Montreal: recalentamiento global, incertidumbres y teorías a veces absurdas

Apenas una “hoja de ruta” convenida, entre apurones de último momento, fue el saldo de la conferencia de Naciones Unidas sobre cambios climáticos (Montreal, 8 a 10 de diciembre). Objeto: qué hacer con el dióxido de carbono de 2012 en adelante.

17 junio, 2006

Por cierto, esa reunión de científicos, expertos, activistas y cabilderos
deja las grandes incógnitas en pie. En particular una: ¿cómo
uniformar e informar esfuerzos creando una base de datos concretos y compatibles
entre sí? Tras sesiones febriles, el encuentro (190 países, pero
en realidad no más de treinta coprotagonistas, como es común en
la ONU y otros entes multilaterales) no convalida en absoluto la calificación
de “el más productivo en la historia”, aplicado por Richard Kinley,
pomposo “secretario para el clima”. Pero la automarginación de
George W. Bush ha dejado el timón político del asunto a William
J. Clinton.

Por supuesto, el clima cambia todo el tiempo. En los últimos dos mil
milenios, la temperatura ha oscilando entre extremos, mientras sucesivas eras
glaciales alternaban -alternan- con períodos benignos. En términos
“históricos”, hace más o menos unos 10.000 años
que culminaba el más reciente retiro de hielos en gran escala. Desde
entonces, ha habido lapsos más fríos o más cálidos,
que duraron décadas y hasta siglos.

En cualquiera de esos aspectos (“macro” o “micro”), la
detección de causas resulta fundamental, especialmente hoy, en un contexto
por demás inestable. Mal que les pese a las grandes petroleras o a ciertos
gobiernos, comenzando por el norteamericano, el ruso y el chino.

Por cierto, la necesidad de políticas realistas y razonables era la
meta central de la conferencia. Pero, más que ese encuentro, su verborragia
y el juego de intereses en pugna, lo relevante fue una serie de trabajos publicados
-en 2004/5-, aptos para ir identificando señales claras y quitarles ruido
de fondo. Ese “corpus” servirá de bitácora para la futura
“hoja de ruta”..

Seis señales

La primera y básica es que, desde inicios del siglo XX, persiste un
recalentamiento en la superficie terrestre. Por ejemplo, un estudio de la universidad
de East Anglia (Gran Bretaña), el más actualizado, muestra que
el lapso 1995-04 ha sido -y continúa siendo- el más cálido
desde que existen mediciones fiables. Es decir, principios del siglo XIX. Estimaciones
“prehistóricas”, apoyadas en datos menos precisos -casquetes
polares, glaciares, anillos de árboles- indican que el actual ciclo puede
ser el período más caliente en un milenio.

La segunda conclusión es que el Ártico presenta un gran problema.
Se trata de un área donde cualquier tendencia al recalentamiento se amplifica,
vía absorción local de calor, a medida que se derriten los hielos.
Ahí se exhiben, en efecto, signos de rápida alza en la temperatura
media. Un informe también de 2005, que resume trabajos de trescientos
investigadores, indica que el hielo marino se ha reducido 8% en el trentenio
1975-2004. Por otra parte, esos expertos han descubierto que el casquete de
Groenlandia tiende a licuarse a mayor ritmo que hasta 1974.

El tercer hallazgo consiste en la resolución de una inconsistencia,
que ponía en duda el propio proceso de recalentamiento atmosférico.
Se trataba de la disparidad entre tendencias de la temperatura en la superficie,
que parecía elevarse, y en las capas superiores de la atmósfera,
que parecía no hacerlo.
Ahora, se ha comprobado que, en verdad, ambas franjas se calientan en forma
paralela. Era, entonces, un problema de lecturas erróneas.

El cuarto aporte es un estudio preparado por investigadores del instituto oceanográfico
Scripps, California. El trabajo analiza alteraciones en el proceso de recalentamiento
marino, a profundidades diferentes, durante 65 años hasta 2003. Su perfil
coincide, significativamente, con presunciones sobre qué sucede cuando
el recalentamiento resulta de gases asociados al efecto invernadero. No con
cambios de actividad en la superficie del sol, hipótesis dominante -especialmente
en el “lobby” petrolero- en lo atinente a cambios climáticos
terrestres.

En quinto lugar aparece una observación: la realidad de un nexo postulado
entre crecientes temperaturas de la superficie oceánica y mayor frecuencia
e intensidad de ciclones, huracanes y tifones tropicales. Lo ocurrido desde
el maremoto en diciembre de 2004 hasta Katrina ilustra claramente el fenómeno
(aunque la Casa Blanca minimice esos vínculos).

Por fin, el sexto factor -bien explicado en el “Economist”, 6 de
diciembre- hace al comportamiento de las corrientes noratlánticas. Éstas
se debilitan según patrones previstos en proyecciones computadas que
describían la potencial reacción al recalentamiento global.

En síntesis, las señales son fuertes y no pueden tergiversarse.
Pero subsisten varias incertidumbres. Por ejemplo, la hipótesis solar
no ha sido aventada totalmente. Un grupo de investigadores, datos en mano, admite
que existe una tendencia al recalentamiento, pero insiste en que tal vez no
sea obra del hombre, sino de la naturaleza. Por ende, ajena a las empresas predadoras
del ambiente.

¿Cómo actúa la naturaleza? En forma de leves aumentos
de irradiación solar.
Así sostienen las petroleras y el entorno de negocios representado por
el vicepresidente Richard Cheney. Esa irradiación varía, se sabe,
durante un ciclo de once años, asociado a las manchas o tormentas solares
y también en períodos más largos. