pelotón de vanguardia. Estados Unidos, entonces, “debiera reconocer que, lejos de ser algo a combatir, este enfoque del desarrollo ha convertido al sudeste asiático en un bloque con creciente poder de compra, capaz de doblar el comercio transpacífico en menos de 20 años”.
Nada de copias
En otras palabras, Japón –líder regional cuya modernización económica data de 1868- no copia ni recomienda copiar parámetros anglosajones. No es casual, de paso, que –en el área latinoamericana- Brasil, con una colectividad japonesa influyente, tampoco quiera importar el modelo estadounidense íntegro.
Japoneses, surcoreanos, franceses y alemanes coinciden en un factor poco grato a estadounidenses o británicos: las economías que comienzan a recorrer el camino del desarrollo requieren cierta dosis de proteccionismo para consolidar sectores vulnerables. La función del Estado – en ese modelo – consiste en proveer orientación estratégica y encuadre macroeconómico pero, simultáneamente, estimular la competencia en el mercado interno.
En determinadas coyunturas, esa suerte de solución podía promover oligopolios o carteles para trabar monopolios. Esta característica, compartida en grado diverso por los modelos alemán y francés del siglo XIX, suele identificarse como “capitalismo de estado”. Sus versiones totalitarias fueron el III Reich, el régimen italiano de 1922/44 y, aunque no lo parezca, los planes quinquenales soviéticos tras la muerte de Lenin.
Volviendo al sudeste asiático, la vía japonesa al desarrollo queda como un clásico ejemplo de “capitalismo administrado u orientado desde el Estado” (definición de los economistas argentinos Aldo Ferrer y Marcelo R. Lascano). A partir de la reforma conocida como Meiji, el Gobierno fue fijando el rumbo estratégico general, dejando librado a empresas o grupos – en sus dos aspectos: horizontal o zaibatsu y vertical o keiretsu– decidir cómo actuaban en los mercados y obtenían utilidades sin salirse de las grandes metas asignadas por la planificación oficial.
Salir a tiempo
A diferencia de regímenes totalitarios con capitalismo de Estado, los modelos “normales” son flexibles. Por ejemplo, cuando el conjunto de sectores claves está en condiciones de soportar la competencia externa, se atenúan o se levantan las medidas proteccionistas y se abren paulatinamente los mercados. Las regulaciones estrictas ceden paso, recién entonces, a las preferencias del mercado, aunque más al externo que al interno.
En síntesis, al alcanzarse el nivel de las economías industriales (hoy serían las tecnoindustriales), se aplican parámetros más próximos a los de Europa occidental o Estados Unidos. Por cierto, las economías centrales también pasaron por esas etapas: ninguna nació desarrollada, ninguna se desarrolló sin intervención estatal, protección industrial (explícita o no) y orientación estratégica.
Cabe, sí, un reparo: el modelo japonés, condicionado por la guía estatal, tiene después problemas para producir dirigencias empresarias modernas. Vale decir, distintas a las cúpulas familiares o de elite que, todavía hoy, causan tantos problemas y generan tantas trabas.
La globalidad y sus límites
Para otra línea de pensamiento, el capitalismo tiene matices y la economía global, por el momento, sólo abarca el sector financiero supranacional, los países industriales y algunos emergentes. Pero el resto del mundo, en una colosal forma de “apartheid”, queda al margen de esa economía global y de las grandes corrientes del comercio internacional.
Tampoco es tan fácil en las economías líderes. A mediados de 2000, sin ir más lejos, Estados Unidos mantenía el ciclo de expansión económica más largo en un siglo pero, simultáneamente, las grandes fusiones banqueras y empresarias dejaban en la calle millares de personas. A su vez, estas alianzas se hacían y se hacen para rectificar los errores de los últimos 15 años, en cuyo curso no se prestaba atención a la revolución tecnológica y su impacto en dos planos: gerencial y competencia. A principios de 2001, el problema se da vuelta en el lado macroeconómico (las expectativas apuntaban a cierta recesión) pero no en el lado laboral.
De un modo u otro, queda claro que la esencia del capitalismo es la búsqueda del crecimiento. Pero éste puede ser rápido o lento, sostenido o espasmódico. Lo normal -el ritmo lento, sostenido- permite un aumento de la riqueza superior al incremento de población. Sin embargo, opinaba Robert Heilbroner (académico y autor en el campo de la historia económica), hay fases de veloz expansión, impulsada por cambios tecnológicos que llevan al límite las posibilidades productivas.
