La estrategia de la ilusión – Primera parte

Desde que Theodore Levitt planteó en su célebre Marketing miopía "...usted no vende taladros sino que le compran agujeros", el marketing cambió su enfoque y se concentró en la demanda. Y esto exige entender el consumo como comportamiento de compra.

3 julio, 2001

Estos conceptos, esencia del marketing estratégico, son irrenunciables a la hora de definir la estrategia de negocios. Alberto Wilensky, con incisiva claridad, va más allá de una teoría, para transformar este ensayo en la práctica habitual del número uno de la empresa.

I. La base de la estrategia

La realidad de los negocios es siempre un enigma. Para hacer un buen negocio no se necesita ser un experto en marketing, administración o economía. Tampoco, para hacer varios buenos negocios. Menos aún para comprar un billete de lotería que nos convierta en multimillonarios en horas. No se requiere ningún conocimiento especial para hacer negocios en mercados de demanda, cuando los clientes hacen cola para comprar y no hay stocks que resistan los pedidos incesantes. Tampoco, cuando somos los únicos que poseemos un determinado insumo crítico, una tecnología inimitable, una fotocopiadora al lado del Registro Civil, un buffet de hamburguesas dentro del colegio o de gaseosas dentro del estadio. Cuando como gerentes del producto, manejamos la vaca lechera de la compañía, como vendedores, disponemos de la zona clave o como distribuidores, sólo nosotros llegamos a una región fronteriza.

En tales casos, conocer a fondo por qué está resultando tan excepcional el negocio es casi improcedente. Porque esas razones son evidentes o porque sin ser evidentes el tiempo de investigarlas y analizarlas costo de oportunidad debe ser utilizado en seguir vendiendo y ganando más. En ese sentido, parece un derroche de tiempo y esfuerzo el preguntarse por qué los consumidores consumen y pagan y, consecuentemente, hasta cuando lo harán. En todos estos casos podríamos hablar de negocios cerrados en el sentido de que las variables controlables están bajo control y las incontrolables son irrelevantes o nulas. Sin embargo, y desde el nuevo escenario competitivo, cada vez resulta más crítico profundizar el conocimiento de las principales causas de los negocios, en términos de las relaciones oferta-demanda que los determinan.

Cuando enfatizamos la importancia del enfoque estratégico de la demanda no nos olvidamos de lo vital que puede ser para el negocio obtener una fuerte desgravación impositiva. O anticipar una devaluación. O descubrir el remedio definitivo para el resfrío. Tampoco nos olvidamos de que será difícil vender cremas de belleza o lápices labiales a segmentos masculinos, whisky escocés a chicos en edad pre-escolar, o que no tiene sentido venderles a quienes no pueden pagar.

En síntesis, necesitamos contar con un cuadro de situación y un mapa de maniobras para hacer no uno sino varios negocios, no en un solo sector industrial sino en cualquiera, no sólo en situaciones monopólicas sino también competitivas y no una sola vez sino siempre.

Pero, ¿cómo pensar estratégicamente las bases del negocio? A partir de la concepción clave de que los objetos que consideramos reales y tangibles solo cobran realidad cuando, mediante el mundo simbólico, tienen para nosotros un significado determinado. ¿Cuál es la clave que permite entender el éxito del negocio del body-piercing?(perforación de agujeros en el cuerpo humano: las más comunes en orejas y nariz) ¿Hubiéramos pensado, apenas unos años atrás, que se venderían aros no de a pares sino de a uno y no a las mujeres sino a los hombres? Entonces, como objeto tangible real, ¿qué es un aro? Hasta ahora, armados utilizando plásticos, perlas o metales preciosos, ¿qué transformación real se operó en estos materiales o en el diseño que masculinizó los aros? O las carteras colgantes, o ¿qué feminizó el consumo de vinos blancos, aperitivos o cigarrillos?

Debemos centrarnos entonces, en los efectos de lo simbólico sobre el consumidor y sobre el negocio. Consecuentemente, en analizar su rol clave para el marketing estratégico. Enfrentando a competidores que dan pelea. Compitiendo con productos de excelente performance. Sin las facilidades de la venta convoyada. Sin disponer de mercados cautivos. El marketing de las decisiones estratégicas. Decisiones que deben ser tomadas en ese trascendente espacio que separa el máximo cálculo del puro azar. Decisiones que no se refieren ni a los negocios absolutamente obvios ni a los meramente quiméricos.

Desde esta concepción, resulta claro que entender la demanda es un requisito mínimo y básico para el eficaz desarrollo de la estrategia empresaria global y del plan de marketing en particular. Entender la demanda es analizar el consumo dispuestos a enfrentarnos en forma racional y científica con la aparente irracionalidad de muchos mercados. La racionalidad es un paradójico fetiche de nuestra cultura que muchas veces no nos permite encontrar la explicación real de gran parte de nuestros comportamientos cotidianos, complejos y esencialmente simbólicos como la mayoría de los sistemas religiosos y políticos o como los aspectos más trascendentales de la conducta humana: el afecto, la lealtad o el amor.

