Hacia un nuevo sentido del trabajo

Gustavo dos Santos, autor de este ensayo, es titular de Datum Trayectos Laborales y un estudioso de cómo afecta la vida y la personalidad de la gente. Aquí habla de tendencias, pérdida de pertenencia y creación de identidad a partir del trabajo.

28 septiembre, 2005

Hoy la concepción del trabajo ha cambiado radicalmente. En lugar de
una rutina estable, de una carrera predecible, de la adhesión a una empresa
a la que era leal y que, a cambio, ofrecía un puesto de trabajo estable,
los trabajadores se enfrentan ahora a un mercado laboral flexible, a empresas
estructuralmente dinámicas con periódicos e imprevisibles reajustes
de la estructura, a exigencias de movilidad absoluta. Vivimos en un ámbito
laboral nuevo, de transitoriedad, innovación y proyectos a coto plazo.
Pero en la sociedad occidental, en la que “somos lo que hacemos” y
el trabajo siempre ha sido considerado “un factor fundamental para la formación
del carácter y la constitución de nuestra identidad”, este
nuevo escenario laboral, a pesar de propiciar una economía más
dinámica, afecta profundamente al individuo, al atacar las nociones de
permanencia, confianza en los otros, integridad y compromiso, que hacían
que hasta el trabajo más rutinario fuera un elemento organizador fundamental
en la vida de los individuos y, por consiguiente, en su inserción en
la comunidad.

El trabajo como es sabido, tiene un papel central como organizador y articulador
de sentido de vida cotidiana y es constructor de un espacio de pertenencia,
real y simbólico, para el trabajador. Hoy, más que nunca entonces,
se torna necesaria la construcción de marcos conceptuales que posibiliten
una mirada crítica y propositiva para pensar los existente y para visualizar
lo necesario en el mundo de l trabajo.

En un artículo publicado por Marcuse en 1933, titulado “Acerca
de los fundamentos filosóficos del concepto científico – económico
del trabajo. Define al trabajo como el hacer del hombre como modo suyo de ser
en el mundo. Tal hacer no construye un sujeto a priori sino que lo sitúa
en un mundo dentro del cual se constituye como sujeto. Al mismo tiempo, tampoco
sacrifica la individualidad del sujeto, pues el propio Marcuse agrega que “el
trabajo no se define aquí por la clase de sus objetos, sino por aquello
que sucede a la realidad humana misma dentro de él.

Marcuse habla de “la triple unidad del hacer, objetividad y tarea”,
pues todos sus significados apuntan hacia un triple objetivo: hacia el trabajar,
hacia lo trabajado y hacia lo por trabajar. Pero el trabajo no sólo consiste
en una actividad dirigida a la satisfacción de necesidades mediante producción
de bienes, sino que responde, en último término, a una necesidad
intrínseca a la existencia humana: la de autorrealización en duración
y permanencia.

Estas dos categorías, que en una instancia previa Marcuse atribuyó
a la naturaleza del trabajo, ahora las atribuye al ser propio del ser humano.
Si el trabajo es un compromiso constante que se extiende en el tiempo y que
permanece a través de sus frutos, lo es, en gran medida, porque lo propio
del ser humano es estar en constante proceso de realización, de objetivación
y de reconocimiento de sí mismo a través de su obra. La precariedad
intrínseca del ser humano lo empuja a salir de sí mismo, volcarse
continuamente en pos de una permanente ratificación de su existencia,
una continua confirmación de que es capaz de trascender esa precariedad
con que llega al mundo, transformándolo conforme a sus necesidades.

Trabajo e identidad

Otros autores afirman que el protagonismo del trabajo como referente de identidad
se ha debilitado o ha perdido centralidad. En esta línea, Bauman plantea
que el carácter del trabajo ha cambiado, volviéndose “algo
excepcional……más el resultado de la oportunidad que de la planificación”.

La transitoriedad y precariedad del empleo despojan al trabajo de toda perspectiva
“firme de futuro”, lo cual provoca una incertidumbre que se transforma
en una poderosa fuerza de individualización. Así, el trabajo parece
no construir “un huso seguro en el cual enrollar y fijar definiciones del
yo, identidades y proyectos de vida, dejando de ser no sólo un espacio
para la realización personal, sino también un espacio de socialización,
de construcción de referentes colectivos. Richard Sennet, sostiene que
las incertidumbres que provoca la flexibilidad, la valoración del riesgo
y la autonomía, el hecho de que las personas trabajen cada vez más
en tareas de corto plazo y cambien de empleo con mucha frecuencia, todo ello
dificulta la obtención de “un sentido de identidad personal a partir
del trabajo” y el “poder extraer una identidad a partir del trabajo.

Entendiendo que la identidad implica un relato de vida más que una imagen
fija de nosotros mismos, una narrativa que se va reconstruyendo y justificando
permanentemente a lo largo de la experiencia vital. Richard Sennett se pregunta:
¿cómo se puede crear una sensación de continuidad personal
en un mercado de trabajo en el que las historias son erráticas y discontinuas,
en vez de rutinarias y bien definidas? Por su parte, Melucci señala que
el trabajo ha perdido su capacidad de “suministrar formas de afiliación
y pertenencia capaces de responder a las necesidades de autorrealización
de los individuos y los grupos, a sus exigencias de interacción comunicativa
y de reconocimiento.

Para Claude Dubar, el lugar que ocupa el trabajo en la sociedad y el sentido
que se le atribuye constituye “una dimensión más o menos
central de las identidades individuales y colectivas”. El ser reconocido
en el trabajo, el trabar relaciones, aunque sean conflictivas, con otro y el
poder involucrarse personalmente en una actividad, es, aún hoy, constructor
de identidad personal y creatividad social.

