No es lo mismo dirigir que administrar

Cuando a poco de ser nombrado rector de la Universidad de Cincinnatti Warren Bennis descubrió que ni quedándose hasta las cuatro de la mañana lograba bajar la montaña de papeles sobre su escritorio, decidió averiguar cómo invertía su tiempo.

9 julio, 2001

El resultado de su investigación se plasmó en el libro “Por qué no pueden dirigir los dirigentes”. En síntesis, su gran descubrimiento consistió en darse cuenta de que había sido víctima de una vasta, amorfa e involuntaria conspiración, para impedir que hiciera cualquier movimiento a fin de cambiar el “status quo de la universidad”.

“El trabajo rutinario se impone sobre el que no lo es, diluye todos los planes creativos y todo posible cambio fundamental”. Como a tantos directivos, los días se le esfumaban tratando de resolver asuntos anecdóticos, sin dejarle tiempo libre para abordar las cuestiones fundamentales.

Bennis se planteó qué debía hacer como rector, tras descubrir que nadie quería asumir responsabilidades y todos acudían a él. Decidió capear el temporal e introdujo una constelación ejecutiva que se encargara de administrar la rectoría, es decir, comenzó a delegar.

Esto le permitió definir su propio papel: “el rector debe ser un líder con visión empresarial y con tiempo suficiente para pensar en las fuerzas que influirán en el destino de la institución. Debe educar a otros administradores, de modo que no sólo entiendan la necesidad de distinguir entre liderazgo y administración, sino que sean capaces de proteger al ejecutivo en jefe para que no quede atrapado en el engranaje de la rutina”.

El verdadero líder, afirma, no sucumbe ante la rutina; es capaz de marcar el norte y enrolar a su equipo.

La segunda ley postula: “Haga usted todos los grandes planes que desee, pero puede estar seguro de que lo inesperado o lo trivial lo va a interrumpir y alterar”. Bennis la formuló tras percatarse de que había dedicado aproximadamente el veinte por ciento de su tiempo a solucionar un problema can un hospital público, propiedad del Gobierno, que era administrado por la universidad.

En su momento de la verdad, Bennis vio nítidamente la diferencia entre dirigir y administrar: “Muchas instituciones están muy bien administradas y mal dirigidas. Tienen quizá una excelente capacidad para atender todos los asuntos rutinarios del día, pero nunca cuestionan si esa rutina vale la pena o no. Todos nos ocupamos de problemas rutinarios porque son los mas fáciles de manejar. En muchas ocasiones nos resistimos a abordar los problemas más importantes”.

Después de abandonar la universidad, con cierto sentimiento de derrota, se conectó con noventa de los líderes norteamericanos más importantes para descubrir las raíces del liderazgo, y comprobó que, mientras “los dirigentes son los que hacen bien las cosas, los administradores son los que las piensan bien. Ambas funciones son muy importantes. pero tienen profundas diferencias. “Vi a muchas personas que ocupaban altos cargos y hacían muy bien las cosas más desacertadas que se puede uno imaginar”, concluye.

El resultado de su investigación se plasmó en el libro “Por qué no pueden dirigir los dirigentes”. En síntesis, su gran descubrimiento consistió en darse cuenta de que había sido víctima de una vasta, amorfa e involuntaria conspiración, para impedir que hiciera cualquier movimiento a fin de cambiar el “status quo de la universidad”.

“El trabajo rutinario se impone sobre el que no lo es, diluye todos los planes creativos y todo posible cambio fundamental”. Como a tantos directivos, los días se le esfumaban tratando de resolver asuntos anecdóticos, sin dejarle tiempo libre para abordar las cuestiones fundamentales.

Bennis se planteó qué debía hacer como rector, tras descubrir que nadie quería asumir responsabilidades y todos acudían a él. Decidió capear el temporal e introdujo una constelación ejecutiva que se encargara de administrar la rectoría, es decir, comenzó a delegar.

Esto le permitió definir su propio papel: “el rector debe ser un líder con visión empresarial y con tiempo suficiente para pensar en las fuerzas que influirán en el destino de la institución. Debe educar a otros administradores, de modo que no sólo entiendan la necesidad de distinguir entre liderazgo y administración, sino que sean capaces de proteger al ejecutivo en jefe para que no quede atrapado en el engranaje de la rutina”.

El verdadero líder, afirma, no sucumbe ante la rutina; es capaz de marcar el norte y enrolar a su equipo.

La segunda ley postula: “Haga usted todos los grandes planes que desee, pero puede estar seguro de que lo inesperado o lo trivial lo va a interrumpir y alterar”. Bennis la formuló tras percatarse de que había dedicado aproximadamente el veinte por ciento de su tiempo a solucionar un problema can un hospital público, propiedad del Gobierno, que era administrado por la universidad.

En su momento de la verdad, Bennis vio nítidamente la diferencia entre dirigir y administrar: “Muchas instituciones están muy bien administradas y mal dirigidas. Tienen quizá una excelente capacidad para atender todos los asuntos rutinarios del día, pero nunca cuestionan si esa rutina vale la pena o no. Todos nos ocupamos de problemas rutinarios porque son los mas fáciles de manejar. En muchas ocasiones nos resistimos a abordar los problemas más importantes”.

Después de abandonar la universidad, con cierto sentimiento de derrota, se conectó con noventa de los líderes norteamericanos más importantes para descubrir las raíces del liderazgo, y comprobó que, mientras “los dirigentes son los que hacen bien las cosas, los administradores son los que las piensan bien. Ambas funciones son muy importantes. pero tienen profundas diferencias. “Vi a muchas personas que ocupaban altos cargos y hacían muy bien las cosas más desacertadas que se puede uno imaginar”, concluye.

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