Obesidad: un argumento a favor de las empresas.

El tema obesidad se convirtió en una caza de brujas, dice Mallen Baker. Somos una sociedad adicta a la culpa que siempre debe encontrar responsables. Las empresas, en todo caso, tienen sólo una parte de la responsabilidad en este problema social.

4 marzo, 2005

Durante los últimos dos años hubo en Estados Unidos y Europa una verdadera cruzada
contra la obesidad. Y los villanos
de esa película eran las empresas fabricantes de alimentos. Políticos y periodistas
se rasgaban las vestiduras en santa indignación contra las “culpables”. Lo que
ocurrió, en ese período, fue un cambio de actitud. La gente, tomó de pronto conciencia
de un problema que aumentaba en países desarrollados y en desarrollo — la obesidad
en niños y adultos – y comenzó a objetar la calidad de algunos alimentos y la
forma en que se venden.

Pero en 2003 y 2004 asistimos a una verdadera histeria, dice Mallen Baker en “Business
Respect”, una publicación británica especializada en responsabilidad social de
las empresas. Según él, políticos y periodistas difamaron a las empresas “por
obligarnos a comer comida chatarra”. Cita como ejemplo al columnista del “Observer”,
Simon Caulkin, cuando escribe: “¿Por qué los ejecutivos (de esas empresas), quienes
supuestamente no pegan a sus esposas y quieren lo mejor para sus propios hijos,
se ufanan de idear campañas de marketing viral para persuadir a los niños de otra
gente que cargoseen a sus padres para que les compren alimentos que los van a
engordar? ¿Por qué hacen lobby contra regulaciones que los obligaría a aceptar
la responsabilidad que les cabe? ¿Por qué, empresas e individuos, se avienen a
malograr el bienestar general, haciendo cosas en su negocio que nunca se permitirían
en su vida privada?”

Un informe redactado sobre este tema por una comisión parlamentaria, usó el
delicado tema de la muerte de un bebé súper-obeso, supuestamente por descuido
de sus padres. El tema ocupó los titulares de los diarios, pero era falso. El
niño (3 años) no murió por gordo, tenía una enfermedad y los padres no eran
responsables, pero sufrieron el escarnio público. Para las empresas de alimentos,
que las acusen de ocasionar muertes es grave, al menos tan grave como la culpa
depositada en los vendedores de tabaco, armas o pornografía.

¿De dónde viene toda esta furia repentina? En la última década se perfilaron
dos tendencias que cambiaron cosas en la sociedad. La primera fue que los niños,
en lugar de dedicar su tiempo a los deportes o a juegos en exteriores como hacían
antes, comenzaron a llevar una vida cada vez más sedentaria. En eso, gran responsabilidad
tuvieron la televisión y la computación con los juegos.

La segunda tendencia fue, por un lado, la desaparición paulatina de la costumbre
de la reunión familiar a la hora de las comidas, y por el otro, el aumento de
las salidas a comer y la aparición de lugares donde el trámite de comer llevaba
poco tiempo. Porque vivimos en una sociedad obsesionada con las recetas de cocina
(en libros y en televisión) pero que cada vez cocina menos.

Y entonces, la culpa de la obesidad hay que ponerla en algún lado. Es un verdadero
problema que los niños no hagan ejercicio. Todos tendríamos que sugerir un cambio
en este sentido. Los padres deberían limitarles el tiempo con la computadora,
o con el televisor y hacer de los programas de actividades físicas un plan para
compartir en familia. Las escuelas deberían asegurarse de que las actividades
deportivas sean una parte esencial del programa de estudios. Hasta las compañías
de alimentos podrían ayudar, fomentando adecuadamente estilos de vida, tal vez
fomentando la compra de equipos deportivos para escuelas.

En realidad, eso es exactamente lo que hizo Cadbury, la empresa de chocolates.
Organizó una campaña de marketing donde alentaba la compra de equipos deportivos
para escuelas. Era una campaña similar a la de muchas otras empresas y nunca
eso le pareció mal a nadie.

De pronto cambió el viento. Después del informe parlamentario en Inglaterra,
Cadbury, una empresa hasta entonces digna del mayor de los respetos pasó a convertirse
en paria de la sociedad, sólo por promocionar el consumo de chocolate, un producto
que gusta a casi la totalidad de la humanidad.
En lugar de considerar inaceptables determinadas publicidades para los niños,
tal vez sería mejor – opina el columnista – educarlos desde temprano para que
entiendan lo que es un aviso publicitario y lo miren con sentido crítico: una
habilidad que les va a resultar útil para el resto de la vida. Hace diez años
a nadie le parecía una barbaridad que un padre o una madre pegara un cachetón
a su propio hijo y hoy en algunos países hasta es ilegal. Los tiempos cambian,
y más allá de que los cambios nos parezcan bien o mal, debemos adaptarnos.

