Privatizacionesa no se ven como panaceas infalibles

Pese a una profesión de fe de James Wolfensohn, el Banco Mundial abandona la idea de la privatización como panacea periférica. Justamente, Néstor Kirchner recordó a empresarios españoles los negocios hechos en los 90 con esa receta.

26 julio, 2003

Lejos de la prensa ibérica y sus ecos locales, para quienes los negocios son intangibles –aunque lo ocurrido con Julio Villalonga y un par de banqueros muestre que, en Madrid, no lo son tanto-, el “Wall Street Journal” reveló que el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF o Banco Mundial) ya no cree en la privatización como fórmula ómnibus de éxito para economías periféricas o transicionales. Ello irritó a Wolfensohn, CEO de la entidad, que salió esta semana a renovar su fe en esa receta.

El recurso “debe evaluarse con cuidado, sobre todo en servicios públicos como energía eléctrica, aguas corrientes, riego y obras sanitarias. Capitales antes ávidos por invertir en usinas o redes de agua vacilan. Los proyectos de desarrollo –señala la consultora británica Dealogic- financiados por bancos comerciales en el mundo subdesarrollado y la ex URSS- representan en 2002 apenas US$ 5.700 millones, contra 26.000 millones en 1998”. ¿Por qué? Porque “los usuarios –señalan en el BM- asocian cada día más privatización con tarifas altas, funcionarios corruptos y excesivas ganancias para empresas extranjeras”. O sea, la experiencia argentina de 1990 a 1999.

El propio WSJ cita las violentas reacciones públicas en Perú, Bolivia, Brasil, etc. Según un estudio de Latinobarómetro en diecisiete países al sur del río Bravo, “63% de la muestra opina que la privatización de compañías estatales no ha sido satisfactoria. Hace tres años, esa proporción estaba en 45%”. ¿Cómo habría sido la reacción en Madrid y París si Kirchner hubiese puesto esta encuesta sobre el tapete? (pero, claro, los políticos argentinos no suelen estar bien informados por sus entornos: el “feedback” no existe en esos niveles).

Algunos expertos del BIRF dividen el impacto privatizador en tres categorías. La más negativa corresponde a electricidad, agua y obras sanitarias. Algo menos criticadas son las privatizaciones de hidrocarburos, a las cuales se les censura –empero- el aumento de precios y la reticencia a invertir en exploración (con lo cual, las reservas cubicadas se agotan sin que se agreguen nuevos hallazgos). En el extremo menos negativo aparecen las telecomunicaciones, dado el componente tecnológico y, en algunos mercados, la competencia entre prestadores. Pero hay un problema: los alcances del celular e Internet se ven limitados por (a) las tarifas telefónicas y (b) la escasa penetración de la computadora en el hogar, tratándose de economías donde el ingreso por habitante sigue bajo.

“Sin duda, estamos reflexionando y reevaluando posturas”, admite Michael Klein, vicepresidente del BM para desarrollo del sector privado. Después de todo, esta entidad y el BID, en el caso latinoamericano, han sido instrumentos de las potencias económicas –Estados Unidos, en particular- y los grandes grupos empresarios para “influir en las políticas económicas y sociales de países en desarrollo. Pero algo ha salido mal”. Quizá lo mismo que llevó al “mea culpa” de Horst Köhler en Buenos Aires, mal visto en los medios conservadores más allegados a Washington.

Yendo más lejos que Kirchner, el CEO del Fondo Monetario Internacional admitió la corrupción sistémica imperante en un gobierno “noventista” que la entidad había apoyado sin mirar dos veces su “contabilidad creativa” ni la malventa de activos públicos. La actitud “ortodoxa” de Wolfensohn parece confirmar algo que sostenía Joseph Stiglitz –Nobel económico 2001 y ex vice del BIRF-, en cuanto al peso de ciertos “lobbies” en la institución.

Lejos de la prensa ibérica y sus ecos locales, para quienes los negocios son intangibles –aunque lo ocurrido con Julio Villalonga y un par de banqueros muestre que, en Madrid, no lo son tanto-, el “Wall Street Journal” reveló que el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF o Banco Mundial) ya no cree en la privatización como fórmula ómnibus de éxito para economías periféricas o transicionales. Ello irritó a Wolfensohn, CEO de la entidad, que salió esta semana a renovar su fe en esa receta.

El recurso “debe evaluarse con cuidado, sobre todo en servicios públicos como energía eléctrica, aguas corrientes, riego y obras sanitarias. Capitales antes ávidos por invertir en usinas o redes de agua vacilan. Los proyectos de desarrollo –señala la consultora británica Dealogic- financiados por bancos comerciales en el mundo subdesarrollado y la ex URSS- representan en 2002 apenas US$ 5.700 millones, contra 26.000 millones en 1998”. ¿Por qué? Porque “los usuarios –señalan en el BM- asocian cada día más privatización con tarifas altas, funcionarios corruptos y excesivas ganancias para empresas extranjeras”. O sea, la experiencia argentina de 1990 a 1999.

El propio WSJ cita las violentas reacciones públicas en Perú, Bolivia, Brasil, etc. Según un estudio de Latinobarómetro en diecisiete países al sur del río Bravo, “63% de la muestra opina que la privatización de compañías estatales no ha sido satisfactoria. Hace tres años, esa proporción estaba en 45%”. ¿Cómo habría sido la reacción en Madrid y París si Kirchner hubiese puesto esta encuesta sobre el tapete? (pero, claro, los políticos argentinos no suelen estar bien informados por sus entornos: el “feedback” no existe en esos niveles).

Algunos expertos del BIRF dividen el impacto privatizador en tres categorías. La más negativa corresponde a electricidad, agua y obras sanitarias. Algo menos criticadas son las privatizaciones de hidrocarburos, a las cuales se les censura –empero- el aumento de precios y la reticencia a invertir en exploración (con lo cual, las reservas cubicadas se agotan sin que se agreguen nuevos hallazgos). En el extremo menos negativo aparecen las telecomunicaciones, dado el componente tecnológico y, en algunos mercados, la competencia entre prestadores. Pero hay un problema: los alcances del celular e Internet se ven limitados por (a) las tarifas telefónicas y (b) la escasa penetración de la computadora en el hogar, tratándose de economías donde el ingreso por habitante sigue bajo.

“Sin duda, estamos reflexionando y reevaluando posturas”, admite Michael Klein, vicepresidente del BM para desarrollo del sector privado. Después de todo, esta entidad y el BID, en el caso latinoamericano, han sido instrumentos de las potencias económicas –Estados Unidos, en particular- y los grandes grupos empresarios para “influir en las políticas económicas y sociales de países en desarrollo. Pero algo ha salido mal”. Quizá lo mismo que llevó al “mea culpa” de Horst Köhler en Buenos Aires, mal visto en los medios conservadores más allegados a Washington.

Yendo más lejos que Kirchner, el CEO del Fondo Monetario Internacional admitió la corrupción sistémica imperante en un gobierno “noventista” que la entidad había apoyado sin mirar dos veces su “contabilidad creativa” ni la malventa de activos públicos. La actitud “ortodoxa” de Wolfensohn parece confirmar algo que sostenía Joseph Stiglitz –Nobel económico 2001 y ex vice del BIRF-, en cuanto al peso de ciertos “lobbies” en la institución.

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