II. La esencia del consumo

Consumir es un acto que realizamos todos los días. Por eso, muchas veces ni siquiera nos damos cuenta. Consumimos casi como respiramos. Ya forma parte de nuestra actividad natural. En el transcurso de esta actividad, elegimos y decidimos. Permanentemente, elegimos entre una amplia cantidad de productos. Muchos productos. Productos con diferentes envases, tamaños, olores, sabores, precios, diseños y texturas.

Sin embargo, es esta misma profusión de productos diversos que tenemos delante de los ojos en vidrieras, mostradores, revistas y pantallas de televisión la que no nos permite ver el complejo proceso del consumo. Primero, elegimos entre cosas que deseamos pero que estrictamente no necesitamos. Segundo, elegimos entre muchos más productos que los que imaginamos tener como opción. Existen numerosas alternativas que no recordamos o ni siquiera percibimos como tales. Tercero, la elección no es absolutamente consciente ni racional, es decir, no responde solamente a pautas lógicas y objetivas. Como consumidores nos involucramos con los productos en un vínculo sujeto-objeto ligado a la lógica de los procesos psíquicos. Cuarto, el consumo es esencialmente simbólico. Junto al consumo orgánico y a la utilización física de los objetos; se produce un fundamental consumo simbólico, mediante el cual tratamos, imaginariamente, de colmar nuestro deseo. Quinto, por operar en un orden simbólico el consumo jamás se detendrá. Infinitos productos, objetos ilusorios de la ansiada completud del consumidor, serán sucesivamente elegidos sin constituir ninguno de ellos el satisfactor definitivo.

¿Coca-Cola o Pepsi?, ¿Ford o Renault?, ¿Colgate o Kolynos?, ¿Hewlett-Packard o Compaq?, ¿casa o departamento?, ¿ingeniería o derecho?, ¿ropa clásica o de última moda? Permanentemente, tomamos decisiones de elección entre productos y marcas. En cada una de estas elecciones está implícito un por qué. Un por qué, que como consumidores generalmente desconocemos y que responde a una motivación que ni siquiera está en nuestra conciencia. ¿Por qué Kodak?, ¿por qué Siemens? ¿Por qué vacaciones en Europa en lugar de cambiar el coche? Por supuesto, existen muchas respuestas simples e inmediatas. Elegimos las vacaciones o esa carrera profesional porque era lo que más nos gustaba. Elegimos Nike porque nos gusta más que Adidas y Air France porque nos gusta más que Swissair. Son explicaciones fáciles y, además, lógicas. Pero, en verdad, son sólo respuestas superficiales y tautológicas y, por lo tanto, no son explicaciones. Solamente nos remiten a la noción de gustosidad, que es lo mismo que decir que los aviones vuelan por el principio de volabilidad.

A su vez, también fracasan las forzadas explicaciones racionales. La racionalidad no nos permite aceptar que la mayoría de los aspectos de la conducta humana son inconscientes e irracionales. Tengo hambre, busco comida, como. Ya no tengo hambre. Ha sido satisfecha una necesidad. Pero el término necesidad es en sí mismo complejo. Puede significar simplemente una necesidad fisiológica fundamental. Pero incluso cuando hablamos de comer, ¿por qué como un plato particularmente suculento en lugar de otro más sencillo e igualmente nutritivo? Cuando compro un coche, ¿lo compro porque realmente lo necesito? La industria del automóvil entraría en bancarrota de la noche a la mañana, si los coches fueran comprados sólo por las personas que en realidad los necesitan. Incluso los indios que viven cerca de los de Iquitos se adornan con plumas de tucanes y se pintan el rostro con colores de ocre. Ninguna de estas actividades es estrictamente utilitaria. Los cosméticos modernos, los tapados de visón y las corbatas masculinas son igualmente inútiles. Por lo tanto, para explicar las motivaciones humanas debemos recurrir al concepto de necesidades psicológicas (Dichter, 1970, 81-110).

La utilidad y la necesidad están absolutamente ligadas a las explicaciones racionales y microeconómicas en las cuales los productos cumplen claramente con alguna función, para la cual han sido especialmente diseñados. Siempre es posible afirmar que los cosméticos o las corbatas tienen la función de adornar pero es imposible, bajo ese mismo enfoque, explicar por qué ciertas mujeres prefieren fragancias más dulces y otras más secas, o ciertos hombres prefieren corbatas lisas y otros las prefieren a lunares, o por qué otros no las usan en absoluto, es decir, no necesitan adornarse. ¿Dónde está la racionalidad de comprar nuevos jeans cuya calidad se mide por su facilidad de decoloración y rapidez para mostrarse gastados y viejos?, ¿dónde está la racionalidad de elegir la pasta dental más barata y simultáneamente el detergente más caro?