La reflexión sobre la relación entre identidad y trabajo en el
contexto de un mercado laboral profundamente transformado no puede hacerse sin
considerar los cambios socioculturales que caracterizan al mundo contemporáneo.
En este sentido, dicha reflexión exige, a nuestro juicio, atender a lo
que diversos autores han denominado como “la radicalización del
proceso de individualización”, en tanto aspecto relevante de las
transformaciones vividas en nuestras sociedades.

La individualización, entendida como el proceso mediante el cual las
personas incrementan su autonomía y asumen la tarea de construir reflexivamente
su identidad y dar forma a sus biografías, es uno de los rasgos definitorios
del horizonte sociocultural de la modernidad. Los procesos de individualización
y el ideal de autonomía individual han sido posibles y se han desarrollado
sólo en el interior de esa particular condición de la historia
que denominamos modernidad (Casullo).

Si algo define el campo sociocultural de la modernidad, donde incluimos tanto
las primeras configuraciones societales de los siglos XVII y XVIII, como las
sociedades de modernidad organizada (segunda mitad del siglo XIX y siglo XX)
y las sociedades contemporáneas o de modernidad tardía, es la
radical modificación de la convivencia humana producto de la expansión
de la “significación cultural” de que la identidad personal
es algo que cada individuo debe construir por sí mismo. En las sociedades
pos-tradicionales, la identidad, más que una esencia dada, deviene en
algo que debe ser trabajado, reflexionado, negociado con otros en forma permanente.
Como escribe Bauman, “el proyecto moderno prometía liberar al individuo
de la identidad heredada. No obstante no se oponía a la identidad como
tal a tener una identidad (…), únicamente transformaba la identidad
de una cuestión de adscripción en una conquista, convirtiéndola,
por lo tanto, en una tarea individual y en responsabilidad de todo individuo”.

Se entiende por identidad personal como el sentimiento de sí mismo que
se construye reflexiva y narrativamente, y que orienta y hace significativas
las acciones de cada individuo, permitiéndole responder a las preguntas:
¿Quién soy? ¿Qué quiero ser? Quién soy para
los otros? Se entiende la identidad personal como un proceso que surge de la
dialéctica individuo-sociedad, como un sí mismo relacional y en
permanente construcción que se constituye en las interacciones sociales
y simbólicas históricamente situadas.

Entendemos que toda identidad, tanto personal como colectiva, es una construcción
social. En primer lugar, porque la identidad personal supone siempre la existencia
de los “otros” en cuyas expectativas, evaluaciones y opiniones sobre
nosotros mismos nos reconocemos y a partir de las cuales formamos nuestra autoimagen.
Las identidades personales se forjan en un complejo proceso de identificación,
reconocimiento y diferenciación entre el individuo y los otros. En ese
sentido se podría decir que las identidades vienen de afuera en la medida
en que son la manera como los otros nos reconocen, pero vienen de adentro en
la medida en que nuestro autoreconocimiento es una función del reconocimiento
de los otros que hemos internalizado. Identificarse y diferenciarse de otros
parecen ser dos procesos indisociables y centrales en la construcción
de las identidades personales.

En segundo lugar, porque las identidades personales suponen siempre las identidades
colectivas, es decir, los individuos siempre definen lo que son a partir de
reconocer su pertenencia a ciertos colectivos o categorías sociales con
las que se identifican. De allí que responder a las preguntas de quién
soy, quién quiero ser y cómo quiero que me reconozcan, implica
necesariamente la referencia a un conjunto de colectivos, como la profesión,
la religión, el barrio, etc, con los que el sujeto se identifica y que
operan como espacios de pertenencia y fuentes de sentido.

Las identidades personales se abren a una multiplicidad de oportunidades, riesgos
y ambigüedades que cada individuo debe gestionar reflexivamente en un horizonte
donde las normas y las reglas de acción son cada vez más inciertas.Igualmente,
no puede olvidarse que la individualización contemporánea está
atravesada por brutales formas de exclusión y desigualdad. Como ha señalado
Melucci, la desigual distribución de los recursos materiales y simbólicos
que requiere la individualización constituye una de las fuentes de injusticia
y conflicto social más importantes de nuestras sociedades, debido a que
incluso los sectores excluidos del acceso concreto a este potencial de autorrealización
están inmersos en un campo cultural que instala como principal valor
la libertad y la realización personal. Así, debemos considerar
que los niveles concretos de autonomía y autodeterminación efectivamente
alcanzados por las personas no dependen sólo de sus aspiraciones o esfuerzos
personales, sino también del género, la edad, la etnia y el sector
socioeconómico en que están ubicadas.

En el mundo de hoy, cada vez más los individuos deben dar forma a su
propia biografía en un entorno que cotidiana y globalmente se vuelve
más diverso, que cambia permanentemente y donde han perdido certidumbre,
univocidad y estabilidad antiguas tradiciones, vínculos y referentes.
Incertidumbre y fragmentación resultan ser, así, elementos clave
para dar cuenta del marco en que se despliegan hoy los procesos de individualización,
lo que nos permite comprender mejor las actuales modalidades de construcción
de las identidades personales y colectivas.

En el contexto de las nuevas formas de empleo flexibles, precarias e inestables
que caracterizan el actual paradigma productivo, y considerando la creciente
reflexividad y destradicionalización de los procesos de definición
de sí mismo, el trabajo ¿sigue siendo una fuente de sentido y
un espacio de reconocimiento e integración social para las personas?
De no serlo, ¿qué otros ámbitos podrían estar ocupando
este lugar, clásicamente asignado al trabajo, en los procesos de configuración
identitaria?, ¿cuáles son los significados, las definiciones y
los valores que trabajadores de ambos sexos atribuyen hoy a su experiencia laboral,
y cómo se articula ésta con los otros ámbitos relevantes
de sus vidas?

