Publicidad, poder y engaño

“A Question of Intent” (David Kessler, 2001) es un libro que desenmascara los poderosos intereses que logran tapar que la nicotina tiene un altísimo poder de adicción y que produce estragos de todo tipo en el cuerpo humano.”

15 julio, 2002

Habría, tal vez, que empezar por preguntarse si ética y publicidad no son – a veces – conceptos incompatibles.

¿Qué es publicidad si no un intento de dar información para convencer a la gente de gastar dinero en algo que hará ganar dinero a una empresa?

¿Qué es ética si no la obligación de decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad acerca de los efectos de un producto para la persona humana?

La publicidad es un negocio enorme, que mueve millones de dólares y millones de intereses. Desde el punto de vista estricto de la ética no basta que la pide de un aviso de cigarrillos se lea la advertencia sobre los peligros del hábito de fumar.

El libro de Kessler relata que la industria tabacalera en Estados Unidos aceptó tácitamente los cargos a finales de los años ’80 cuando R. J. Reynolds intentó desarrollar Premier, un cigarrillo sin humo. Premier no tenía prácticamente humo y era esencialmente un sistema de alta tecnología de liberación de nicotina. El producto nunca llegó al mercado, pero la idea de que los cigarrillos eran “instrumentos de liberación de nicotina” puso muchas preguntas en la cabeza de la gente que trabajaba con Kessler. Se admitió que la nicotina era una droga con alto poder de adicción. Estaba claro que el personal de la Food and Drug Administration sometería al producto a un profundo análisis y regulación.

Hacia 1991, los funcionarios de la salud ya sabían que las enfermedades relacionadas con el hábito de fumar eran responsables de cientos de miles de muertes al año y de millones de casos de enfermedades clave. El tabaquismo se había convertido en una crisis de salud pública en la mente de mucha gente.

Kessler conocía los peligros de fumar, pero también sabía que no había industria más poderosa que la del tabaco, con infinitos recursos financieros que le daban un poder fenomenal en el gobierno.

La industria del tabaco no ahorró esfuerzo ni dinero para retener a las mejores mentes en publicidad, relaciones públicas y ámbitos legales. Reclutó también a comisionados de la FDA para que trabajara directa o indirectamente con ellos a través de prominentes estudios legales.

A pesar de categóricas negativas públicas y protestas, las empresas tabacaleras conocieron siempre las características adictivas de la nicotina. Un memorando escrito a principios de los años ’70 por un ejecutivo de R. J. Reynolds es típico de lo que Kessler y su gente descubrieron hurgando en los archivos de la compañía: “La nicotina es un alcaloide que genera adicción… Nuestra industria está basada entonces en el diseño, manufactura y venta de atractivas dosis de nicotina, y la posición de nuestra empresa en la industria está determinada por nuestra capacidad para producir formas de dosaje de nicotina que tengan más valor general, tangible o intangible, para el consumidor que las de nuestros competidores”.

Las empresas tabacaleras crearon sus campañas de marketing en base a la adicción, con un acento particular de atraer a los futuros fumadores entre los adolescentes, o sea la edad cuando tanto hombres como mujeres son más propensos a probar cosas nuevas.
Los gigantes de la industria tabacalera pelearon contra Kessler a cada paso. El descubrimiento de los hechos desagradables se fue haciendo despacio al principio. En su libro, Kessler pinta una imagen de empresas llenas de ejecutivos brillantes, egresados de las mejores universidades, dispuestos a no pararse ante nada para vender los productos de sus empresas. Lo que importaba eran cuestiones financieras y cuestiones de predominancia en el mercado, todo lo cual relegaba las consideraciones éticas o morales. Hasta la fecha, aun cuando las empresas afirman sin sonrojarse que no desean que los jóvenes fumen, orientan la producción y las comunicaciones de marketing a la tentación de potenciales adictos en Europa, Asia y otras partes del mundo donde la reglamentación es menos exigente que en Estados Unidos.

El último argumento que decidieron esgrimir: “la libertad de elección”. Más en privado, afirman que los fumadores conocen el riesgo que corren. Pero también lo conocen los ejecutivos que dirigen esas empresas. Kessler brinda a sus lectores una pintura poderosa de una industria creada con intención de engañar, con intención de manipular y con intención de generar adictos.