Estas fallas de la racionalidad para una comprensión plena del consumo tienen sus raíces en ciertas concepciones generales respecto de la naturaleza humana, que privilegian exclusivamente lo objetivo, lo funcional, lo lógico y lo consciente.

Contrariamente a este enfoque parcial, el psiquismo humano opera en una doble dimensión: racional e irracional, consciente e inconsciente. Ambas dimensiones se corresponden con los dos procesos psíquicos fundamentales, a los que la psicología profunda denomina procesos primario y secundario.

El proceso primario se orienta hacia la búsqueda inmediata de satisfacción, generalmente a través de la ilusión; es impulsivo, irreflexivo, alógico y afectivo. Es el ámbito del deseo. El proceso secundario se orienta a la realidad objetiva, es intelectual, lógico y conceptual. Es el ámbito de la razón. Los dos procesos operan indisociable e inexorablemente en el aparato psíquico. Por lo tanto, una explicación de los motivos del consumo y la elección entre productos y marcas sólo podrá obtener una respuesta significativa, cuando conciba al consumidor desde un enfoque integral.
El consumo está situado en un espacio simbólico que lo separa del orden natural. Una necesidad fisiológica como la sed tiene múltiples satisfactores potenciales. Desde las bebidas colas carbonatadas: Coca, Coca Light, Pepsi, Pepsi Max y los sabores, Fanta, Sprite, Paso de los Toros, Quatro, Seven-Up, hasta los concentrados como Tang e Inca.

Desde los naturales como Pindapoy, Cepita o Cipolletti, hasta las minerales Villavicencio, Eco de los Andes, Sierra de los Padres, Villa del Sur. Desde las sodas y los refrescos hasta los vinos y las cervezas. Todos compiten por esa misma necesidad. Compiten por marcas y por variedad genérica. Por tamaño y por tipo de envase. Por status y por oferta promocional. Por amargos o por lights. Por ocasión de consumo o por tipo de comida asociada. El consumo transcurre por distintos espacios ligados a lo orgánico y a lo psíquico, a lo fisiológico y a lo simbólico. Siempre en un camino cada vez más distante de la estricta necesidad.

La satisfacción de necesidades

Somos sujetos de necesidades. Sin embargo, sobre estas necesidades se monta una verdadera escenificación. “El vino está socializado porque crea no solamente una moral sino un decorado. Engalana todos los ceremoniales de la vida cotidiana francesa por más insignificantes que sean, desde el refrigerio (camembert con tinto común) hasta el festín, desde la charla de bar hasta el discurso de banquete. Exalta cualquier clima, se asocia en el frío a todos los mitos del calentamiento y en el verano a todas las imágenes de la sombra, la frescura y lo excitante. No existe ninguna situación: temperatura, hambre, hastío, servidumbre, exilio que no haga pensar en el vino” (Barthes, 77).

El consumo de cigarrillos es otro ejemplo claro respecto del particular vínculo entre un sujeto y un objeto que se torna esencial para quien lo consume e incomprensible para los no fumadores. El producto no responde a ninguna necesidad biológica y, sin embargo, es tan necesario para sus consumidores que ni siquiera pueden cambiar, circunstancialmente, de tipo de tabaco o marca preferida. En general, existen distintos momentos y aparentes causas que derivan en el consumo de cigarrillos: hay quienes fuman cuando están ansiosos y nerviosos y quienes lo hacen cuando están tranquilos y contentos, quienes fuman cuando están o se sienten solos y quienes lo hacen únicamente cuando están acompañados, quienes fuman para concentrarse y trabajar duro y quienes lo hacen para lucir despreocupados y aplomados ante los demás. En todos estos casos existen, más allá de las circunstancias descriptivas, causas profundas que convierten el cigarrillo en un objeto cargado de significados que completan al sujeto. Un sujeto que cuando no cuenta con sus cigarrillos siente que le falta algo. El cigarrillo cumple fundamentalmente el rol de objeto mágico y talismán que infunde seguridad por constituir una prolongación de esos objetos infantiles denominadosobjetos transicionales y que significan para el sujeto la presencia simbólica de la tranquilizadora imagen materna (Dogana, 79).

