Las repercursiones han sido más amplias en la Confederación Helvética, donde la banca privada es cuestión de estado, que en Francia misma. Obviamente, Berna trata de mantener el silencio más absoluto, lo cual –paradójicamente- multiplica versiones y suspicacias. Todos recordaron la eliminación Edmond Safra, ocurrida en una mansión del sur francés.
De hecho, la noticia se supo el miércoles pero el homicidio data del martes. Ni eso ha confirmado o desmentido la policía. El asunto tiene ribetes peculiares: es un crimen en la ciudad del moralista Calvino, cuya victima es un banquero. En cuanto a que fue homicidio, nadie lo duda entre las autoridades de París, mucho más terrestres que las suizas.
Con poco más de cincuenta años, Stern era miembro de una dinastía de banqueros, antiguamente asociada a Lazard, una de las bancas privadas más importantes del mundo, con sede en París. El muerto era yerno y delfín de Michel David-Weill (presidente de esa entidad). Durante meses, fue centro de una durísima batalla por el control de banca entidad y su registro en bolsa.
Tras la pelea con el suegro, en 1997, Stern tuvo que abandonar Lazard. Hasta entonces, dirigía las tres filiales principales, París, Londres y Nueva York. Se lo consideraba adalid de un estilo en esta clase de banca, más abierto y menos dado a cenáculos familiares. Esa guerra doméstica no era cosa nueva para Stern. Cuando tenía apenas 22 años, ingresó a la banca familiar, donde actuó sin miramientos ni cortapisas: pocos años después conquistó la cúpula, para lo cual primero echó a su propio padre.
Arribista, brillante, a veces brutal, el suegro cometió el error de tentarlo para buscar nuevos rumbos fuera de Francia. Marchó a Londres y Wall Street, donde enseguida se hizo un nombre. A juzgar por sus rubros favoritos –especulación bursátil, fondos de riesgo, derivativos-, parecía conocer todos los secretos de un negocio tan difícil como impiadoso.
En 1995, año del casamiento con la hija de David-Weill, vendió la banca familiar a inversores libaneses, a su vez conectado con el clan sirio Safra. Luego se lanzó en pos de Lazard. Los choques con el suegro distaban de ser cosa privada y salían en los periódicos económicos o financieros de cinco países. La inevitable ruptura se produjo, al cabo de una prudente demora, en 1997. Tan definitiva fue que hasta incluyó divorcio. Desde entonces, Stern se dedicó a administrar e invertir el nada desdeñable patrimonio familiar, que controlaba en parte.
Típicamente, estableció un fondo inversor en Caimán y de dedicó a captar sociedades vía compras apalancadas (o sea, financiadas con nueva deuda de las firmas adquiridas, no con fondos del comprador). Hace pocos años, un artículos en el “Neue Züricher Zeitung” lo comparaba con un persona de serie televisiva, el implacable empresario Lionel Luthor.
En 2002, ingresa al consejo de administración (directorio) de la farmoquímica Roche. Desde ahí opera para defenestrar a Jean-Pierre Tirouflet, presidente ejecutivo. Pierde, se va y, al año siguiente, entra en el paquete accionario de GrandVision, distribuidora mayorista de lentes. Según chimentos circulantes, accedió a esa empresa sacándole acciones al fondo norteamericano Knight Vinke, demasiado ocupado en escindir del grupo Suez el agua potable y la energía. La primera actividad incluyó en algún momento a la Argentina.
Personalmente objetado por la falta de escrúpulos, pero envidiado por su talento, Édouard Stern había acumulado todos los enemigos posibles y estaba ligado a interese no siempre transparentes ni mucho menos. Crímenes como los de Roberto Calvi, Michele Sindona o Safra resultan muy difíciles de desentrañar. Éste puede ser aun menos fácil, pues –aparte de involucrar una interna entre banqueros privados, nunca proclives a la diafanidad- ocurrió en Suiza.