En el esfuerzo por comprender las nuevas relaciones entre trabajo, género
e identidad, se identifican un conjunto de ejes problemáticos o tensiones
que expresan ciertas tendencias y comportamientos:
El primer eje problemático deriva del hecho que el trabajo sigue siendo
un elemento organizador de la vida cotidiana y la principal fuente de generación
de ingresos personales, al mismo tiempo que ha perdido su centralidad como fuente
de sentido para la construcción de identidades. Muchas antes una dedicación
y disponibilidad constante para el trabajo llegamos a lo que se ha dado en llamar
“sobre inversión en el trabajo”. Sin embargo, esta “sobre
inversión” en el trabajo es acompañada por una tendencia
a la pérdida de centralidad del mismo como eje articulador en torno al
cual construir definiciones del yo y proyectos de vida..

Ello no significa, por cierto, que el trabajo no sea parte de las definiciones
de “sí mismo” que construyen los sujetos, sino que las significaciones
con que aparece en dichas narrativas se han transformado. Existiría,
así, una tendencia a la instrumentalización del significado del
trabajo, es decir, a valorarlo fundamentalmente como vehículo que posibilita
ampliar el acceso al consumo o mejorar las condiciones de vida personales y
familiares; y a otorgarle un sentido individualista, en tanto el establecimiento
de relaciones laborales, la forma como los trabajadores enfrentan las condiciones
de trabajo pasa a ser crecientemente un asunto individual, no colectivo.

El segundo eje problemático se refiere al sentido del trabajo como articulador
de vínculos sociales. A diferencia del lugar fundamental que ocupaba
el trabajo para la integración social y el ejercicio de ciudadanía
en la sociedad industrial, en la actualidad parece debilitarse su capacidad
de ofrecer formas de afiliación o pertenencia y de identificación.
La transitoriedad, la precariedad y el individualismo que caracterizan las actuales
relaciones laborales debilitan las posibilidades de que el trabajo se constituya
en un espacio de articulación de vínculos capaces de sostener
la conformación de identidades y referentes colectivos.

A modo de integración de estos dos primeros ejes problemáticos
(según Osvaldo Battistini) podemos decir que “cuando mayor son las
seguridades y las perspectivas de desarrollo de proyectos futuros, cuanto mayores
y más palpables son los resultados del compromiso solicitado, cuanto
más se ajusta el proyecto desarrollado en el empleo al proyecto de vida,
más posibilidades existen de construcción de identidades relativas
al trabajo”. Cuando esto no sucede los espacios de referencia que se mantienen
son otros y el trabajo parece dejar de tener preponderancia.

El tercer eje problemático remite a la situación de las mujeres,
quienes al entrar al sistema laboral deben enfrentar una estructura y una normativa
basada en una distribución sexual del trabajo que asigna casi con exclusividad
el trabajo productivo a los hombres, manteniendo el trabajo reproductivo como
responsabilidad femenina.

El cuarto eje problemático se relaciona con el hecho de que el significado
del trabajo para la identidad de las personas remite a experiencias e historia
de vida singulares, inscriptas siempre en un campo de condiciones sociales,
culturales, políticas y materiales. La articulación trabajo –
identidad se construye en un espacio intersubjetivo, en la historia de vínculos,
con otros y en la pertenencia a identidades colectivas. Es decir, en un campo
de interacciones sociales situadas históricamente, en el que la posición
que ocupan las personas en la estructura socioeconómica, las diferencias
de género, los recursos formativos, entre otros aspectos, inciden de
manera terminante en las posibilidades de elegir libremente el curso de la historia
laboral y de construir reflexivamente sus propias biografías. Ello implica
que las articulaciones entre trabajo e identidad son procesos no sólo
heterogéneos y dinámicos (puesto que pueden cambiar a lo largo
de la trayectoria laboral de un sujeto), sino también crecientemente
desiguales, pues reflejan las posiciones diferentes que ocupan los sujetos en
un determinado orden económico, político y de género, y
el acceso desigual a los recursos que ello supone.

El lugar social del trabajo: subjetivación y carrera

El trabajo y su significación social son problemas constitutiva y fenomenológicamente
complejos. El trabajo como productor de sentido y subjetividad nos ubica en
el marco de la interacción simbólica entre el ser y el estar en
el mundo.
Coincidimos con Matraj al considerar al trabajo como un productor y condicionador
de la subjetividad. Como tal, el trabajo, se relaciona con la identidad, la
realización existencial, la vivencia de la utilidad social, la realización
existencial, la vivencia de la utilidad social, la integración a un grupo;
factores que condicionan e intervienen en la producción de la personalidad
sana.

¿Qué relación encontramos entre trabajo y carrera?

Estamos siendo actores de una sociedad del nuevo siglo plena de transformaciones
sociales, económicas y técnicas, etapa que algunos autores han
denominado momento de “mutación cultural”, fundada en el repliegue
de las grandes ideologías, el debilitamiento de los lazos solidarios,
la desaparición de referentes sociales tradicionales y la globalización
de la economía.

El trabajo, por otra parte, presenta nuevas formas que han impactado en la vida
del hombre, como los contratos laborales a corto plazo, el desempleo extendido
a lo largo del tiempo, el cambio de trabajo a lo largo de la vida, las nuevas
formas de contratación, y el surgimiento del concepto de empleabilidad.
Entendemos por empleabilidad como el término que se refiere a las calificaciones,
conocimientos y competencias que aumentan la capacidad de los empleados para
conseguir y conservar un empleo, mejorar su trabajo y adaptarse al cambio.