III. Imágenes en el espejo

Desde el enfoque estratégico, el consumo es un consumo simbólico en el que se demandan y ofertan imágenes. “Si es de Bayer es bueno” ya no es sólo un slogan publicitario. Muchos de nosotros lo suscribiríamos, aun cuando no hemos probado todos sus productos ni conocido todos sus procesos de elaboración, ni podamos evaluar científicamente sus drogas básicas. Pero las imágenes no son solamente imágenes de empresas y de marcas, también los productos, en cuanto a sus componentes intrínsecos, las tienen. Es difícil confiar en un champú que no logre espuma, en un producto comestible con envase negro o en una dieta sana, en la que no figuren la carne o la leche. No hay objetos sin imágenes. Los productos nunca son solamente esas cosas concretas y tangibles que evaluamos según sus características específicas. Son recipientes vacíos en los cuales los seres humanos volcamos gran parte de nuestras expectativas, ansias y temores.

Podemos pensar los objetos-productos de consumo como espejos que en su imagen nos dan la muestra y, más aún, nos ayudan a conseguir la imagen que deseamos. Esas imágenes nunca son las mismas, varían constantemente. En los mismos consumidores y ante diferentes productos. En los mismos productos y ante diferentes consumidores. Los mismos consumidores que esperan verse completados por la imagen varonil de Marlboro son los que esperan verse y ser vistos en la prestigiosa imagen del 604. Simultáneamente, otros consumidores prefieren completarse con los prestigiantes Benson & Hedges y la dureza rústica de la 4 X 4. Los mismos que eligen la imagen mundial de Philips porque les da mayor seguridad racional en la compra de un equipo de audio eligen la marca Aerolíneas Argentinas más allá de la privatización porque les da mayor seguridad emocional en los vuelos internacionales.

Los objetos físicos y externos, como son los productos, se nos presentan junto a su fin práctico específico (el jabón para lavar, el cigarrillo para fumar, el auto para trasladar) como fundamentales pantallas en las que, como sus consumidores, nos reflejamos. Vemos esto en cualquier sala de cine, donde el vínculo sujeto-objeto hace que algunos espectadores lloren, otros bostecen y otros queden paralizados. Todos sabemos que el cine es una representación en la que los actores desempeñan un rol. Somos conscientes de la distancia que separa al personaje de la persona real del actor. Sin embargo, en un momento los confundimos: fusionamos e igualamos la persona real del actor con el personaje que interpreta. Y este supuesto error de la racionalidad es el que nos permite identificarnos con los buenos y los malos de la película. Precisamente, esta identificación espectador-pantalla, este vínculo tan especial entre un ser humano y una tela con imágenes de colores que provocan miedo, risas y llantos, es lo que le otorga interés al espectáculo. Pero quizás lo fundamental que no conocemos, es que esas emociones se produjeron porque, en realidad, el espectáculo estaba en nosotros mismos: trasladamos a los personajes hacia nuestro interior, establecemos un determinado vínculo con ese objeto-pantalla y le damos vida a la película (Pichon-Rivière, 73-75).

Este juego identificatorio es también reconocible entre los consumidores de productos como las novelas de detectives o las series policiales y que básicamente se dividen en dos grandes segmentos: los intelectuales y los emotivos. Los intelectuales son activos, lógicos, detallistas, técnicos y se identifican con el detective. Mientras leen el libro o miran la pantalla ellos son Poirot, Columbo, Kojak o Sherlock Holmes. Los emotivos son pasivos, crédulos y confiados. Se dejan conducir y fascinar por el detective identificándose con el amigo que se sitúa en el lugar del hombre común: ellos son el capitán Hastings o el mismísimo Watson.

En síntesis, cuando Revson, el presidente de Revlon, dice que no vende lápices labiales sino esperanza no dice solamente que vende una imagen. No dice solamente que las mujeres no compran en realidad cremas humectantes, sombras perladas o perfumes exclusivos sino imágenes de la juventud, del éxito y del amor. Dice que vende una ilusión y que vende una posibilidad. Dice que todos los productos de cosmética con las más diversas fragancias, colores y envases simbolizan la esperanza eterna de que, a través de ellos, ese deseo constante quede finalmente satisfecho.

Por Alberto Wilensky
Líderes del Tercer Milenio
Clarín y MERCADO

Sobre el autor

Licenciado an Administración, posgraduado en comercialización y Doctor en Ciencias Económicas.
Obtuvo el Premio Facultad de Ciencias Económicas (UBA), el premio a la exelencia profesional 1990 (NAA). Fue miembro del staff internacional de Consultores de Management Analysis Center (MAC). Integra la comisión directiva del consejo académico de la Asociasión Argentina de Marketing y de la Sociedad Latinoamericana de Estratégia.
Profesor del Master en Planeamiento estratégico (UB) y de Administración estratégica (UB), Profesor titular de Teoría de la demanda (UBA).

Lecturas imprescindibles

* Alberto Wilensky:
-Marketing estratégico, Tesis.

