Wolfowitz: países más pobres, pretexto para no atender a los otros

Aceptado el “diktat” de George W. Bush por los gobernadores del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF), Paul Wolfowitz estrenó su presidencia en la asamblea semestral FMI-BM. Muchos siguen viéndolo como potencial liquidador.

5 octubre, 2005

Forjador, junto con otros ultra conservadores patrióticos, de la doctrina de intervención preventiva que llevó a la interminable guerra iraquí, Wolfowitz es uno de los principales partidarios de reformar o liquidar los supérstites de Bretton Woods. Es decir, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y sus entidades satélites. En este punto, comparte las ideas de Charles Calomiris, Alan Metzler, Adam Lerrick y Anne Krueger, impulsores de la quiebra soberana sin rescates multilaterales.

El ex subsecretario de Defensa ocupa el puesto que, durante diez años, ejerciera el poco brillante millonario James Wolfensohn (curioso: ambos apellidos significan “hijo de lobo” en alemán e yiddish). La designación no es formalmente taxativa, pero –según un acuerdo no escrito- al FMI lo dirige un europeo (hoy Rodrigo Rato, nada popular en Washington) y al BIRF un norteamericano.

Desde 1944, el candidato de Washington era automáticamente nombrado por el voto unánime de los veinticuatro directores. Pese a que varios representantes europeos, asiáticos y latinoamericanos se hubieran manifestado molestos por un hombre identificado no con la asistencia al desarrollo, sino con la hegemonía militar norteamericana, Wolfowitz fue aprobado. Pero, ya antes de asumir, tenía en su contra la mayoría de los países islámicos.

Hace algo más de cuarenta años, un antecesor ideológico de Wolfowitz, Robert McNamara, pasó también de la secretaría de Defensa al BIRF. Sus objetivos eran tan claros como los de su lejano sucesor: recompensar con créditos blandos a aliados de EE.UU. y cambiar la máscara de halcón por la de benefactor de países en desarrollo.

No le fue bien. Primero, porque apoyó a regímenes tan ilegales como el brasileño de 1965, los argentinos de 1966 y 1973 o el chileno del mismo año. Por otra parte, los préstamos del BIRF han sido fuentes de corrupción dentro de la entidad (técnicos vinculados a consultores privados) y fuera (funcionarios de gobierno y empresas privadas). Yacyretá y Salto Grande son ejemplos de texto. Algunos malos hábitos subsistentes en la burocracia técnica y los consultores del BM son productos de esas distorsiones.

La propia gestión de Wolfowitz como embajador de Ronald Reagan en Indonesia y sus estrechos nexos con Tel Aviv resienten su imagen en el sudeste y el sudoeste asiáticos. En cuanto a sus ideas respecto del banco mismo, no hace mucho lo acusaba –junto con el FMI- de “enviciar a países subdesarrollados con créditos demasiado generosos y poco selectivos”. En parte, tenía razón. Por otra parte, el envío de otro “superduro” (John Bolton) como embajador ante Naciones Unidas –sin aprobación del senado- ya había generado bastante irritación en varios gobiernos europeos, árabes y asiáticos.

El BIRF es como aquella granja de George Orwell: sus 184 miembros son iguales, pero algunos lo son mucho más que otros. Tampoco es una cooperativa muy rica, pues el presupuesto de 2004 (apenas US$ 20.000 millones para 250 proyectos) no alcanza siquiera para afrontar los efectos directos del maremoto en el Índico. Además, como lo han señalado varios medios de derecha en EE.UU., el énfasis en países muy pobres –como ocurre con la ONU- facilitará muchos préstamos a regímenes vesánicos o corruptos. Pero, por otra parte, reducirá la asistencia a economías en desarrollo, objetivo real de Washington y Londres.

Eso sin contar la caterva de “micro-estados” inviables, incorporados a ambas entidades en la última generación y proclives a vender su voto al mejor postor. Como señalaba el diario en inglés que se edita en Singapur, “hay demasiados funcionarios de la ONU, el BIRF y otras organizaciones que hacen planes contra el hambre, mientras cobran US$ 100.000 o más por año. Wolfowitz tal vez se ocupe de ellos”.