Pensar en empleabilidad implicar pensar en un escenario de trabajo en el que,
según estudios realizados especialmente en el ámbito urbano, una
persona pueda llegar a tener cinco empleos diferentes a lo largo de su vida,
cifra que se incrementará a once en los próximos diez años..
Si esto es así y las previsiones se cumplen, cada uno de nosotros cambiaremos
de trabajo aproximadamente cada tres años hasta el final de nuestra vida
laboral.

Si consideramos las consecuencias de la empleabilidad, entonces, no es arriesgado
plantear que estamos frente a un requebrajamiento de la identidad y la pertenencia,
por lo menos tal como las conocíamos.
No planteamos nada original si sostenemos que las nuevas formas de organización
del trabajo atentan contra la construcción de una cultura organizacional,
tal como la hemos conocido hasta el momento. El quiebre de la idea de trabajo
para toda la vida impone un monto de sufrimiento psíquico que se ha vuelto
característico de esta época. La idea de tránsito como
una constante, la percepción de pasaje, de fragilidad en cuanto a la
estructura, el sentimiento de no pertenecer y no permanecer, todo ello caracteriza
a las culturas que se están reconstruyendo en estas nuevas formas de
organización del trabajo.

Martín Hopenhayn (2001) indica que el cambio revolucionario que experimentó
el trabajo durante el capitalismo industrial respecto de las modalidades que
presentaba en sociedades preindustriales hizo que se planteara con fuerza inédita
la pregunta por el sentido del trabajo, situándose en un lugar relevante
dentro de la reflexión social y convirtiéndose en un objeto de
reflexión específica.

Hopenhaym señala que, en la sociedad del capitalismo industrial, el trabajo
se constituyó por primera vez en el medio privilegiado de integración
social, el medio para que las personas encontraran un lugar en la sociedad.
De esta forma, sostiene que el trabajo fue considerado “como eje de sentido
de la vida personal y social, como principal medio de subsistencia y fin de
la acción social, cristalizado en el derecho y el deber de ser trabajador
/ profesional, tener un empleo y ejercer una profesión”.

La transitoriedad y precariedad del empleo despojan al trabajo de toda perspectiva
“firme de futuro”, lo cual provoca una incertidumbre que se transforma
en una poderosa fuerza de individualización.
Richard Sennett (2000) por su parte, señala en una de sus obras, que
las incertidumbres que provoca la flexibilidad, la valoración del riesgo
y la autonomía, el hecho de que las personas trabajen cada vez más
en tareas de corto plazo y cambien de empleo con mucha frecuencia, todo ello
dificulta la obtención de “un sentido de identidad personal a partir
del trabajo” y el “poder extraer una identidad a partir del trabajo”.
Entendiendo que la identidad implica un relato de vida más que una imagen
fija de nosotros mismos, una narrativa que se va reconstruyendo y justificando
permanentemente a lo largo de la experiencia vital.
Sennett se pregunta “¿cómo se puede crear una sensación
de continuidad personal en un mercado de trabajo en el que las historias son
erráticas y discontinuas, en vez de rutinarias y bien definidas?”.

En un sentido similar, Melucci (2001) señala que el trabajo ha perdido
su capacidad de “suministrar formas de afiliación y pertenencia
capaces de responder a las necesidades de autorrealización de los individuos
y los grupos, a sus exigencias de interacción comunicativa y de reconocimiento”

La individualización, entendida como el proceso mediante el cual las
personas incrementan su autonomía y asumen la tarea de construir reflexivamente
su identidad y dar forma a sus biografías, es uno de los rasgos definitorios
del horizonte sociocultural de la modernidad. Los procesos de individualización
y el ideal de autonomía individual han sido posibles y se han desarrollado
sólo en el interior de esa particular condición de la historia
que denominamos modernidad (Casullo 1999).

Según Flores y Gray (2003) señalan que las carreras profesionales,
aunque la mayoría nunca tuvo total acceso a ellas, han sido la institución
social central en la civilización industrial del siglo XX. Como aspiración
mayoritaria, las carreras constituían las vías por las que las
personas podrían esperar dar continuidad y significado a sus vidas.

Las carreras hacían mucho por quien la tenía. Una carrera vinculaba
las fases de la vida laboral con puntos de paso en el ciclo de vida normal.
De este modo, permitía a las personas conformar una narrativa coherente
de sus vidas laborales. En retrospectiva, la gente podía contemplar sus
careras como algo definido por la continuidad de la actividad vigorosa de una
vida, en lugar de ser una secuencia de experiencias inconexas y adiciones a
un portafolio.

La mayoría de las personas nunca entendieron sus vidas laborales en términos
de invención de sí mismas o elección existencial. Históricamente,
se operaba bajo el supuesto de que, al elegir formas de vida laboral, cada uno
de nosotros debe escuchar con atención, simplemente para hacer una elección
única en la vida al descubrir una vocación. Una carrera daba forma
a las aspiraciones personales promoviendo proyectos de larga duración.

Luego se encuentra lo que Flores y Gray denomina vida wired o forma de productividad
wired se caracteriza por centrarse alrededor de proyectos, los que se ejecutan
en función de talentos o inspiraciones. La organización de esta
forma de vida laboral consiste en la ejecución de una serie de proyectos
sucesivos.

