UE: hay constitución, pero queda mucho por hacer

Veinticinco jefes de gobierno aprobaron en general la primera constitución de la Unión Europea. Aún falta la ratificación país por país. Tampoco hay acuerdo sobre quién sucederá a Romano Prodi al frente del “poder ejecutivo” ni otros temas.

21 junio, 2004

Muy a último momento, tras una jornada borrascosa, fueron superados tres escollos: la definición de mayoría calificada, la gestión económica común y el tema de las “raíces cristianas europeas”, eliminado del texto aun en una versión amplia (“raíces judeocristianas”). Al respecto, interesa recordar que el Vaticano –ahora objeta ese “vacío con dureza- nunca se interesó por las sucesivas asociaciones regionales desde 1957. Algunos creen que, al entrar en vigencia la carta magna –2007-, debiera ser el estado número 26 (tendría más justificativo que la mínima Malta o ¾ de Chipre).

Subsiste un cuarto, espinoso problema: la composición misma de la Comisión Europea. Para empezar, no fue posible aprobar la lista de potenciales ocupantes del sillón que deja Prodi, con serias posibilidades de reemplazar a Silvio Berlusconi como primer ministro italiano. Justamente, la coalición que todavía lo sostiene afronta un nuevo dilema: la mitad no quiere referendo, porque tema que la gente vota contra la constitución como otro forma de hacerlo contra el euro –su imposición hizo subir los precios por un redondeo oportunista- o contra el primer ministro.

En lo institucional, el viejo triángulo (Comisión, Parlamento, Corte) devendrá un cuadrilátero, agregársele el Consejo Europeo, que tendrá parte de las funciones ejecutivas hasta en manos de la CE. Pero esto puede complicar el manejo de la UE, dado que el futuro cuerpo exigirá decisiones por un consenso no inferior a 55% de los miembros, que representarán 65% del voto.

Las elecciones parlamentarias recientes, por otra parte, fueron otra luza amarilla. Amén del desinterés de la gente (ven a la institución como abstracta, distante), el escándalo de los sueldos –no inferiores a € 15.000 mensuales por diputado- se suma al “nepotismo institucionalizado” (cada legislador puede contratar parientes, amigos, etc.)

Queda claro, entonces, que la dirigencia política de la UE en realidad se ha embarcado en una batalla para persuadir a los ciudadanos y sus legisladores de ratificar la constitución. Salvo altos funcionarios locales, parlamentarios de Estrasburgo y la burocracia regional, casi nadie ha saludado –al menos este fin de semana- con elogios la votación del viernes.

La clave reside en que hace falta un plebiscito, país por país, para ratificar la carta. Salta ahí el caso británico, pues Tony Blair ya hizo algo inédito en el reino: anunciar, hace un mes, que someterá a plebiscito la propia continuación de ese estado en la UE. Históricamente, el público nunca ha apoyado con entusiasmo el ingreso a la UE. Tampoco el influyente mundillo financiero y bursátil. En el fondo, Gran Bretaña no adhirió el euro porque siempre desconfió de Bruselas.

Dinamarca ha seguido y seguirá el ejemplo británico. Por otra parte, pesan ahí dos ausencias escandinavas: Noruega e Islandia nunca figuraron en la UE.

Muy a último momento, tras una jornada borrascosa, fueron superados tres escollos: la definición de mayoría calificada, la gestión económica común y el tema de las “raíces cristianas europeas”, eliminado del texto aun en una versión amplia (“raíces judeocristianas”). Al respecto, interesa recordar que el Vaticano –ahora objeta ese “vacío con dureza- nunca se interesó por las sucesivas asociaciones regionales desde 1957. Algunos creen que, al entrar en vigencia la carta magna –2007-, debiera ser el estado número 26 (tendría más justificativo que la mínima Malta o ¾ de Chipre).

Subsiste un cuarto, espinoso problema: la composición misma de la Comisión Europea. Para empezar, no fue posible aprobar la lista de potenciales ocupantes del sillón que deja Prodi, con serias posibilidades de reemplazar a Silvio Berlusconi como primer ministro italiano. Justamente, la coalición que todavía lo sostiene afronta un nuevo dilema: la mitad no quiere referendo, porque tema que la gente vota contra la constitución como otro forma de hacerlo contra el euro –su imposición hizo subir los precios por un redondeo oportunista- o contra el primer ministro.

En lo institucional, el viejo triángulo (Comisión, Parlamento, Corte) devendrá un cuadrilátero, agregársele el Consejo Europeo, que tendrá parte de las funciones ejecutivas hasta en manos de la CE. Pero esto puede complicar el manejo de la UE, dado que el futuro cuerpo exigirá decisiones por un consenso no inferior a 55% de los miembros, que representarán 65% del voto.

Las elecciones parlamentarias recientes, por otra parte, fueron otra luza amarilla. Amén del desinterés de la gente (ven a la institución como abstracta, distante), el escándalo de los sueldos –no inferiores a € 15.000 mensuales por diputado- se suma al “nepotismo institucionalizado” (cada legislador puede contratar parientes, amigos, etc.)

Queda claro, entonces, que la dirigencia política de la UE en realidad se ha embarcado en una batalla para persuadir a los ciudadanos y sus legisladores de ratificar la constitución. Salvo altos funcionarios locales, parlamentarios de Estrasburgo y la burocracia regional, casi nadie ha saludado –al menos este fin de semana- con elogios la votación del viernes.

La clave reside en que hace falta un plebiscito, país por país, para ratificar la carta. Salta ahí el caso británico, pues Tony Blair ya hizo algo inédito en el reino: anunciar, hace un mes, que someterá a plebiscito la propia continuación de ese estado en la UE. Históricamente, el público nunca ha apoyado con entusiasmo el ingreso a la UE. Tampoco el influyente mundillo financiero y bursátil. En el fondo, Gran Bretaña no adhirió el euro porque siempre desconfió de Bruselas.

Dinamarca ha seguido y seguirá el ejemplo británico. Por otra parte, pesan ahí dos ausencias escandinavas: Noruega e Islandia nunca figuraron en la UE.

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