El CEO es un fenómeno de los últimos 20 años

Directores e inversores deberían dejar de suponer que cuando una persona tiene éxito en una circunstancia lo tendrá en otra. El mejor CEO no es siempre un líder carismático sino aquel que entiende a fondo la tarea a realizar.

2 mayo, 2003

Antes de la década del ´80, un director ejecutivo era un personaje relativamente
anónimo que despertaba escaso interés en el público general.
Pero de aquellos años en adelante se convirtió en celebridad, pasó
a llamarse CEO (al menos en el hemisferio norte, por chief executive officer),
a cobrar sumas increíbles y a a identificarse con el destino de la organización
a su cargo.

Cuando los miembros del directorio se encuentran en situación de contratar
un nuevo CEO, se guían casi siempre por los deseos y prejuicios de inversores,
analistas de bolsa y también de los miembros de la prensa especializada.
Los directores no actúan con plena racionalidad racionales sino que someten
sus decisiones en presiones externas, que distorsionan su percepción
de tres maneras diferentes. Primero, les hace prestar mucha menos atención
a los aspectos fundamentales del negocio. Segundo, les lleva a despedir al CEO
ni bien los resultados comienzan a flaquear. Tercero, les impulsa a restringir
la búsqueda de CEO entre líderes carismáticos y famosos
y a ignorar a ejecutivos de más bajo perfil por más aptos que
sean.

Esta fe ciega en líderes carismáticos es preocupante, sobre todo
porque nunca se demostró que la personalidad fuerte y el carisma den
como resultado mejor desempeño. La mayoría de los estudios revelan
que el poder de los CEO está supeditado a limitaciones internas y externas.
Las estadísticas sugieren que más de la mitad del desempeño
de una compañía es reflejo de las condiciones generales de la
economía y de la situación la industria (o negocio). Los ejecutivos,
por tanto, no son tan importantes como parecían.

Antes de la década del ´80, un director ejecutivo era un personaje relativamente
anónimo que despertaba escaso interés en el público general.
Pero de aquellos años en adelante se convirtió en celebridad, pasó
a llamarse CEO (al menos en el hemisferio norte, por chief executive officer),
a cobrar sumas increíbles y a a identificarse con el destino de la organización
a su cargo.

Cuando los miembros del directorio se encuentran en situación de contratar
un nuevo CEO, se guían casi siempre por los deseos y prejuicios de inversores,
analistas de bolsa y también de los miembros de la prensa especializada.
Los directores no actúan con plena racionalidad racionales sino que someten
sus decisiones en presiones externas, que distorsionan su percepción
de tres maneras diferentes. Primero, les hace prestar mucha menos atención
a los aspectos fundamentales del negocio. Segundo, les lleva a despedir al CEO
ni bien los resultados comienzan a flaquear. Tercero, les impulsa a restringir
la búsqueda de CEO entre líderes carismáticos y famosos
y a ignorar a ejecutivos de más bajo perfil por más aptos que
sean.

Esta fe ciega en líderes carismáticos es preocupante, sobre todo
porque nunca se demostró que la personalidad fuerte y el carisma den
como resultado mejor desempeño. La mayoría de los estudios revelan
que el poder de los CEO está supeditado a limitaciones internas y externas.
Las estadísticas sugieren que más de la mitad del desempeño
de una compañía es reflejo de las condiciones generales de la
economía y de la situación la industria (o negocio). Los ejecutivos,
por tanto, no son tan importantes como parecían.

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