Las repercursiones han sido más amplias en la Confederación Helvética, donde la banca privada es cuestión de estado, que en Francia misma. Obviamente, Berna trata de mantener el silencio más absoluto, lo cual –paradójicamente- multiplica versiones y suspicacias. Todos recordaron la eliminación Edmond Safra, ocurrida en una mansión del sur francés.
De hecho, la noticia se supo el miércoles pero el homicidio data del martes. Ni eso ha confirmado o desmentido la policía. El asunto tiene ribetes peculiares: es un crimen en la ciudad del moralista Calvino, cuya victima es un banquero. En cuanto a que fue homicidio, nadie lo duda entre las autoridades de París, mucho más terrestres que las suizas.
Con poco más de cincuenta años, Stern era miembro de una dinastía de banqueros, antiguamente asociada a Lazard, una de las bancas privadas más importantes del mundo, con sede en París. El muerto era yerno y delfín de Michel David-Weill (presidente de esa entidad). Durante meses, fue centro de una durísima batalla por el control de banca entidad y su registro en bolsa.
Tras la pelea con el suegro, en 1997, Stern tuvo que abandonar Lazard. Hasta entonces, dirigía las tres filiales principales, París, Londres y Nueva York. Se lo consideraba adalid de un estilo en esta clase de banca, más abierto y menos dado a cenáculos familiares. Esa guerra doméstica no era cosa nueva para Stern. Cuando tenía apenas 22 años, ingresó a la banca familiar, donde actuó sin miramientos ni cortapisas: pocos años después conquistó la cúpula, para lo cual primero echó a su propio padre.
Arribista, brillante, a veces brutal, el suegro cometió el error de tentarlo para buscar nuevos rumbos fuera de Francia. Marchó a Londres y Wall Street, donde enseguida se hizo un nombre. A juzgar por sus rubros favoritos –especulación bursátil, fondos de riesgo, derivativos-, parecía conocer todos los secretos de un negocio tan difícil como impiadoso.
En 1995, año del casamiento con la hija de David-Weill, vendió la banca familiar a inversores libaneses, a su vez conectado con el clan sirio Safra. Luego se lanzó en pos de Lazard. Los choques con el suegro distaban de ser cosa privada y salían en los periódicos económicos o financieros de cinco países. La inevitable ruptura se produjo, al cabo de una prudente demora, en 1997. Tan definitiva fue que hasta incluyó divorcio. Desde entonces, Stern se dedicó a administrar e invertir el nada desdeñable patrimonio familiar, que controlaba en parte.
Típicamente, estableció un fondo inversor en Caimán y de dedicó a captar sociedades vía compras apalancadas (o sea, financiadas con nueva deuda de las firmas adquiridas, no con fondos del comprador). Hace pocos años, un artículos en el “Neue Züricher Zeitung” lo comparaba con un persona de serie televisiva, el implacable empresario Lionel Luthor.
En 2002, ingresa al consejo de administración (directorio) de la farmoquímica Roche. Desde ahí opera para defenestrar a Jean-Pierre Tirouflet, presidente ejecutivo. Pierde, se va y, al año siguiente, entra en el paquete accionario de GrandVision, distribuidora mayorista de lentes. Según chimentos circulantes, accedió a esa empresa sacándole acciones al fondo norteamericano Knight Vinke, demasiado ocupado en escindir del grupo Suez el agua potable y la energía. La primera actividad incluyó en algún momento a la Argentina.
Personalmente objetado por la falta de escrúpulos, pero envidiado por su talento, Édouard Stern había acumulado todos los enemigos posibles y estaba ligado a interese no siempre transparentes ni mucho menos. Crímenes como los de Roberto Calvi, Michele Sindona o Safra resultan muy difíciles de desentrañar. Éste puede ser aun menos fácil, pues –aparte de involucrar una interna entre banqueros privados, nunca proclives a la diafanidad- ocurrió en Suiza.