Manual para ganarle al libre juego del mercado

En el largo plazo, las empresas han demostrado tener menos rapidez de adaptación que los mercados. Eso, dicen los autores de “Creative Destruction” se debe a la forma en que evolucionan, no a la manera de realizar sus tareas cotidianas.

21 abril, 2005

Si se toma como referencia las empresas listadas en el primer índice de
Standard and Poor´s en 1920, se puede comprobar que la duración promedio
de la mayoría era de 65 años. Ya en la década del ´90, el
mismo índice – que ya incluía 500 — sólo anticipaba una
vida de 10 años. Si la progresión continúa, deduce un libro
que publica McKinsey, en el próximo cuarto de siglo sólo de la tercera
parte de las grandes empresas de hoy sobrevivirá económicamente
de manera importante.

Richard Foster y Sarah Kaplan son los autores de “Creative Destruction:
Why Companies That Are Built to Last Underperform the Market-and How to Successfully
Transform Them
“. En él plantean que la aceleración del
cambio ha acabado con la era en que las empresas duraban más de setenta
años. A partir de la investigación que realizaron de más
de 1.000 empresas de 15 industrias y sectores diferentes, muestran que nunca existió
una empresa que le gane al mercado. Las filosofías gerenciales y controles
de procesos basados en el supuesto de la continuidad sólo cierran las puertas
a la necesidad permanente de aceptar aquello que Schumpeter llamó la “destrucción
creativa” y cambiar al ritmo y escala de los mercados de capitales. En su
libro, los autores explican la necesidad de abandonar esos supuestos de continuidad
y derribar las barreras culturales que dificultan el cambio en las empresas y
las llevan a la muerte ante los cambios del mercado.

Culturas que matan

Los autores parten de la premisa que para no sucumbir ante los vaivenes del mercado,
las empresas deben ser tanto o más rápidas en sus propios cambios.
Fácil de decir, difícil de implementar. En esa eterna búsqueda
de nuevas ideas y de expansión aparece un conflicto entre la necesidad
que tienen las empresas de controlar las operaciones existentes y la necesidad
de crear el tipo de ambiente que permita el surgimiento de nuevas ideas y el abandono
de las viejas. Ellos creen que a la mayoría de las empresas les resulta
imposible equiparar su desempeño al de los mercados porque no pueden despegarse
del supuesto de la continuidad.

Durante medio siglo, hasta que Johnson & Johnson introdujo Tylenol, la aspirina
Bayer lideró el crecimiento de Sterling Drug. Por miedo a canibalizar su
liderazgo con la aspirina, Sterling Drug se negaba a introducir Panadol en Estados
Unidos , su propio calmante sin aspirina que lideraba en Europa. Trataba sin lograrlo
de expandir su línea de productos. Ese fracaso fue el que, en definitiva,
llevó a la compra por parte de Eastman Kodak. Sterling Drug se había
quedado paralizada, incapaz de cambiar su conducta de medio siglo por miedo. Su
fuerte cultura había bloqueado el progreso y terminó sellando su
destino. El encierro cultural, la incapacidad para cambiar la cultura de la organización
aun frente a una amenaza clara del mercado, explica por qué a las corporaciones
les resulta difícil responder a los mensajes del mercado. Y ese encierro
resulta del endurecimiento gradual de la arquitectura invisible de la empresa
y la osificación de la toma de decisiones, sistemas de control y modelos
mentales. Dificulta la capacidad de innovar o de desprenderse de operaciones con
poco futuro. Y termina por decidir la inexorable declinación de la compañía
y el desempeño deslucido.

El encierro cultural se manifiesta en tres miedos: el miedo a canibalizar una
importante línea de productos, el miedo a un conflicto de canales con clientes
importantes y el miedo a diluir ingresos a causa de una adquisición estratégica.
Los tres, aunque razonables para una empresa establecida, no se sienten en el
mercado. En consecuencia el mercado avanza donde la empresa no se anima.

¿Por qué se produce este encierro cultural? El centro del problema
está en la formación de invisibles códigos de reglas, o modelos
mentales, que una vez formados son muy difíciles de cambiar. Los modelos
mentales son conceptos, creencias y supuestos de la empresa. Uno de ellos, el
supuesto de la continuidad, un tipo de desconexión con la realidad que
promueve muchas decisiones equivocadas.
Los sistemas de control, creados para asegurar el logro de las metas previstas,
también crean “rutinas defensivas”: no desafiar el status quo,
no alentar la diversidad de opiniones, no discrepar con la autoridad, etc. Y así,
el cambio resulta imposible.

Los mecanismos de control desalientan igualmente la capacidad de la organización
para innovar al ritmo y escala del mercado. Bajo el supuesto de la continuidad,
por ejemplo, se puede rechazar un planteo para crear un nuevo negocio, dado que
la posibilidad de su éxito no se puede probar por adelantado. En esas circunstancias,
es probable que triunfen las ideas basadas en el crecimiento incremental de las
actuales capacidades.