Habría, tal vez, que empezar por preguntarse si ética y publicidad no son – a veces – conceptos incompatibles.

¿Qué es publicidad si no un intento de dar información para convencer a la gente de gastar dinero en algo que hará ganar dinero a una empresa?

¿Qué es ética si no la obligación de decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad acerca de los efectos de un producto para la persona humana?

La publicidad es un negocio enorme, que mueve millones de dólares y millones de intereses. Desde el punto de vista estricto de la ética no basta que la pide de un aviso de cigarrillos se lea la advertencia sobre los peligros del hábito de fumar.

El libro de Kessler relata que la industria tabacalera en Estados Unidos aceptó tácitamente los cargos a finales de los años ’80 cuando R. J. Reynolds intentó desarrollar Premier, un cigarrillo sin humo. Premier no tenía prácticamente humo y era esencialmente un sistema de alta tecnología de liberación de nicotina. El producto nunca llegó al mercado, pero la idea de que los cigarrillos eran “instrumentos de liberación de nicotina” puso muchas preguntas en la cabeza de la gente que trabajaba con Kessler. Se admitió que la nicotina era una droga con alto poder de adicción. Estaba claro que el personal de la Food and Drug Administration sometería al producto a un profundo análisis y regulación.

Hacia 1991, los funcionarios de la salud ya sabían que las enfermedades relacionadas con el hábito de fumar eran responsables de cientos de miles de muertes al año y de millones de casos de enfermedades clave. El tabaquismo se había convertido en una crisis de salud pública en la mente de mucha gente.

Kessler conocía los peligros de fumar, pero también sabía que no había industria más poderosa que la del tabaco, con infinitos recursos financieros que le daban un poder fenomenal en el gobierno.

La industria del tabaco no ahorró esfuerzo ni dinero para retener a las mejores mentes en publicidad, relaciones públicas y ámbitos legales. Reclutó también a comisionados de la FDA para que trabajara directa o indirectamente con ellos a través de prominentes estudios legales.

A pesar de categóricas negativas públicas y protestas, las empresas tabacaleras conocieron siempre las características adictivas de la nicotina. Un memorando escrito a principios de los años ’70 por un ejecutivo de R. J. Reynolds es típico de lo que Kessler y su gente descubrieron hurgando en los archivos de la compañía: “La nicotina es un alcaloide que genera adicción… Nuestra industria está basada entonces en el diseño, manufactura y venta de atractivas dosis de nicotina, y la posición de nuestra empresa en la industria está determinada por nuestra capacidad para producir formas de dosaje de nicotina que tengan más valor general, tangible o intangible, para el consumidor que las de nuestros competidores”.

Las empresas tabacaleras crearon sus campañas de marketing en base a la adicción, con un acento particular de atraer a los futuros fumadores entre los adolescentes, o sea la edad cuando tanto hombres como mujeres son más propensos a probar cosas nuevas.
Los gigantes de la industria tabacalera pelearon contra Kessler a cada paso. El descubrimiento de los hechos desagradables se fue haciendo despacio al principio. En su libro, Kessler pinta una imagen de empresas llenas de ejecutivos brillantes, egresados de las mejores universidades, dispuestos a no pararse ante nada para vender los productos de sus empresas. Lo que importaba eran cuestiones financieras y cuestiones de predominancia en el mercado, todo lo cual relegaba las consideraciones éticas o morales. Hasta la fecha, aun cuando las empresas afirman sin sonrojarse que no desean que los jóvenes fumen, orientan la producción y las comunicaciones de marketing a la tentación de potenciales adictos en Europa, Asia y otras partes del mundo donde la reglamentación es menos exigente que en Estados Unidos.

El último argumento que decidieron esgrimir: “la libertad de elección”. Más en privado, afirman que los fumadores conocen el riesgo que corren. Pero también lo conocen los ejecutivos que dirigen esas empresas. Kessler brinda a sus lectores una pintura poderosa de una industria creada con intención de engañar, con intención de manipular y con intención de generar adictos.

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