Así ocurrió con la electrificación, la aceptación masiva del automóvil y, más recientemente, los negocios electrónicos de base informática. Estos periodos se caracterizan por grandes saltos y abruptas transformaciones en la sociedad.
El último salto anterior a la irrupción de la economía virtual se dio en ´70. De hecho, hasta no hace mucho y fuera de determinados sectores a la vanguardia, Estados Unidos vivía un periodo “normal”, creciendo sin prisa ni pausa. A fines de 2000, los primeros síntomas de “aterrizaje” en la economía física y la volatilidad entre activos de riesgo subrayaban la falta de estímulos claros en la “vieja economía”.
La fulminante licuación soviética de 1986-90 llegó demasiado tarde para cerrar la confrontación entre comunismo y capitalismo, que se había esfumado mucho antes. Primero, porque la URSS era desde los años ´70 una máquina burocrática al borde del colapso. Segundo, porque el capitalismo tampoco era el mismo desde 1973, cuando se inició la globalización financiera y las potencias empezaron a perder contralor sobre el capital transnacional.
Igualmente, la caída del muro en Berlín funciona como símbolo, más allá de que aquel momento histórico ha dado paso a un nuevo enfrentamiento, ahora presente entre diversos modos de entender el capitalismo. Hay toda una gama de divergencias, donde la más notoria se da entre países que ingresaron tarde al proceso de desarrollo y los industrializados de larga data. A su vez, el primer grupo de divide entre emergentes y periféricos.
Expresada en otros términos, la polémica es entre distintas etapas del desarrollo capitalista e involucra economías subdesarrolladas, en desarrollo, recién industrializadas y centrales o avanzadas. Tangencialmente, subsisten economías precapitalistas en África y Oceanía.
El tema de fondo es qué entiende cada actor local, regional o multilateral como capitalismo. En este marco tan fluido, el debate clave que está instalándose en Latinoamérica es entre libertad o apertura absoluta del mercado y apertura paulatina, condicionada.
Superbanco de pruebas
El gran laboratorio, irrepetible en muchos aspectos, es el sudeste asiático. Coexisten allá economías que alcanzaron desarrollo similar al de las potencias occidentales (aunque sólo Japón se les equipare totalmente), países cerca de lograrlo y un tercer pelotón, que ha iniciado el movimiento y comienza a reducir la pobreza estructural. Ninguno de ellos, con la relativa excepción japonesa, ha logrado ni parece buscar el tipo de república democrática usualmente identificado con el modelo histórico occidental.
Pero Japón siempre ha sido reticente en ese plano. Sus peculiaridades históricas lo relacionan con el II Reich alemán (1871-1918), otro caso de desarrollo industrial ajeno al modelo anglosajón. Como lo sugería diplomáticamente Yasuhiro Nakasone, ex primer ministro, Tokio está dispuesto a defender y propagar las virtudes de su propio modelo.
Este modelo tuvo su propio banco de pruebas en la experiencia surcoreana de 1965 en adelante. Luego lo adoptarían y adaptarían Taiwán y los ”tigres” del sudeste propiamente dicho: Tailandia, Malasia, Filipinas, Indonesia y, en los años ’90, Birmania y Vietnam. Hong Kong y Singapur son casos muy diferentes, así como lo son hasta ahora China, India y Pakistán.
Tal cúmulo de experiencias, a juicio de Nakasone y casi toda la dirigencia japonesa, confirma su modelo como el único que permite, a los que empezaron tarde, alcanzar en algún momento al pelotón de vanguardia. Estados Unidos, entonces, “debiera reconocer que, lejos de ser algo a combatir, este enfoque del desarrollo ha convertido al sudeste asiático en un bloque con creciente poder de compra, capaz de doblar el comercio transpacífico en menos de 20 años”.
Nada de copias
En otras palabras, Japón –líder regional cuya modernización económica data de 1868- no copia ni recomienda copiar parámetros anglosajones. No es casual, de paso, que –en el área latinoamericana- Brasil, con una colectividad japonesa influyente, tampoco quiera importar el modelo estadounidense íntegro.