Pero atacar retrospectivamente no le hace bien a nadie. Las empresas de alimentos
viven de dar a la gente lo que la gente quiere, y su creatividad e innovación
siempre ha sido un aliado poderoso en la búsqueda de soluciones que luego se
instalan. ¿Cómo hacemos para convencer a la gente de la conveniencia de cambiar?
No se puede sacar una ley para que alguien deje de comerse dos hamburguesas
por día. Por ese camino vamos mal. Hace falta involucrar a todas las partes
interesadas. Lo que sí pueden hacer las empresas es presentar otras opciones
que puedan ser tomadas como parte de la solución. Y en eso están.

Pero es difícil lograr la participación positiva de esas empresas si lo que
se hace es sugerir, como dijo textualmente Culkin, que “malogran el bienestar
general haciendo cosas en su negocio que nunca se permitirían en su vida privada”.
No hay forma de demostrar que eso sea verdad.

En cuanto al camino de las soluciones, la cadena británica de supermercados
Tesco anunció que adoptaría una nueva manera de etiquetar los productos, usando
el sistema de los semáforos: rojo para indicar alimentos peligrosos, amarillo
para dudosos y verde para seguros. Es un buen ejemplo de lo que tal vez habría
que hacer, o sea encontrar nuevas y simples maneras de informar a la gente sobre
lo que compra. Pero la decisión final queda siempre en manos de los consumidores.
El problema de la obesidad no se resuelve sin tomar en consideración la responsabilidad
personal del individuo sobre su propia vida. Cuanto antes se dé cuenta de esto
la gente, y busque a alguien para que ayude en lugar de alguien a quien culpar,
mejor será para todos.

Esto no quiere decir, por supuesto, que no haya una agenda responsable para
las empresas. Sí tienen responsabilidades sobre los ingredientes que utilizan
en sus productos, que deben reflejar nuevas demandas. Pero como recién ahora
se les exigen estas cosas, no es para arrojarles todo el peso de la santa indignación
porque apenas implementan algunas cosas. Y si aparecen nuevas reglas para la
publicidad a niños, será mejor que se decidan de una vez para que todos sepan
a qué atenerse.
Es hora de que sobre este tema se haga un debate serio sobre las soluciones.
En él deberían participar grupos políticos, grupos de consumidores, las emprsas
productoras, fabricantes de videojuegos, canales de televisión y publicitarios.
También los padres. O de lo contrario se convertirá en paria a la industria
alimentaria
.

Durante los últimos dos años hubo en Estados Unidos y Europa una verdadera cruzada
contra la obesidad. Y los villanos
de esa película eran las empresas fabricantes de alimentos. Políticos y periodistas
se rasgaban las vestiduras en santa indignación contra las “culpables”. Lo que
ocurrió, en ese período, fue un cambio de actitud. La gente, tomó de pronto conciencia
de un problema que aumentaba en países desarrollados y en desarrollo — la obesidad
en niños y adultos – y comenzó a objetar la calidad de algunos alimentos y la
forma en que se venden.

Pero en 2003 y 2004 asistimos a una verdadera histeria, dice Mallen Baker en “Business
Respect”, una publicación británica especializada en responsabilidad social de
las empresas. Según él, políticos y periodistas difamaron a las empresas “por
obligarnos a comer comida chatarra”. Cita como ejemplo al columnista del “Observer”,
Simon Caulkin, cuando escribe: “¿Por qué los ejecutivos (de esas empresas), quienes
supuestamente no pegan a sus esposas y quieren lo mejor para sus propios hijos,
se ufanan de idear campañas de marketing viral para persuadir a los niños de otra
gente que cargoseen a sus padres para que les compren alimentos que los van a
engordar? ¿Por qué hacen lobby contra regulaciones que los obligaría a aceptar
la responsabilidad que les cabe? ¿Por qué, empresas e individuos, se avienen a
malograr el bienestar general, haciendo cosas en su negocio que nunca se permitirían
en su vida privada?”

Un informe redactado sobre este tema por una comisión parlamentaria, usó el
delicado tema de la muerte de un bebé súper-obeso, supuestamente por descuido
de sus padres. El tema ocupó los titulares de los diarios, pero era falso. El
niño (3 años) no murió por gordo, tenía una enfermedad y los padres no eran
responsables, pero sufrieron el escarnio público. Para las empresas de alimentos,
que las acusen de ocasionar muertes es grave, al menos tan grave como la culpa
depositada en los vendedores de tabaco, armas o pornografía.