Además, los mecanismos de control empresarial limitan la creatividad por
su dependencia del pensamiento convergente, que se concentra en problemas claros
y aporta soluciones rápidas y conocidas. Orden, simpleza, rutina, responsabilidades
claras, sistemas de medición transparentes y previsibilidad son la base
del pensamiento convergente. Frente a eso Foster y Kaplan prefieren la noción
de “discontinuidad”, que necesita del “pensamiento divergente”,
un pensamiento que no asfixia las ideas novedosas, diferentes y atrevidas. Se
concentra tanto en la cuidadosa observación de los hechos como en su interpretación,
en la rápida toma de decisiones, tanto en la capacidad para reflexionar
como en la de tomar decisiones rápidas. Entonces, una vez que el encierro
cultural guía las decisiones de la compañía, el destino de
la empresa está sellado, a menos que se produzca un gran shock en el exterior.

El cambio en el mercado

Como los mercados no tienen cultura, liderazgo ni emociones, no experimentan desesperación,
depresión, negación ni esperanzas como las empresas. El mercado
no tiene memoria ni arrepentimiento, no teme la canibalización, el conflicto
de canales ni la licuación. Simplemente espera que jueguen las diferentes
fuerzas, que aparezcan nuevas empresas, espera compras, fusiones y desapariciones.

El mercado permite silenciosamente que las empresas más débiles
sean puestas en venta y que los nuevos dueños las remodelen o las cierren.
Sólo cuando intervienen los gobiernos – para determinados salvatajes –
podría decirse que el mercado imita una probable respuesta empresarial.
Pero en la mayoría de los casos, se limita a eliminar a los jugadores débiles
y mejorar los retornos generales.

Como carecen de sistemas de control orientados a la producción, los mercados
crean más sorpresas y novedades que las empresas. Operan sobre el supuesto
de la la discontinuidad y acomodan la continuidad. La diferencia es profunda.

Luego de hacer su diagnóstico, y recomendar soluciones, Foster y Kaplan
hacen su evaluación final diciendo que el desempeño empresarial
de largo plazo no ha sabido igualar el de los mercados porque las primeras no
se adaptan con la velocidad de los segundos. Y eso es así por la forma
en que evolucionan, no por cómo hacen sus tareas cotidianas. Por razones
históricas que no se detienen a analizar en profundidad, dicen que las
empresas han sido diseñadas para operar (producir bienes y servicios) más
que para evolucionar. Para poder evolucionar al ritmo de los mercados, tienen
que mejorar en creación y en destrucción, los dos elementos de la
evolución que les está faltando.

Si se toma como referencia las empresas listadas en el primer índice de
Standard and Poor´s en 1920, se puede comprobar que la duración promedio
de la mayoría era de 65 años. Ya en la década del ´90, el
mismo índice – que ya incluía 500 — sólo anticipaba una
vida de 10 años. Si la progresión continúa, deduce un libro
que publica McKinsey, en el próximo cuarto de siglo sólo de la tercera
parte de las grandes empresas de hoy sobrevivirá económicamente
de manera importante.

Richard Foster y Sarah Kaplan son los autores de “Creative Destruction:
Why Companies That Are Built to Last Underperform the Market-and How to Successfully
Transform Them
“. En él plantean que la aceleración del
cambio ha acabado con la era en que las empresas duraban más de setenta
años. A partir de la investigación que realizaron de más
de 1.000 empresas de 15 industrias y sectores diferentes, muestran que nunca existió
una empresa que le gane al mercado. Las filosofías gerenciales y controles
de procesos basados en el supuesto de la continuidad sólo cierran las puertas
a la necesidad permanente de aceptar aquello que Schumpeter llamó la “destrucción
creativa” y cambiar al ritmo y escala de los mercados de capitales. En su
libro, los autores explican la necesidad de abandonar esos supuestos de continuidad
y derribar las barreras culturales que dificultan el cambio en las empresas y
las llevan a la muerte ante los cambios del mercado.

Culturas que matan

Los autores parten de la premisa que para no sucumbir ante los vaivenes del mercado,
las empresas deben ser tanto o más rápidas en sus propios cambios.
Fácil de decir, difícil de implementar. En esa eterna búsqueda
de nuevas ideas y de expansión aparece un conflicto entre la necesidad
que tienen las empresas de controlar las operaciones existentes y la necesidad
de crear el tipo de ambiente que permita el surgimiento de nuevas ideas y el abandono
de las viejas. Ellos creen que a la mayoría de las empresas les resulta
imposible equiparar su desempeño al de los mercados porque no pueden despegarse
del supuesto de la continuidad.