“Los caminos de la vida no son los que yo esperaba, no son los que yo
creía, no son lo que imaginaba. Los caminos de la vida son muy difícil
de andarlos. Difícil de caminarlos y no encuentro la salida. Yo pensaba
que la vida era distinta, y cuando era chiquitito yo creía, que las cosas
eran difícil como ayer……………………”
Gustavo Dos Santos,
Datum Trayectos Laborales
www.datumtl.com.ar

Publicado con autorización del autor

Hoy la concepción del trabajo ha cambiado radicalmente. En lugar de
una rutina estable, de una carrera predecible, de la adhesión a una empresa
a la que era leal y que, a cambio, ofrecía un puesto de trabajo estable,
los trabajadores se enfrentan ahora a un mercado laboral flexible, a empresas
estructuralmente dinámicas con periódicos e imprevisibles reajustes
de la estructura, a exigencias de movilidad absoluta. Vivimos en un ámbito
laboral nuevo, de transitoriedad, innovación y proyectos a coto plazo.
Pero en la sociedad occidental, en la que “somos lo que hacemos” y
el trabajo siempre ha sido considerado “un factor fundamental para la formación
del carácter y la constitución de nuestra identidad”, este
nuevo escenario laboral, a pesar de propiciar una economía más
dinámica, afecta profundamente al individuo, al atacar las nociones de
permanencia, confianza en los otros, integridad y compromiso, que hacían
que hasta el trabajo más rutinario fuera un elemento organizador fundamental
en la vida de los individuos y, por consiguiente, en su inserción en
la comunidad.

El trabajo como es sabido, tiene un papel central como organizador y articulador
de sentido de vida cotidiana y es constructor de un espacio de pertenencia,
real y simbólico, para el trabajador. Hoy, más que nunca entonces,
se torna necesaria la construcción de marcos conceptuales que posibiliten
una mirada crítica y propositiva para pensar los existente y para visualizar
lo necesario en el mundo de l trabajo.

En un artículo publicado por Marcuse en 1933, titulado “Acerca
de los fundamentos filosóficos del concepto científico – económico
del trabajo. Define al trabajo como el hacer del hombre como modo suyo de ser
en el mundo. Tal hacer no construye un sujeto a priori sino que lo sitúa
en un mundo dentro del cual se constituye como sujeto. Al mismo tiempo, tampoco
sacrifica la individualidad del sujeto, pues el propio Marcuse agrega que “el
trabajo no se define aquí por la clase de sus objetos, sino por aquello
que sucede a la realidad humana misma dentro de él.

Marcuse habla de “la triple unidad del hacer, objetividad y tarea”,
pues todos sus significados apuntan hacia un triple objetivo: hacia el trabajar,
hacia lo trabajado y hacia lo por trabajar. Pero el trabajo no sólo consiste
en una actividad dirigida a la satisfacción de necesidades mediante producción
de bienes, sino que responde, en último término, a una necesidad
intrínseca a la existencia humana: la de autorrealización en duración
y permanencia.

Estas dos categorías, que en una instancia previa Marcuse atribuyó
a la naturaleza del trabajo, ahora las atribuye al ser propio del ser humano.
Si el trabajo es un compromiso constante que se extiende en el tiempo y que
permanece a través de sus frutos, lo es, en gran medida, porque lo propio
del ser humano es estar en constante proceso de realización, de objetivación
y de reconocimiento de sí mismo a través de su obra. La precariedad
intrínseca del ser humano lo empuja a salir de sí mismo, volcarse
continuamente en pos de una permanente ratificación de su existencia,
una continua confirmación de que es capaz de trascender esa precariedad
con que llega al mundo, transformándolo conforme a sus necesidades.

Trabajo e identidad

Otros autores afirman que el protagonismo del trabajo como referente de identidad
se ha debilitado o ha perdido centralidad. En esta línea, Bauman plantea
que el carácter del trabajo ha cambiado, volviéndose “algo
excepcional……más el resultado de la oportunidad que de la planificación”.

La transitoriedad y precariedad del empleo despojan al trabajo de toda perspectiva
“firme de futuro”, lo cual provoca una incertidumbre que se transforma
en una poderosa fuerza de individualización. Así, el trabajo parece
no construir “un huso seguro en el cual enrollar y fijar definiciones del
yo, identidades y proyectos de vida, dejando de ser no sólo un espacio
para la realización personal, sino también un espacio de socialización,
de construcción de referentes colectivos. Richard Sennet, sostiene que
las incertidumbres que provoca la flexibilidad, la valoración del riesgo
y la autonomía, el hecho de que las personas trabajen cada vez más
en tareas de corto plazo y cambien de empleo con mucha frecuencia, todo ello
dificulta la obtención de “un sentido de identidad personal a partir
del trabajo” y el “poder extraer una identidad a partir del trabajo.

Entendiendo que la identidad implica un relato de vida más que una imagen
fija de nosotros mismos, una narrativa que se va reconstruyendo y justificando
permanentemente a lo largo de la experiencia vital. Richard Sennett se pregunta:
¿cómo se puede crear una sensación de continuidad personal
en un mercado de trabajo en el que las historias son erráticas y discontinuas,
en vez de rutinarias y bien definidas? Por su parte, Melucci señala que
el trabajo ha perdido su capacidad de “suministrar formas de afiliación
y pertenencia capaces de responder a las necesidades de autorrealización
de los individuos y los grupos, a sus exigencias de interacción comunicativa
y de reconocimiento.

Para Claude Dubar, el lugar que ocupa el trabajo en la sociedad y el sentido
que se le atribuye constituye “una dimensión más o menos
central de las identidades individuales y colectivas”. El ser reconocido
en el trabajo, el trabar relaciones, aunque sean conflictivas, con otro y el
poder involucrarse personalmente en una actividad, es, aún hoy, constructor
de identidad personal y creatividad social.

