Más extraño todavía es que ello suceda en momentos de bonanza económica casi sin precedentes. En medio de la abundancia de buenas noticias económicas, se ha visto a un Presidente – y a su equipo – desconcertado, como si hubiera perdido el rumbo.
Primero fue la acusación –errónea y desmedida- contra el periodista Joaquín Morales Solá. El silencio total fue la respuesta cuando el veterano columnista desmintió haber escrito el texto que el propio Kirchner le había atribuido.
Luego la derrota ante la opinión pública: por más empeño que se puso la población del país cree que hay y que habrá una crisis energética, aunque el gobierno ponga énfasis en negarlo.
La carta fuerte jugada a favor de la reelección indefinida del gobernador de Misiones y los embates contra la Iglesia, fueron un bumerang. Ganar por poco margen equivalía a una derrota, y una victoria contundente estaría siempre sospechada de fraude. Pero el escenario fue peor de lo imaginado por los encuestadores: un fracaso sin atenuantes del afán de perpetuarse en el poder del gobernado misionero.
Antes había ocurrido el increíble episodio de San Vicente: bandas antagónicas de sindicalistas peronistas se trenzaron en una gresca, donde hubo tiros, pedradas y golpes de todo tipo. Algo que todos suponen que el Presidente podía haber evitado, al menos si lo hubiera previsto.
Pero lo más grave es de lo que menos se habla. Algo que deja profunda inquietud sobre cuánto aprendió nuestra sociedad en las últimas décadas: la desaparición en democracia del albañil y testigo Jorge Julio López.
Como dijo con inigualable maestría Tomás Eloy Martínez en La Nación:
“A pesar de la importancia de la desaparición –de cualquier desaparición, sobre todo si se trata del testigo clave en un juicio por crímenes y tormentos–, en la Argentina se oye hablar poco de Jorge Julio López, el albañil de 77 años que se desvaneció en el aire de Buenos Aires en algún momento del 18 de septiembre de 2006.
El propio presidente Néstor Kirchner no actuó a la altura del daño ocasionado a los valores republicanos. Su gobierno ha enarbolado la bandera de los derechos humanos y la revisión del oscuro pasado argentino. Es una cuestión de reparación y de justicia. La desaparición de López, sin embargo, es una cuestión de Estado, y de las más serias, porque sucede cuando se supone que las garantías de la democracia están en pleno vigor.
La defensa de los derechos humanos es obligación de todos. ¿Lo entiende así el Presidente? A la vez, su peligrosa acumulación de un poder más y más hegemónico ha despertado a las fuerzas más retrógradas de la comunidad. Si todo lo que sucede en la Argentina se hace por él o contra él, ¿en cuál de esas dos orillas se sitúa la segunda desaparición de un ciudadano que regresó de un pasado de muerte? Y, en fin, ¿a quién protege la democracia?”
Más extraño todavía es que ello suceda en momentos de bonanza económica casi sin precedentes. En medio de la abundancia de buenas noticias económicas, se ha visto a un Presidente – y a su equipo – desconcertado, como si hubiera perdido el rumbo.
Primero fue la acusación –errónea y desmedida- contra el periodista Joaquín Morales Solá. El silencio total fue la respuesta cuando el veterano columnista desmintió haber escrito el texto que el propio Kirchner le había atribuido.
Luego la derrota ante la opinión pública: por más empeño que se puso la población del país cree que hay y que habrá una crisis energética, aunque el gobierno ponga énfasis en negarlo.
La carta fuerte jugada a favor de la reelección indefinida del gobernador de Misiones y los embates contra la Iglesia, fueron un bumerang. Ganar por poco margen equivalía a una derrota, y una victoria contundente estaría siempre sospechada de fraude. Pero el escenario fue peor de lo imaginado por los encuestadores: un fracaso sin atenuantes del afán de perpetuarse en el poder del gobernado misionero.
Antes había ocurrido el increíble episodio de San Vicente: bandas antagónicas de sindicalistas peronistas se trenzaron en una gresca, donde hubo tiros, pedradas y golpes de todo tipo. Algo que todos suponen que el Presidente podía haber evitado, al menos si lo hubiera previsto.
Pero lo más grave es de lo que menos se habla. Algo que deja profunda inquietud sobre cuánto aprendió nuestra sociedad en las últimas décadas: la desaparición en democracia del albañil y testigo Jorge Julio López.
Como dijo con inigualable maestría Tomás Eloy Martínez en La Nación:
“A pesar de la importancia de la desaparición –de cualquier desaparición, sobre todo si se trata del testigo clave en un juicio por crímenes y tormentos–, en la Argentina se oye hablar poco de Jorge Julio López, el albañil de 77 años que se desvaneció en el aire de Buenos Aires en algún momento del 18 de septiembre de 2006.
El propio presidente Néstor Kirchner no actuó a la altura del daño ocasionado a los valores republicanos. Su gobierno ha enarbolado la bandera de los derechos humanos y la revisión del oscuro pasado argentino. Es una cuestión de reparación y de justicia. La desaparición de López, sin embargo, es una cuestión de Estado, y de las más serias, porque sucede cuando se supone que las garantías de la democracia están en pleno vigor.
La defensa de los derechos humanos es obligación de todos. ¿Lo entiende así el Presidente? A la vez, su peligrosa acumulación de un poder más y más hegemónico ha despertado a las fuerzas más retrógradas de la comunidad. Si todo lo que sucede en la Argentina se hace por él o contra él, ¿en cuál de esas dos orillas se sitúa la segunda desaparición de un ciudadano que regresó de un pasado de muerte? Y, en fin, ¿a quién protege la democracia?”