Durante medio siglo, hasta que Johnson & Johnson introdujo Tylenol, la aspirina
Bayer lideró el crecimiento de Sterling Drug. Por miedo a canibalizar su
liderazgo con la aspirina, Sterling Drug se negaba a introducir Panadol en Estados
Unidos , su propio calmante sin aspirina que lideraba en Europa. Trataba sin lograrlo
de expandir su línea de productos. Ese fracaso fue el que, en definitiva,
llevó a la compra por parte de Eastman Kodak. Sterling Drug se había
quedado paralizada, incapaz de cambiar su conducta de medio siglo por miedo. Su
fuerte cultura había bloqueado el progreso y terminó sellando su
destino. El encierro cultural, la incapacidad para cambiar la cultura de la organización
aun frente a una amenaza clara del mercado, explica por qué a las corporaciones
les resulta difícil responder a los mensajes del mercado. Y ese encierro
resulta del endurecimiento gradual de la arquitectura invisible de la empresa
y la osificación de la toma de decisiones, sistemas de control y modelos
mentales. Dificulta la capacidad de innovar o de desprenderse de operaciones con
poco futuro. Y termina por decidir la inexorable declinación de la compañía
y el desempeño deslucido.

El encierro cultural se manifiesta en tres miedos: el miedo a canibalizar una
importante línea de productos, el miedo a un conflicto de canales con clientes
importantes y el miedo a diluir ingresos a causa de una adquisición estratégica.
Los tres, aunque razonables para una empresa establecida, no se sienten en el
mercado. En consecuencia el mercado avanza donde la empresa no se anima.

¿Por qué se produce este encierro cultural? El centro del problema
está en la formación de invisibles códigos de reglas, o modelos
mentales, que una vez formados son muy difíciles de cambiar. Los modelos
mentales son conceptos, creencias y supuestos de la empresa. Uno de ellos, el
supuesto de la continuidad, un tipo de desconexión con la realidad que
promueve muchas decisiones equivocadas.
Los sistemas de control, creados para asegurar el logro de las metas previstas,
también crean “rutinas defensivas”: no desafiar el status quo,
no alentar la diversidad de opiniones, no discrepar con la autoridad, etc. Y así,
el cambio resulta imposible.

Los mecanismos de control desalientan igualmente la capacidad de la organización
para innovar al ritmo y escala del mercado. Bajo el supuesto de la continuidad,
por ejemplo, se puede rechazar un planteo para crear un nuevo negocio, dado que
la posibilidad de su éxito no se puede probar por adelantado. En esas circunstancias,
es probable que triunfen las ideas basadas en el crecimiento incremental de las
actuales capacidades.

Además, los mecanismos de control empresarial limitan la creatividad por
su dependencia del pensamiento convergente, que se concentra en problemas claros
y aporta soluciones rápidas y conocidas. Orden, simpleza, rutina, responsabilidades
claras, sistemas de medición transparentes y previsibilidad son la base
del pensamiento convergente. Frente a eso Foster y Kaplan prefieren la noción
de “discontinuidad”, que necesita del “pensamiento divergente”,
un pensamiento que no asfixia las ideas novedosas, diferentes y atrevidas. Se
concentra tanto en la cuidadosa observación de los hechos como en su interpretación,
en la rápida toma de decisiones, tanto en la capacidad para reflexionar
como en la de tomar decisiones rápidas. Entonces, una vez que el encierro
cultural guía las decisiones de la compañía, el destino de
la empresa está sellado, a menos que se produzca un gran shock en el exterior.

El cambio en el mercado

Como los mercados no tienen cultura, liderazgo ni emociones, no experimentan desesperación,
depresión, negación ni esperanzas como las empresas. El mercado
no tiene memoria ni arrepentimiento, no teme la canibalización, el conflicto
de canales ni la licuación. Simplemente espera que jueguen las diferentes
fuerzas, que aparezcan nuevas empresas, espera compras, fusiones y desapariciones.

El mercado permite silenciosamente que las empresas más débiles
sean puestas en venta y que los nuevos dueños las remodelen o las cierren.
Sólo cuando intervienen los gobiernos – para determinados salvatajes –
podría decirse que el mercado imita una probable respuesta empresarial.
Pero en la mayoría de los casos, se limita a eliminar a los jugadores débiles
y mejorar los retornos generales.

Como carecen de sistemas de control orientados a la producción, los mercados
crean más sorpresas y novedades que las empresas. Operan sobre el supuesto
de la la discontinuidad y acomodan la continuidad. La diferencia es profunda.

Luego de hacer su diagnóstico, y recomendar soluciones, Foster y Kaplan
hacen su evaluación final diciendo que el desempeño empresarial
de largo plazo no ha sabido igualar el de los mercados porque las primeras no
se adaptan con la velocidad de los segundos. Y eso es así por la forma
en que evolucionan, no por cómo hacen sus tareas cotidianas. Por razones
históricas que no se detienen a analizar en profundidad, dicen que las
empresas han sido diseñadas para operar (producir bienes y servicios) más
que para evolucionar. Para poder evolucionar al ritmo de los mercados, tienen
que mejorar en creación y en destrucción, los dos elementos de la
evolución que les está faltando.

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