La reflexión sobre la relación entre identidad y trabajo en el
contexto de un mercado laboral profundamente transformado no puede hacerse sin
considerar los cambios socioculturales que caracterizan al mundo contemporáneo.
En este sentido, dicha reflexión exige, a nuestro juicio, atender a lo
que diversos autores han denominado como “la radicalización del
proceso de individualización”, en tanto aspecto relevante de las
transformaciones vividas en nuestras sociedades.

La individualización, entendida como el proceso mediante el cual las
personas incrementan su autonomía y asumen la tarea de construir reflexivamente
su identidad y dar forma a sus biografías, es uno de los rasgos definitorios
del horizonte sociocultural de la modernidad. Los procesos de individualización
y el ideal de autonomía individual han sido posibles y se han desarrollado
sólo en el interior de esa particular condición de la historia
que denominamos modernidad (Casullo).

Si algo define el campo sociocultural de la modernidad, donde incluimos tanto
las primeras configuraciones societales de los siglos XVII y XVIII, como las
sociedades de modernidad organizada (segunda mitad del siglo XIX y siglo XX)
y las sociedades contemporáneas o de modernidad tardía, es la
radical modificación de la convivencia humana producto de la expansión
de la “significación cultural” de que la identidad personal
es algo que cada individuo debe construir por sí mismo. En las sociedades
pos-tradicionales, la identidad, más que una esencia dada, deviene en
algo que debe ser trabajado, reflexionado, negociado con otros en forma permanente.
Como escribe Bauman, “el proyecto moderno prometía liberar al individuo
de la identidad heredada. No obstante no se oponía a la identidad como
tal a tener una identidad (…), únicamente transformaba la identidad
de una cuestión de adscripción en una conquista, convirtiéndola,
por lo tanto, en una tarea individual y en responsabilidad de todo individuo”.

Se entiende por identidad personal como el sentimiento de sí mismo que
se construye reflexiva y narrativamente, y que orienta y hace significativas
las acciones de cada individuo, permitiéndole responder a las preguntas:
¿Quién soy? ¿Qué quiero ser? Quién soy para
los otros? Se entiende la identidad personal como un proceso que surge de la
dialéctica individuo-sociedad, como un sí mismo relacional y en
permanente construcción que se constituye en las interacciones sociales
y simbólicas históricamente situadas.

Entendemos que toda identidad, tanto personal como colectiva, es una construcción
social. En primer lugar, porque la identidad personal supone siempre la existencia
de los “otros” en cuyas expectativas, evaluaciones y opiniones sobre
nosotros mismos nos reconocemos y a partir de las cuales formamos nuestra autoimagen.
Las identidades personales se forjan en un complejo proceso de identificación,
reconocimiento y diferenciación entre el individuo y los otros. En ese
sentido se podría decir que las identidades vienen de afuera en la medida
en que son la manera como los otros nos reconocen, pero vienen de adentro en
la medida en que nuestro autoreconocimiento es una función del reconocimiento
de los otros que hemos internalizado. Identificarse y diferenciarse de otros
parecen ser dos procesos indisociables y centrales en la construcción
de las identidades personales.

En segundo lugar, porque las identidades personales suponen siempre las identidades
colectivas, es decir, los individuos siempre definen lo que son a partir de
reconocer su pertenencia a ciertos colectivos o categorías sociales con
las que se identifican. De allí que responder a las preguntas de quién
soy, quién quiero ser y cómo quiero que me reconozcan, implica
necesariamente la referencia a un conjunto de colectivos, como la profesión,
la religión, el barrio, etc, con los que el sujeto se identifica y que
operan como espacios de pertenencia y fuentes de sentido.

Las identidades personales se abren a una multiplicidad de oportunidades, riesgos
y ambigüedades que cada individuo debe gestionar reflexivamente en un horizonte
donde las normas y las reglas de acción son cada vez más inciertas.Igualmente,
no puede olvidarse que la individualización contemporánea está
atravesada por brutales formas de exclusión y desigualdad. Como ha señalado
Melucci, la desigual distribución de los recursos materiales y simbólicos
que requiere la individualización constituye una de las fuentes de injusticia
y conflicto social más importantes de nuestras sociedades, debido a que
incluso los sectores excluidos del acceso concreto a este potencial de autorrealización
están inmersos en un campo cultural que instala como principal valor
la libertad y la realización personal. Así, debemos considerar
que los niveles concretos de autonomía y autodeterminación efectivamente
alcanzados por las personas no dependen sólo de sus aspiraciones o esfuerzos
personales, sino también del género, la edad, la etnia y el sector
socioeconómico en que están ubicadas.

En el mundo de hoy, cada vez más los individuos deben dar forma a su
propia biografía en un entorno que cotidiana y globalmente se vuelve
más diverso, que cambia permanentemente y donde han perdido certidumbre,
univocidad y estabilidad antiguas tradiciones, vínculos y referentes.
Incertidumbre y fragmentación resultan ser, así, elementos clave
para dar cuenta del marco en que se despliegan hoy los procesos de individualización,
lo que nos permite comprender mejor las actuales modalidades de construcción
de las identidades personales y colectivas.

En el contexto de las nuevas formas de empleo flexibles, precarias e inestables
que caracterizan el actual paradigma productivo, y considerando la creciente
reflexividad y destradicionalización de los procesos de definición
de sí mismo, el trabajo ¿sigue siendo una fuente de sentido y
un espacio de reconocimiento e integración social para las personas?
De no serlo, ¿qué otros ámbitos podrían estar ocupando
este lugar, clásicamente asignado al trabajo, en los procesos de configuración
identitaria?, ¿cuáles son los significados, las definiciones y
los valores que trabajadores de ambos sexos atribuyen hoy a su experiencia laboral,
y cómo se articula ésta con los otros ámbitos relevantes
de sus vidas?