Japoneses, surcoreanos, franceses y alemanes coinciden en un factor poco grato a estadounidenses o británicos: las economías que comienzan a recorrer el camino del desarrollo requieren cierta dosis de proteccionismo para consolidar sectores vulnerables. La función del Estado – en ese modelo – consiste en proveer orientación estratégica y encuadre macroeconómico pero, simultáneamente, estimular la competencia en el mercado interno.
En determinadas coyunturas, esa suerte de solución podía promover oligopolios o carteles para trabar monopolios. Esta característica, compartida en grado diverso por los modelos alemán y francés del siglo XIX, suele identificarse como “capitalismo de estado”. Sus versiones totalitarias fueron el III Reich, el régimen italiano de 1922/44 y, aunque no lo parezca, los planes quinquenales soviéticos tras la muerte de Lenin.
Volviendo al sudeste asiático, la vía japonesa al desarrollo queda como un clásico ejemplo de “capitalismo administrado u orientado desde el Estado” (definición de los economistas argentinos Aldo Ferrer y Marcelo R. Lascano). A partir de la reforma conocida como Meiji, el Gobierno fue fijando el rumbo estratégico general, dejando librado a empresas o grupos – en sus dos aspectos: horizontal o zaibatsu y vertical o keiretsu– decidir cómo actuaban en los mercados y obtenían utilidades sin salirse de las grandes metas asignadas por la planificación oficial.
Salir a tiempo
A diferencia de regímenes totalitarios con capitalismo de Estado, los modelos “normales” son flexibles. Por ejemplo, cuando el conjunto de sectores claves está en condiciones de soportar la competencia externa, se atenúan o se levantan las medidas proteccionistas y se abren paulatinamente los mercados. Las regulaciones estrictas ceden paso, recién entonces, a las preferencias del mercado, aunque más al externo que al interno.
En síntesis, al alcanzarse el nivel de las economías industriales (hoy serían las tecnoindustriales), se aplican parámetros más próximos a los de Europa occidental o Estados Unidos. Por cierto, las economías centrales también pasaron por esas etapas: ninguna nació desarrollada, ninguna se desarrolló sin intervención estatal, protección industrial (explícita o no) y orientación estratégica.
Cabe, sí, un reparo: el modelo japonés, condicionado por la guía estatal, tiene después problemas para producir dirigencias empresarias modernas. Vale decir, distintas a las cúpulas familiares o de elite que, todavía hoy, causan tantos problemas y generan tantas trabas.
La globalidad y sus límites
Para otra línea de pensamiento, el capitalismo tiene matices y la economía global, por el momento, sólo abarca el sector financiero supranacional, los países industriales y algunos emergentes. Pero el resto del mundo, en una colosal forma de “apartheid”, queda al margen de esa economía global y de las grandes corrientes del comercio internacional.
Tampoco es tan fácil en las economías líderes. A mediados de 2000, sin ir más lejos, Estados Unidos mantenía el ciclo de expansión económica más largo en un siglo pero, simultáneamente, las grandes fusiones banqueras y empresarias dejaban en la calle millares de personas. A su vez, estas alianzas se hacían y se hacen para rectificar los errores de los últimos 15 años, en cuyo curso no se prestaba atención a la revolución tecnológica y su impacto en dos planos: gerencial y competencia. A principios de 2001, el problema se da vuelta en el lado macroeconómico (las expectativas apuntaban a cierta recesión) pero no en el lado laboral.
De un modo u otro, queda claro que la esencia del capitalismo es la búsqueda del crecimiento. Pero éste puede ser rápido o lento, sostenido o espasmódico. Lo normal -el ritmo lento, sostenido- permite un aumento de la riqueza superior al incremento de población. Sin embargo, opinaba Robert Heilbroner (académico y autor en el campo de la historia económica), hay fases de veloz expansión, impulsada por cambios tecnológicos que llevan al límite las posibilidades productivas.
Así ocurrió con la electrificación, la aceptación masiva del automóvil y, más recientemente, los negocios electrónicos de base informática. Estos periodos se caracterizan por grandes saltos y abruptas transformaciones en la sociedad.
El último salto anterior a la irrupción de la economía virtual se dio en ´70. De hecho, hasta no hace mucho y fuera de determinados sectores a la vanguardia, Estados Unidos vivía un periodo “normal”, creciendo sin prisa ni pausa. A fines de 2000, los primeros síntomas de “aterrizaje” en la economía física y la volatilidad entre activos de riesgo subrayaban la falta de estímulos claros en la “vieja economía”.