Pese a todo, Europa occidental no puede prescindir del gas ruso

La UE aún carece de opciones y debe soportar los peculiares hábitos moscovitas en materia comercial. Olvidado al derrumbe de la Unión Soviética, Moscú rearma su influencia geopolítica.

31 agosto, 2007

Sin duda, Rusia actuar como potencia global y ve en sus recursos naturales un instrumento para perseguir ese fin. Quizá sea, en verdad, la herramienta clave, pues sus bases industriales y militares no están ni de lejos a la altura de las occidentales.

“Europa debe adaptarse no a la idea de una Rusia cada vez más democrática, sino a lo contrario. Es decir, a un régimen autoritario que privilegia sus propios intereses y su esfera de infuencia en el exterior”. Así afirma el conservador John Kornblum, ex embajador norteamericano en Alemania, hoy gestor de negocios residente en Berlín.

Eso significa acostumbrarse a que Rusia “politice cuestiones económicas o comerciales y tome actitudes intransigentes, llegado el caso”. Por lo mismo, la UE no debiera “trepidar en politizar sus propias posturas económicas y comerciales”. Al mismo tiempo, ”tiene que presionar a Moscú en derechos civiles –asesinato de periodistas inclusive- y otros temas atinentes a una democracia, haciendo valer su peso como cliente principal”. Pero ¿cómo hacerlo sin criticar también las veleidades autoritarias de Washington y su aventura en Irak?

Retar a Rusia por recurrir a los hidrocarburos como arma política no tiene mayor sentido. En especial, porque petróleo y gas son sus fuentes claves de ingresos en divisas. Por otra parte, la dependencia europea respecto de hidrocarburos eslavos no hace más que aumentar.

La UE puede mejorar su posición negociadora explorando formas de limitar esa dependencia, buscando otros proveedores o desarrollando fuentes alternativas de combustibles. Alemania –imitando a Francia- ya habla de prolongar la vida útil de sus usinas nucleares. A principios de 2006, el presidente Jacques Chirac ya anunciaba que se construiría el prototipo de una planta atómica de cuarta generación. Su objeto: que, para 2020, los trenes franceses no consuman una gota de derivados petroleros (la posterior amenaza nuclear a Irán no se toma muy en serio).

Ese tipo de estrategias tiene sus límites, claro. Las usinas nucleares aportan apenas 14% de la energía eléctrica en Europa occidental, contra 23% de las térmicas, cuyo peso relativo tiende a crecer. El resto es hidroenergía, pero ya está en su límite. Opciones como energía eólica, solar o marina son a muy largo plazo. En el futuro previsible, pues, los duros inviernos nórdicos exigirán más y más gas ruso.

Por supuesto, las actuales relaciones entre la UE y Rusia son mayormente obra de Alemania, pionera de los vínculos económicos y financieros con Moscú durante la guerra fría. Además, es la mayor consumidora de gas moscovita (cubre 65% de sus necesidades). Por ende, cualquier nuevo entendimiento entre este y oeste del continente debe arrancar en Berlín. Meses atrás, el entonces flamante gobierno germano ponía públicamente en duda la fiabilidad de Rusia como proveedora y decía que era momento de pensar en otras fuentes de energía y combustibles.

La canciller Angela Merkel tocó el asunto durante varios encuentros con Putin. Conservadora, criada en la ex república “democrática”, habla ruso bien y no es tan optimista como su antecesor. A propósito, Gerhard Schröder fue nombrado a fines de 2005 presidente de un consorcio “privado” rusogermano que tenderá un gasoducto de US$ 5.000 millones hacia el oeste. También es cabildero principal de Gazprom.

En resumen, pocos expertos creen que la UE corra peligro real de que Rusia le corte suministros. Es un mercado demasiado vital para Moscú. Ambas partes han invertido cuantiosas sumas en plantas y ductos. El problema es cómo manejar una relación tan complicada.

Sin duda, Rusia actuar como potencia global y ve en sus recursos naturales un instrumento para perseguir ese fin. Quizá sea, en verdad, la herramienta clave, pues sus bases industriales y militares no están ni de lejos a la altura de las occidentales.

“Europa debe adaptarse no a la idea de una Rusia cada vez más democrática, sino a lo contrario. Es decir, a un régimen autoritario que privilegia sus propios intereses y su esfera de infuencia en el exterior”. Así afirma el conservador John Kornblum, ex embajador norteamericano en Alemania, hoy gestor de negocios residente en Berlín.

Eso significa acostumbrarse a que Rusia “politice cuestiones económicas o comerciales y tome actitudes intransigentes, llegado el caso”. Por lo mismo, la UE no debiera “trepidar en politizar sus propias posturas económicas y comerciales”. Al mismo tiempo, ”tiene que presionar a Moscú en derechos civiles –asesinato de periodistas inclusive- y otros temas atinentes a una democracia, haciendo valer su peso como cliente principal”. Pero ¿cómo hacerlo sin criticar también las veleidades autoritarias de Washington y su aventura en Irak?

Retar a Rusia por recurrir a los hidrocarburos como arma política no tiene mayor sentido. En especial, porque petróleo y gas son sus fuentes claves de ingresos en divisas. Por otra parte, la dependencia europea respecto de hidrocarburos eslavos no hace más que aumentar.

La UE puede mejorar su posición negociadora explorando formas de limitar esa dependencia, buscando otros proveedores o desarrollando fuentes alternativas de combustibles. Alemania –imitando a Francia- ya habla de prolongar la vida útil de sus usinas nucleares. A principios de 2006, el presidente Jacques Chirac ya anunciaba que se construiría el prototipo de una planta atómica de cuarta generación. Su objeto: que, para 2020, los trenes franceses no consuman una gota de derivados petroleros (la posterior amenaza nuclear a Irán no se toma muy en serio).

Ese tipo de estrategias tiene sus límites, claro. Las usinas nucleares aportan apenas 14% de la energía eléctrica en Europa occidental, contra 23% de las térmicas, cuyo peso relativo tiende a crecer. El resto es hidroenergía, pero ya está en su límite. Opciones como energía eólica, solar o marina son a muy largo plazo. En el futuro previsible, pues, los duros inviernos nórdicos exigirán más y más gas ruso.

Por supuesto, las actuales relaciones entre la UE y Rusia son mayormente obra de Alemania, pionera de los vínculos económicos y financieros con Moscú durante la guerra fría. Además, es la mayor consumidora de gas moscovita (cubre 65% de sus necesidades). Por ende, cualquier nuevo entendimiento entre este y oeste del continente debe arrancar en Berlín. Meses atrás, el entonces flamante gobierno germano ponía públicamente en duda la fiabilidad de Rusia como proveedora y decía que era momento de pensar en otras fuentes de energía y combustibles.

La canciller Angela Merkel tocó el asunto durante varios encuentros con Putin. Conservadora, criada en la ex república “democrática”, habla ruso bien y no es tan optimista como su antecesor. A propósito, Gerhard Schröder fue nombrado a fines de 2005 presidente de un consorcio “privado” rusogermano que tenderá un gasoducto de US$ 5.000 millones hacia el oeste. También es cabildero principal de Gazprom.

En resumen, pocos expertos creen que la UE corra peligro real de que Rusia le corte suministros. Es un mercado demasiado vital para Moscú. Ambas partes han invertido cuantiosas sumas en plantas y ductos. El problema es cómo manejar una relación tan complicada.

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