En el esfuerzo por comprender las nuevas relaciones entre trabajo, género
e identidad, se identifican un conjunto de ejes problemáticos o tensiones
que expresan ciertas tendencias y comportamientos:
El primer eje problemático deriva del hecho que el trabajo sigue siendo
un elemento organizador de la vida cotidiana y la principal fuente de generación
de ingresos personales, al mismo tiempo que ha perdido su centralidad como fuente
de sentido para la construcción de identidades. Muchas antes una dedicación
y disponibilidad constante para el trabajo llegamos a lo que se ha dado en llamar
“sobre inversión en el trabajo”. Sin embargo, esta “sobre
inversión” en el trabajo es acompañada por una tendencia
a la pérdida de centralidad del mismo como eje articulador en torno al
cual construir definiciones del yo y proyectos de vida..

Ello no significa, por cierto, que el trabajo no sea parte de las definiciones
de “sí mismo” que construyen los sujetos, sino que las significaciones
con que aparece en dichas narrativas se han transformado. Existiría,
así, una tendencia a la instrumentalización del significado del
trabajo, es decir, a valorarlo fundamentalmente como vehículo que posibilita
ampliar el acceso al consumo o mejorar las condiciones de vida personales y
familiares; y a otorgarle un sentido individualista, en tanto el establecimiento
de relaciones laborales, la forma como los trabajadores enfrentan las condiciones
de trabajo pasa a ser crecientemente un asunto individual, no colectivo.

El segundo eje problemático se refiere al sentido del trabajo como articulador
de vínculos sociales. A diferencia del lugar fundamental que ocupaba
el trabajo para la integración social y el ejercicio de ciudadanía
en la sociedad industrial, en la actualidad parece debilitarse su capacidad
de ofrecer formas de afiliación o pertenencia y de identificación.
La transitoriedad, la precariedad y el individualismo que caracterizan las actuales
relaciones laborales debilitan las posibilidades de que el trabajo se constituya
en un espacio de articulación de vínculos capaces de sostener
la conformación de identidades y referentes colectivos.

A modo de integración de estos dos primeros ejes problemáticos
(según Osvaldo Battistini) podemos decir que “cuando mayor son las
seguridades y las perspectivas de desarrollo de proyectos futuros, cuanto mayores
y más palpables son los resultados del compromiso solicitado, cuanto
más se ajusta el proyecto desarrollado en el empleo al proyecto de vida,
más posibilidades existen de construcción de identidades relativas
al trabajo”. Cuando esto no sucede los espacios de referencia que se mantienen
son otros y el trabajo parece dejar de tener preponderancia.

El tercer eje problemático remite a la situación de las mujeres,
quienes al entrar al sistema laboral deben enfrentar una estructura y una normativa
basada en una distribución sexual del trabajo que asigna casi con exclusividad
el trabajo productivo a los hombres, manteniendo el trabajo reproductivo como
responsabilidad femenina.

El cuarto eje problemático se relaciona con el hecho de que el significado
del trabajo para la identidad de las personas remite a experiencias e historia
de vida singulares, inscriptas siempre en un campo de condiciones sociales,
culturales, políticas y materiales. La articulación trabajo –
identidad se construye en un espacio intersubjetivo, en la historia de vínculos,
con otros y en la pertenencia a identidades colectivas. Es decir, en un campo
de interacciones sociales situadas históricamente, en el que la posición
que ocupan las personas en la estructura socioeconómica, las diferencias
de género, los recursos formativos, entre otros aspectos, inciden de
manera terminante en las posibilidades de elegir libremente el curso de la historia
laboral y de construir reflexivamente sus propias biografías. Ello implica
que las articulaciones entre trabajo e identidad son procesos no sólo
heterogéneos y dinámicos (puesto que pueden cambiar a lo largo
de la trayectoria laboral de un sujeto), sino también crecientemente
desiguales, pues reflejan las posiciones diferentes que ocupan los sujetos en
un determinado orden económico, político y de género, y
el acceso desigual a los recursos que ello supone.

El lugar social del trabajo: subjetivación y carrera

El trabajo y su significación social son problemas constitutiva y fenomenológicamente
complejos. El trabajo como productor de sentido y subjetividad nos ubica en
el marco de la interacción simbólica entre el ser y el estar en
el mundo.
Coincidimos con Matraj al considerar al trabajo como un productor y condicionador
de la subjetividad. Como tal, el trabajo, se relaciona con la identidad, la
realización existencial, la vivencia de la utilidad social, la realización
existencial, la vivencia de la utilidad social, la integración a un grupo;
factores que condicionan e intervienen en la producción de la personalidad
sana.

¿Qué relación encontramos entre trabajo y carrera?

Estamos siendo actores de una sociedad del nuevo siglo plena de transformaciones
sociales, económicas y técnicas, etapa que algunos autores han
denominado momento de “mutación cultural”, fundada en el repliegue
de las grandes ideologías, el debilitamiento de los lazos solidarios,
la desaparición de referentes sociales tradicionales y la globalización
de la economía.

El trabajo, por otra parte, presenta nuevas formas que han impactado en la vida
del hombre, como los contratos laborales a corto plazo, el desempleo extendido
a lo largo del tiempo, el cambio de trabajo a lo largo de la vida, las nuevas
formas de contratación, y el surgimiento del concepto de empleabilidad.
Entendemos por empleabilidad como el término que se refiere a las calificaciones,
conocimientos y competencias que aumentan la capacidad de los empleados para
conseguir y conservar un empleo, mejorar su trabajo y adaptarse al cambio.