* Fernando Dogana:
-Psicopatología del consumo cotidiano, Gedisa.

* Enrique Pichón Rivière:
-Teoría del vínculo, Nueva Visión.

Estos conceptos, esencia del marketing estratégico, son irrenunciables a la hora de definir la estrategia de negocios. Alberto Wilensky, con incisiva claridad, va más allá de una teoría, para transformar este ensayo en la práctica habitual del número uno de la empresa.

I. La base de la estrategia

La realidad de los negocios es siempre un enigma. Para hacer un buen negocio no se necesita ser un experto en marketing, administración o economía. Tampoco, para hacer varios buenos negocios. Menos aún para comprar un billete de lotería que nos convierta en multimillonarios en horas. No se requiere ningún conocimiento especial para hacer negocios en mercados de demanda, cuando los clientes hacen cola para comprar y no hay stocks que resistan los pedidos incesantes. Tampoco, cuando somos los únicos que poseemos un determinado insumo crítico, una tecnología inimitable, una fotocopiadora al lado del Registro Civil, un buffet de hamburguesas dentro del colegio o de gaseosas dentro del estadio. Cuando como gerentes del producto, manejamos la vaca lechera de la compañía, como vendedores, disponemos de la zona clave o como distribuidores, sólo nosotros llegamos a una región fronteriza.

En tales casos, conocer a fondo por qué está resultando tan excepcional el negocio es casi improcedente. Porque esas razones son evidentes o porque sin ser evidentes el tiempo de investigarlas y analizarlas costo de oportunidad debe ser utilizado en seguir vendiendo y ganando más. En ese sentido, parece un derroche de tiempo y esfuerzo el preguntarse por qué los consumidores consumen y pagan y, consecuentemente, hasta cuando lo harán. En todos estos casos podríamos hablar de negocios cerrados en el sentido de que las variables controlables están bajo control y las incontrolables son irrelevantes o nulas. Sin embargo, y desde el nuevo escenario competitivo, cada vez resulta más crítico profundizar el conocimiento de las principales causas de los negocios, en términos de las relaciones oferta-demanda que los determinan.

Cuando enfatizamos la importancia del enfoque estratégico de la demanda no nos olvidamos de lo vital que puede ser para el negocio obtener una fuerte desgravación impositiva. O anticipar una devaluación. O descubrir el remedio definitivo para el resfrío. Tampoco nos olvidamos de que será difícil vender cremas de belleza o lápices labiales a segmentos masculinos, whisky escocés a chicos en edad pre-escolar, o que no tiene sentido venderles a quienes no pueden pagar.

En síntesis, necesitamos contar con un cuadro de situación y un mapa de maniobras para hacer no uno sino varios negocios, no en un solo sector industrial sino en cualquiera, no sólo en situaciones monopólicas sino también competitivas y no una sola vez sino siempre.

Pero, ¿cómo pensar estratégicamente las bases del negocio? A partir de la concepción clave de que los objetos que consideramos reales y tangibles solo cobran realidad cuando, mediante el mundo simbólico, tienen para nosotros un significado determinado. ¿Cuál es la clave que permite entender el éxito del negocio del body-piercing?(perforación de agujeros en el cuerpo humano: las más comunes en orejas y nariz) ¿Hubiéramos pensado, apenas unos años atrás, que se venderían aros no de a pares sino de a uno y no a las mujeres sino a los hombres? Entonces, como objeto tangible real, ¿qué es un aro? Hasta ahora, armados utilizando plásticos, perlas o metales preciosos, ¿qué transformación real se operó en estos materiales o en el diseño que masculinizó los aros? O las carteras colgantes, o ¿qué feminizó el consumo de vinos blancos, aperitivos o cigarrillos?

Debemos centrarnos entonces, en los efectos de lo simbólico sobre el consumidor y sobre el negocio. Consecuentemente, en analizar su rol clave para el marketing estratégico. Enfrentando a competidores que dan pelea. Compitiendo con productos de excelente performance. Sin las facilidades de la venta convoyada. Sin disponer de mercados cautivos. El marketing de las decisiones estratégicas. Decisiones que deben ser tomadas en ese trascendente espacio que separa el máximo cálculo del puro azar. Decisiones que no se refieren ni a los negocios absolutamente obvios ni a los meramente quiméricos.

Desde esta concepción, resulta claro que entender la demanda es un requisito mínimo y básico para el eficaz desarrollo de la estrategia empresaria global y del plan de marketing en particular. Entender la demanda es analizar el consumo dispuestos a enfrentarnos en forma racional y científica con la aparente irracionalidad de muchos mercados. La racionalidad es un paradójico fetiche de nuestra cultura que muchas veces no nos permite encontrar la explicación real de gran parte de nuestros comportamientos cotidianos, complejos y esencialmente simbólicos como la mayoría de los sistemas religiosos y políticos o como los aspectos más trascendentales de la conducta humana: el afecto, la lealtad o el amor.