Forjador, junto con otros ultra conservadores patrióticos, de la doctrina de intervención preventiva que llevó a la interminable guerra iraquí, Wolfowitz es uno de los principales partidarios de reformar o liquidar los supérstites de Bretton Woods. Es decir, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y sus entidades satélites. En este punto, comparte las ideas de Charles Calomiris, Alan Metzler, Adam Lerrick y Anne Krueger, impulsores de la quiebra soberana sin rescates multilaterales.

El ex subsecretario de Defensa ocupa el puesto que, durante diez años, ejerciera el poco brillante millonario James Wolfensohn (curioso: ambos apellidos significan “hijo de lobo” en alemán e yiddish). La designación no es formalmente taxativa, pero –según un acuerdo no escrito- al FMI lo dirige un europeo (hoy Rodrigo Rato, nada popular en Washington) y al BIRF un norteamericano.

Desde 1944, el candidato de Washington era automáticamente nombrado por el voto unánime de los veinticuatro directores. Pese a que varios representantes europeos, asiáticos y latinoamericanos se hubieran manifestado molestos por un hombre identificado no con la asistencia al desarrollo, sino con la hegemonía militar norteamericana, Wolfowitz fue aprobado. Pero, ya antes de asumir, tenía en su contra la mayoría de los países islámicos.

Hace algo más de cuarenta años, un antecesor ideológico de Wolfowitz, Robert McNamara, pasó también de la secretaría de Defensa al BIRF. Sus objetivos eran tan claros como los de su lejano sucesor: recompensar con créditos blandos a aliados de EE.UU. y cambiar la máscara de halcón por la de benefactor de países en desarrollo.

No le fue bien. Primero, porque apoyó a regímenes tan ilegales como el brasileño de 1965, los argentinos de 1966 y 1973 o el chileno del mismo año. Por otra parte, los préstamos del BIRF han sido fuentes de corrupción dentro de la entidad (técnicos vinculados a consultores privados) y fuera (funcionarios de gobierno y empresas privadas). Yacyretá y Salto Grande son ejemplos de texto. Algunos malos hábitos subsistentes en la burocracia técnica y los consultores del BM son productos de esas distorsiones.

La propia gestión de Wolfowitz como embajador de Ronald Reagan en Indonesia y sus estrechos nexos con Tel Aviv resienten su imagen en el sudeste y el sudoeste asiáticos. En cuanto a sus ideas respecto del banco mismo, no hace mucho lo acusaba –junto con el FMI- de “enviciar a países subdesarrollados con créditos demasiado generosos y poco selectivos”. En parte, tenía razón. Por otra parte, el envío de otro “superduro” (John Bolton) como embajador ante Naciones Unidas –sin aprobación del senado- ya había generado bastante irritación en varios gobiernos europeos, árabes y asiáticos.

El BIRF es como aquella granja de George Orwell: sus 184 miembros son iguales, pero algunos lo son mucho más que otros. Tampoco es una cooperativa muy rica, pues el presupuesto de 2004 (apenas US$ 20.000 millones para 250 proyectos) no alcanza siquiera para afrontar los efectos directos del maremoto en el Índico. Además, como lo han señalado varios medios de derecha en EE.UU., el énfasis en países muy pobres –como ocurre con la ONU- facilitará muchos préstamos a regímenes vesánicos o corruptos. Pero, por otra parte, reducirá la asistencia a economías en desarrollo, objetivo real de Washington y Londres.

Eso sin contar la caterva de “micro-estados” inviables, incorporados a ambas entidades en la última generación y proclives a vender su voto al mejor postor. Como señalaba el diario en inglés que se edita en Singapur, “hay demasiados funcionarios de la ONU, el BIRF y otras organizaciones que hacen planes contra el hambre, mientras cobran US$ 100.000 o más por año. Wolfowitz tal vez se ocupe de ellos”.

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