Pensar en empleabilidad implicar pensar en un escenario de trabajo en el que,
según estudios realizados especialmente en el ámbito urbano, una
persona pueda llegar a tener cinco empleos diferentes a lo largo de su vida,
cifra que se incrementará a once en los próximos diez años..
Si esto es así y las previsiones se cumplen, cada uno de nosotros cambiaremos
de trabajo aproximadamente cada tres años hasta el final de nuestra vida
laboral.

Si consideramos las consecuencias de la empleabilidad, entonces, no es arriesgado
plantear que estamos frente a un requebrajamiento de la identidad y la pertenencia,
por lo menos tal como las conocíamos.
No planteamos nada original si sostenemos que las nuevas formas de organización
del trabajo atentan contra la construcción de una cultura organizacional,
tal como la hemos conocido hasta el momento. El quiebre de la idea de trabajo
para toda la vida impone un monto de sufrimiento psíquico que se ha vuelto
característico de esta época. La idea de tránsito como
una constante, la percepción de pasaje, de fragilidad en cuanto a la
estructura, el sentimiento de no pertenecer y no permanecer, todo ello caracteriza
a las culturas que se están reconstruyendo en estas nuevas formas de
organización del trabajo.

Martín Hopenhayn (2001) indica que el cambio revolucionario que experimentó
el trabajo durante el capitalismo industrial respecto de las modalidades que
presentaba en sociedades preindustriales hizo que se planteara con fuerza inédita
la pregunta por el sentido del trabajo, situándose en un lugar relevante
dentro de la reflexión social y convirtiéndose en un objeto de
reflexión específica.

Hopenhaym señala que, en la sociedad del capitalismo industrial, el trabajo
se constituyó por primera vez en el medio privilegiado de integración
social, el medio para que las personas encontraran un lugar en la sociedad.
De esta forma, sostiene que el trabajo fue considerado “como eje de sentido
de la vida personal y social, como principal medio de subsistencia y fin de
la acción social, cristalizado en el derecho y el deber de ser trabajador
/ profesional, tener un empleo y ejercer una profesión”.

La transitoriedad y precariedad del empleo despojan al trabajo de toda perspectiva
“firme de futuro”, lo cual provoca una incertidumbre que se transforma
en una poderosa fuerza de individualización.
Richard Sennett (2000) por su parte, señala en una de sus obras, que
las incertidumbres que provoca la flexibilidad, la valoración del riesgo
y la autonomía, el hecho de que las personas trabajen cada vez más
en tareas de corto plazo y cambien de empleo con mucha frecuencia, todo ello
dificulta la obtención de “un sentido de identidad personal a partir
del trabajo” y el “poder extraer una identidad a partir del trabajo”.
Entendiendo que la identidad implica un relato de vida más que una imagen
fija de nosotros mismos, una narrativa que se va reconstruyendo y justificando
permanentemente a lo largo de la experiencia vital.
Sennett se pregunta “¿cómo se puede crear una sensación
de continuidad personal en un mercado de trabajo en el que las historias son
erráticas y discontinuas, en vez de rutinarias y bien definidas?”.

En un sentido similar, Melucci (2001) señala que el trabajo ha perdido
su capacidad de “suministrar formas de afiliación y pertenencia
capaces de responder a las necesidades de autorrealización de los individuos
y los grupos, a sus exigencias de interacción comunicativa y de reconocimiento”

La individualización, entendida como el proceso mediante el cual las
personas incrementan su autonomía y asumen la tarea de construir reflexivamente
su identidad y dar forma a sus biografías, es uno de los rasgos definitorios
del horizonte sociocultural de la modernidad. Los procesos de individualización
y el ideal de autonomía individual han sido posibles y se han desarrollado
sólo en el interior de esa particular condición de la historia
que denominamos modernidad (Casullo 1999).

Según Flores y Gray (2003) señalan que las carreras profesionales,
aunque la mayoría nunca tuvo total acceso a ellas, han sido la institución
social central en la civilización industrial del siglo XX. Como aspiración
mayoritaria, las carreras constituían las vías por las que las
personas podrían esperar dar continuidad y significado a sus vidas.

Las carreras hacían mucho por quien la tenía. Una carrera vinculaba
las fases de la vida laboral con puntos de paso en el ciclo de vida normal.
De este modo, permitía a las personas conformar una narrativa coherente
de sus vidas laborales. En retrospectiva, la gente podía contemplar sus
careras como algo definido por la continuidad de la actividad vigorosa de una
vida, en lugar de ser una secuencia de experiencias inconexas y adiciones a
un portafolio.

La mayoría de las personas nunca entendieron sus vidas laborales en términos
de invención de sí mismas o elección existencial. Históricamente,
se operaba bajo el supuesto de que, al elegir formas de vida laboral, cada uno
de nosotros debe escuchar con atención, simplemente para hacer una elección
única en la vida al descubrir una vocación. Una carrera daba forma
a las aspiraciones personales promoviendo proyectos de larga duración.

Luego se encuentra lo que Flores y Gray denomina vida wired o forma de productividad
wired se caracteriza por centrarse alrededor de proyectos, los que se ejecutan
en función de talentos o inspiraciones. La organización de esta
forma de vida laboral consiste en la ejecución de una serie de proyectos
sucesivos.

“Los caminos de la vida no son los que yo esperaba, no son los que yo
creía, no son lo que imaginaba. Los caminos de la vida son muy difícil
de andarlos. Difícil de caminarlos y no encuentro la salida. Yo pensaba
que la vida era distinta, y cuando era chiquitito yo creía, que las cosas
eran difícil como ayer……………………”
Gustavo Dos Santos,
Datum Trayectos Laborales
www.datumtl.com.ar

Publicado con autorización del autor

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