II. La esencia del consumo

Consumir es un acto que realizamos todos los días. Por eso, muchas veces ni siquiera nos damos cuenta. Consumimos casi como respiramos. Ya forma parte de nuestra actividad natural. En el transcurso de esta actividad, elegimos y decidimos. Permanentemente, elegimos entre una amplia cantidad de productos. Muchos productos. Productos con diferentes envases, tamaños, olores, sabores, precios, diseños y texturas.

Sin embargo, es esta misma profusión de productos diversos que tenemos delante de los ojos en vidrieras, mostradores, revistas y pantallas de televisión la que no nos permite ver el complejo proceso del consumo. Primero, elegimos entre cosas que deseamos pero que estrictamente no necesitamos. Segundo, elegimos entre muchos más productos que los que imaginamos tener como opción. Existen numerosas alternativas que no recordamos o ni siquiera percibimos como tales. Tercero, la elección no es absolutamente consciente ni racional, es decir, no responde solamente a pautas lógicas y objetivas. Como consumidores nos involucramos con los productos en un vínculo sujeto-objeto ligado a la lógica de los procesos psíquicos. Cuarto, el consumo es esencialmente simbólico. Junto al consumo orgánico y a la utilización física de los objetos; se produce un fundamental consumo simbólico, mediante el cual tratamos, imaginariamente, de colmar nuestro deseo. Quinto, por operar en un orden simbólico el consumo jamás se detendrá. Infinitos productos, objetos ilusorios de la ansiada completud del consumidor, serán sucesivamente elegidos sin constituir ninguno de ellos el satisfactor definitivo.

¿Coca-Cola o Pepsi?, ¿Ford o Renault?, ¿Colgate o Kolynos?, ¿Hewlett-Packard o Compaq?, ¿casa o departamento?, ¿ingeniería o derecho?, ¿ropa clásica o de última moda? Permanentemente, tomamos decisiones de elección entre productos y marcas. En cada una de estas elecciones está implícito un por qué. Un por qué, que como consumidores generalmente desconocemos y que responde a una motivación que ni siquiera está en nuestra conciencia. ¿Por qué Kodak?, ¿por qué Siemens? ¿Por qué vacaciones en Europa en lugar de cambiar el coche? Por supuesto, existen muchas respuestas simples e inmediatas. Elegimos las vacaciones o esa carrera profesional porque era lo que más nos gustaba. Elegimos Nike porque nos gusta más que Adidas y Air France porque nos gusta más que Swissair. Son explicaciones fáciles y, además, lógicas. Pero, en verdad, son sólo respuestas superficiales y tautológicas y, por lo tanto, no son explicaciones. Solamente nos remiten a la noción de gustosidad, que es lo mismo que decir que los aviones vuelan por el principio de volabilidad.

A su vez, también fracasan las forzadas explicaciones racionales. La racionalidad no nos permite aceptar que la mayoría de los aspectos de la conducta humana son inconscientes e irracionales. Tengo hambre, busco comida, como. Ya no tengo hambre. Ha sido satisfecha una necesidad. Pero el término necesidad es en sí mismo complejo. Puede significar simplemente una necesidad fisiológica fundamental. Pero incluso cuando hablamos de comer, ¿por qué como un plato particularmente suculento en lugar de otro más sencillo e igualmente nutritivo? Cuando compro un coche, ¿lo compro porque realmente lo necesito? La industria del automóvil entraría en bancarrota de la noche a la mañana, si los coches fueran comprados sólo por las personas que en realidad los necesitan. Incluso los indios que viven cerca de los de Iquitos se adornan con plumas de tucanes y se pintan el rostro con colores de ocre. Ninguna de estas actividades es estrictamente utilitaria. Los cosméticos modernos, los tapados de visón y las corbatas masculinas son igualmente inútiles. Por lo tanto, para explicar las motivaciones humanas debemos recurrir al concepto de necesidades psicológicas (Dichter, 1970, 81-110).

La utilidad y la necesidad están absolutamente ligadas a las explicaciones racionales y microeconómicas en las cuales los productos cumplen claramente con alguna función, para la cual han sido especialmente diseñados. Siempre es posible afirmar que los cosméticos o las corbatas tienen la función de adornar pero es imposible, bajo ese mismo enfoque, explicar por qué ciertas mujeres prefieren fragancias más dulces y otras más secas, o ciertos hombres prefieren corbatas lisas y otros las prefieren a lunares, o por qué otros no las usan en absoluto, es decir, no necesitan adornarse. ¿Dónde está la racionalidad de comprar nuevos jeans cuya calidad se mide por su facilidad de decoloración y rapidez para mostrarse gastados y viejos?, ¿dónde está la racionalidad de elegir la pasta dental más barata y simultáneamente el detergente más caro?