¿De dónde viene toda esta furia repentina? En la última década se perfilaron
dos tendencias que cambiaron cosas en la sociedad. La primera fue que los niños,
en lugar de dedicar su tiempo a los deportes o a juegos en exteriores como hacían
antes, comenzaron a llevar una vida cada vez más sedentaria. En eso, gran responsabilidad
tuvieron la televisión y la computación con los juegos.

La segunda tendencia fue, por un lado, la desaparición paulatina de la costumbre
de la reunión familiar a la hora de las comidas, y por el otro, el aumento de
las salidas a comer y la aparición de lugares donde el trámite de comer llevaba
poco tiempo. Porque vivimos en una sociedad obsesionada con las recetas de cocina
(en libros y en televisión) pero que cada vez cocina menos.

Y entonces, la culpa de la obesidad hay que ponerla en algún lado. Es un verdadero
problema que los niños no hagan ejercicio. Todos tendríamos que sugerir un cambio
en este sentido. Los padres deberían limitarles el tiempo con la computadora,
o con el televisor y hacer de los programas de actividades físicas un plan para
compartir en familia. Las escuelas deberían asegurarse de que las actividades
deportivas sean una parte esencial del programa de estudios. Hasta las compañías
de alimentos podrían ayudar, fomentando adecuadamente estilos de vida, tal vez
fomentando la compra de equipos deportivos para escuelas.

En realidad, eso es exactamente lo que hizo Cadbury, la empresa de chocolates.
Organizó una campaña de marketing donde alentaba la compra de equipos deportivos
para escuelas. Era una campaña similar a la de muchas otras empresas y nunca
eso le pareció mal a nadie.

De pronto cambió el viento. Después del informe parlamentario en Inglaterra,
Cadbury, una empresa hasta entonces digna del mayor de los respetos pasó a convertirse
en paria de la sociedad, sólo por promocionar el consumo de chocolate, un producto
que gusta a casi la totalidad de la humanidad.
En lugar de considerar inaceptables determinadas publicidades para los niños,
tal vez sería mejor – opina el columnista – educarlos desde temprano para que
entiendan lo que es un aviso publicitario y lo miren con sentido crítico: una
habilidad que les va a resultar útil para el resto de la vida. Hace diez años
a nadie le parecía una barbaridad que un padre o una madre pegara un cachetón
a su propio hijo y hoy en algunos países hasta es ilegal. Los tiempos cambian,
y más allá de que los cambios nos parezcan bien o mal, debemos adaptarnos.

Pero atacar retrospectivamente no le hace bien a nadie. Las empresas de alimentos
viven de dar a la gente lo que la gente quiere, y su creatividad e innovación
siempre ha sido un aliado poderoso en la búsqueda de soluciones que luego se
instalan. ¿Cómo hacemos para convencer a la gente de la conveniencia de cambiar?
No se puede sacar una ley para que alguien deje de comerse dos hamburguesas
por día. Por ese camino vamos mal. Hace falta involucrar a todas las partes
interesadas. Lo que sí pueden hacer las empresas es presentar otras opciones
que puedan ser tomadas como parte de la solución. Y en eso están.

Pero es difícil lograr la participación positiva de esas empresas si lo que
se hace es sugerir, como dijo textualmente Culkin, que “malogran el bienestar
general haciendo cosas en su negocio que nunca se permitirían en su vida privada”.
No hay forma de demostrar que eso sea verdad.

En cuanto al camino de las soluciones, la cadena británica de supermercados
Tesco anunció que adoptaría una nueva manera de etiquetar los productos, usando
el sistema de los semáforos: rojo para indicar alimentos peligrosos, amarillo
para dudosos y verde para seguros. Es un buen ejemplo de lo que tal vez habría
que hacer, o sea encontrar nuevas y simples maneras de informar a la gente sobre
lo que compra. Pero la decisión final queda siempre en manos de los consumidores.
El problema de la obesidad no se resuelve sin tomar en consideración la responsabilidad
personal del individuo sobre su propia vida. Cuanto antes se dé cuenta de esto
la gente, y busque a alguien para que ayude en lugar de alguien a quien culpar,
mejor será para todos.

Esto no quiere decir, por supuesto, que no haya una agenda responsable para
las empresas. Sí tienen responsabilidades sobre los ingredientes que utilizan
en sus productos, que deben reflejar nuevas demandas. Pero como recién ahora
se les exigen estas cosas, no es para arrojarles todo el peso de la santa indignación
porque apenas implementan algunas cosas. Y si aparecen nuevas reglas para la
publicidad a niños, será mejor que se decidan de una vez para que todos sepan
a qué atenerse.
Es hora de que sobre este tema se haga un debate serio sobre las soluciones.
En él deberían participar grupos políticos, grupos de consumidores, las emprsas
productoras, fabricantes de videojuegos, canales de televisión y publicitarios.
También los padres. O de lo contrario se convertirá en paria a la industria
alimentaria
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