Rechazos en Francia, Holanda y otros quizá fuercen cambios

Varios columnistas de medios conservadores comparten una visión nada apocalíptica del NO en Francia y sus previsibles secuelas en Holanda, Dinamarca y Gran Bretaña. Parten de la misma tesis: tal como está, el texto constitucional es inútil.

31 mayo, 2005

“Demasiada hipocresía, demasiada arrogancia afectan a un tratado mal llamado constitución”, sostiene Angelo Panebianco en “Corriere della sera”. A su vez, en “International Herald Tribune”, Daniel O’Brien y Timothy Parks creen que los inconvenientes creados por el NO francés “no son tan grandes como aparentan, pues la ventaja real del referendo –poner en juego votantes ignorados durante el proceso de integración y ampliación fue cuidadosamente pasada por alto”.

Por su parte, otro italiano, Sergio Romano, cree que “la ronda de plebiscitos y aprobaciones debiera seguir adelante, aunque la negativa francesa amenace enterrarla”. Sea como fuere, queda el código de Niza para el funcionamiento cotidiano de la Unión Europea, para alivio de burócratas (Comisión Europea) y parlamentarios (Estrasburgo).

Sin embargo, la arrogancia de una “élite” que, valga la contradicción, no eligió nadie, “al redactar un proyecto farragoso que se limita a ordenar normativas previas y postergar los verdaderos problemas –subraya Panebianco-, tiene un alto precio”. Por ende, éste analista, Parks y O’Brian recomiendan lo opuesto a Romano: “para no llegar a una crisis irreversible, es preciso no insistir con este proceso, suspenderlo. Con tiempo y calma, se introducirán luego modificaciones y simplificaciones como las planteadas por Giuliano Amato y Giorgio La Malfa”.

El pecado más grave del grupo que pergeñó una constitución que no lo es consiste en el intento de imponer a Europa orientaciones y políticas dominadas por el eje francoalemán. En abierta contradicción con la “economía social” prescripta en el preámbulo y por influencia de una CE adicta a los mercados, el proyecto puede convertir a Gran Bretaña o la propia CE en “caballos de Troya” de un Estados Unidos imperial y ultraconservador.

Todos esos factores fueron convergiendo, mucho antes del sonado plebiscito francés, en una percepción negativa entre la opinión pública de varios países. A menudo, por motivos opuestos. Medios, grupos de interés, dirigentes y partidos políticos no ayudan a mejorar el clima; más bien, lo complicaron. Como lo patentiza el caso francés, “la clase política ya no atraer ni convence en la UE y está ne crisis en miembros como Francia, Italia, Alemania y Gran Bretaña”, puntualiza Parks.

A medida que la UE ganaba peso como gobierno regional, no abandonó su tesitura de grupo cerrado o cúpula ajena a sus bases (países, ciudadanos). “Existe un claro déficit de legimitimdad, especialmente en la Eurozona, o sea los adherentes a la divisa común” (O’Brien). A punto tal que los frameces votaron no sólo contra su goierno y las globalización sino, además “contra el euro y la inflación por redondeo abusivo al convertis las monedas locales” (Parks).

Ahora bien, el NO galo transforma un fenómeno negativo en positivo… porque el rechazo a la constitución, por suerte, no empezó con Gran Bretaña. Sin duda, “Londres habría torpedeado el proyecto con mayor alegría que París”, presume O’Brien. Si hubiese cumplido ese papel, “un país que durante siglos ha practicado el espléndido aislamiento de los Pitt no vacilaría excluirse de la propia UE”.

Dos factores justifican ese temor. Uno: Londres nunca quiso adheriral euro y le ha ido bien. Otro: antes de unirse a la Comunidad Económica Europea (CEE, 1973), Gran Bretaña manejaba la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), donde figuraban Irlanda, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Noruega e Islandia. Las dos últimnas siguen fuera de la UE.

“Demasiada hipocresía, demasiada arrogancia afectan a un tratado mal llamado constitución”, sostiene Angelo Panebianco en “Corriere della sera”. A su vez, en “International Herald Tribune”, Daniel O’Brien y Timothy Parks creen que los inconvenientes creados por el NO francés “no son tan grandes como aparentan, pues la ventaja real del referendo –poner en juego votantes ignorados durante el proceso de integración y ampliación fue cuidadosamente pasada por alto”.

Por su parte, otro italiano, Sergio Romano, cree que “la ronda de plebiscitos y aprobaciones debiera seguir adelante, aunque la negativa francesa amenace enterrarla”. Sea como fuere, queda el código de Niza para el funcionamiento cotidiano de la Unión Europea, para alivio de burócratas (Comisión Europea) y parlamentarios (Estrasburgo).

Sin embargo, la arrogancia de una “élite” que, valga la contradicción, no eligió nadie, “al redactar un proyecto farragoso que se limita a ordenar normativas previas y postergar los verdaderos problemas –subraya Panebianco-, tiene un alto precio”. Por ende, éste analista, Parks y O’Brian recomiendan lo opuesto a Romano: “para no llegar a una crisis irreversible, es preciso no insistir con este proceso, suspenderlo. Con tiempo y calma, se introducirán luego modificaciones y simplificaciones como las planteadas por Giuliano Amato y Giorgio La Malfa”.

El pecado más grave del grupo que pergeñó una constitución que no lo es consiste en el intento de imponer a Europa orientaciones y políticas dominadas por el eje francoalemán. En abierta contradicción con la “economía social” prescripta en el preámbulo y por influencia de una CE adicta a los mercados, el proyecto puede convertir a Gran Bretaña o la propia CE en “caballos de Troya” de un Estados Unidos imperial y ultraconservador.

Todos esos factores fueron convergiendo, mucho antes del sonado plebiscito francés, en una percepción negativa entre la opinión pública de varios países. A menudo, por motivos opuestos. Medios, grupos de interés, dirigentes y partidos políticos no ayudan a mejorar el clima; más bien, lo complicaron. Como lo patentiza el caso francés, “la clase política ya no atraer ni convence en la UE y está ne crisis en miembros como Francia, Italia, Alemania y Gran Bretaña”, puntualiza Parks.

A medida que la UE ganaba peso como gobierno regional, no abandonó su tesitura de grupo cerrado o cúpula ajena a sus bases (países, ciudadanos). “Existe un claro déficit de legimitimdad, especialmente en la Eurozona, o sea los adherentes a la divisa común” (O’Brien). A punto tal que los frameces votaron no sólo contra su goierno y las globalización sino, además “contra el euro y la inflación por redondeo abusivo al convertis las monedas locales” (Parks).

Ahora bien, el NO galo transforma un fenómeno negativo en positivo… porque el rechazo a la constitución, por suerte, no empezó con Gran Bretaña. Sin duda, “Londres habría torpedeado el proyecto con mayor alegría que París”, presume O’Brien. Si hubiese cumplido ese papel, “un país que durante siglos ha practicado el espléndido aislamiento de los Pitt no vacilaría excluirse de la propia UE”.

Dos factores justifican ese temor. Uno: Londres nunca quiso adheriral euro y le ha ido bien. Otro: antes de unirse a la Comunidad Económica Europea (CEE, 1973), Gran Bretaña manejaba la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), donde figuraban Irlanda, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Noruega e Islandia. Las dos últimnas siguen fuera de la UE.

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