Estas fallas de la racionalidad para una comprensión plena del consumo tienen sus raíces en ciertas concepciones generales respecto de la naturaleza humana, que privilegian exclusivamente lo objetivo, lo funcional, lo lógico y lo consciente.

Contrariamente a este enfoque parcial, el psiquismo humano opera en una doble dimensión: racional e irracional, consciente e inconsciente. Ambas dimensiones se corresponden con los dos procesos psíquicos fundamentales, a los que la psicología profunda denomina procesos primario y secundario.

El proceso primario se orienta hacia la búsqueda inmediata de satisfacción, generalmente a través de la ilusión; es impulsivo, irreflexivo, alógico y afectivo. Es el ámbito del deseo. El proceso secundario se orienta a la realidad objetiva, es intelectual, lógico y conceptual. Es el ámbito de la razón. Los dos procesos operan indisociable e inexorablemente en el aparato psíquico. Por lo tanto, una explicación de los motivos del consumo y la elección entre productos y marcas sólo podrá obtener una respuesta significativa, cuando conciba al consumidor desde un enfoque integral.
El consumo está situado en un espacio simbólico que lo separa del orden natural. Una necesidad fisiológica como la sed tiene múltiples satisfactores potenciales. Desde las bebidas colas carbonatadas: Coca, Coca Light, Pepsi, Pepsi Max y los sabores, Fanta, Sprite, Paso de los Toros, Quatro, Seven-Up, hasta los concentrados como Tang e Inca.

Desde los naturales como Pindapoy, Cepita o Cipolletti, hasta las minerales Villavicencio, Eco de los Andes, Sierra de los Padres, Villa del Sur. Desde las sodas y los refrescos hasta los vinos y las cervezas. Todos compiten por esa misma necesidad. Compiten por marcas y por variedad genérica. Por tamaño y por tipo de envase. Por status y por oferta promocional. Por amargos o por lights. Por ocasión de consumo o por tipo de comida asociada. El consumo transcurre por distintos espacios ligados a lo orgánico y a lo psíquico, a lo fisiológico y a lo simbólico. Siempre en un camino cada vez más distante de la estricta necesidad.

La satisfacción de necesidades

Somos sujetos de necesidades. Sin embargo, sobre estas necesidades se monta una verdadera escenificación. “El vino está socializado porque crea no solamente una moral sino un decorado. Engalana todos los ceremoniales de la vida cotidiana francesa por más insignificantes que sean, desde el refrigerio (camembert con tinto común) hasta el festín, desde la charla de bar hasta el discurso de banquete. Exalta cualquier clima, se asocia en el frío a todos los mitos del calentamiento y en el verano a todas las imágenes de la sombra, la frescura y lo excitante. No existe ninguna situación: temperatura, hambre, hastío, servidumbre, exilio que no haga pensar en el vino” (Barthes, 77).

El consumo de cigarrillos es otro ejemplo claro respecto del particular vínculo entre un sujeto y un objeto que se torna esencial para quien lo consume e incomprensible para los no fumadores. El producto no responde a ninguna necesidad biológica y, sin embargo, es tan necesario para sus consumidores que ni siquiera pueden cambiar, circunstancialmente, de tipo de tabaco o marca preferida. En general, existen distintos momentos y aparentes causas que derivan en el consumo de cigarrillos: hay quienes fuman cuando están ansiosos y nerviosos y quienes lo hacen cuando están tranquilos y contentos, quienes fuman cuando están o se sienten solos y quienes lo hacen únicamente cuando están acompañados, quienes fuman para concentrarse y trabajar duro y quienes lo hacen para lucir despreocupados y aplomados ante los demás. En todos estos casos existen, más allá de las circunstancias descriptivas, causas profundas que convierten el cigarrillo en un objeto cargado de significados que completan al sujeto. Un sujeto que cuando no cuenta con sus cigarrillos siente que le falta algo. El cigarrillo cumple fundamentalmente el rol de objeto mágico y talismán que infunde seguridad por constituir una prolongación de esos objetos infantiles denominadosobjetos transicionales y que significan para el sujeto la presencia simbólica de la tranquilizadora imagen materna (Dogana, 79).

III. Imágenes en el espejo

Desde el enfoque estratégico, el consumo es un consumo simbólico en el que se demandan y ofertan imágenes. “Si es de Bayer es bueno” ya no es sólo un slogan publicitario. Muchos de nosotros lo suscribiríamos, aun cuando no hemos probado todos sus productos ni conocido todos sus procesos de elaboración, ni podamos evaluar científicamente sus drogas básicas. Pero las imágenes no son solamente imágenes de empresas y de marcas, también los productos, en cuanto a sus componentes intrínsecos, las tienen. Es difícil confiar en un champú que no logre espuma, en un producto comestible con envase negro o en una dieta sana, en la que no figuren la carne o la leche. No hay objetos sin imágenes. Los productos nunca son solamente esas cosas concretas y tangibles que evaluamos según sus características específicas. Son recipientes vacíos en los cuales los seres humanos volcamos gran parte de nuestras expectativas, ansias y temores.

Podemos pensar los objetos-productos de consumo como espejos que en su imagen nos dan la muestra y, más aún, nos ayudan a conseguir la imagen que deseamos. Esas imágenes nunca son las mismas, varían constantemente. En los mismos consumidores y ante diferentes productos. En los mismos productos y ante diferentes consumidores. Los mismos consumidores que esperan verse completados por la imagen varonil de Marlboro son los que esperan verse y ser vistos en la prestigiosa imagen del 604. Simultáneamente, otros consumidores prefieren completarse con los prestigiantes Benson & Hedges y la dureza rústica de la 4 X 4. Los mismos que eligen la imagen mundial de Philips porque les da mayor seguridad racional en la compra de un equipo de audio eligen la marca Aerolíneas Argentinas más allá de la privatización porque les da mayor seguridad emocional en los vuelos internacionales.

Los objetos físicos y externos, como son los productos, se nos presentan junto a su fin práctico específico (el jabón para lavar, el cigarrillo para fumar, el auto para trasladar) como fundamentales pantallas en las que, como sus consumidores, nos reflejamos. Vemos esto en cualquier sala de cine, donde el vínculo sujeto-objeto hace que algunos espectadores lloren, otros bostecen y otros queden paralizados. Todos sabemos que el cine es una representación en la que los actores desempeñan un rol. Somos conscientes de la distancia que separa al personaje de la persona real del actor. Sin embargo, en un momento los confundimos: fusionamos e igualamos la persona real del actor con el personaje que interpreta. Y este supuesto error de la racionalidad es el que nos permite identificarnos con los buenos y los malos de la película. Precisamente, esta identificación espectador-pantalla, este vínculo tan especial entre un ser humano y una tela con imágenes de colores que provocan miedo, risas y llantos, es lo que le otorga interés al espectáculo. Pero quizás lo fundamental que no conocemos, es que esas emociones se produjeron porque, en realidad, el espectáculo estaba en nosotros mismos: trasladamos a los personajes hacia nuestro interior, establecemos un determinado vínculo con ese objeto-pantalla y le damos vida a la película (Pichon-Rivière, 73-75).

Este juego identificatorio es también reconocible entre los consumidores de productos como las novelas de detectives o las series policiales y que básicamente se dividen en dos grandes segmentos: los intelectuales y los emotivos. Los intelectuales son activos, lógicos, detallistas, técnicos y se identifican con el detective. Mientras leen el libro o miran la pantalla ellos son Poirot, Columbo, Kojak o Sherlock Holmes. Los emotivos son pasivos, crédulos y confiados. Se dejan conducir y fascinar por el detective identificándose con el amigo que se sitúa en el lugar del hombre común: ellos son el capitán Hastings o el mismísimo Watson.

En síntesis, cuando Revson, el presidente de Revlon, dice que no vende lápices labiales sino esperanza no dice solamente que vende una imagen. No dice solamente que las mujeres no compran en realidad cremas humectantes, sombras perladas o perfumes exclusivos sino imágenes de la juventud, del éxito y del amor. Dice que vende una ilusión y que vende una posibilidad. Dice que todos los productos de cosmética con las más diversas fragancias, colores y envases simbolizan la esperanza eterna de que, a través de ellos, ese deseo constante quede finalmente satisfecho.

Por Alberto Wilensky
Líderes del Tercer Milenio
Clarín y MERCADO

Sobre el autor

Licenciado an Administración, posgraduado en comercialización y Doctor en Ciencias Económicas.
Obtuvo el Premio Facultad de Ciencias Económicas (UBA), el premio a la exelencia profesional 1990 (NAA). Fue miembro del staff internacional de Consultores de Management Analysis Center (MAC). Integra la comisión directiva del consejo académico de la Asociasión Argentina de Marketing y de la Sociedad Latinoamericana de Estratégia.
Profesor del Master en Planeamiento estratégico (UB) y de Administración estratégica (UB), Profesor titular de Teoría de la demanda (UBA).

Lecturas imprescindibles

* Alberto Wilensky:
-Marketing estratégico, Tesis.

* Fernando Dogana:
-Psicopatología del consumo cotidiano, Gedisa.

* Enrique Pichón Rivière:
-Teoría del vínculo, Nueva Visión.

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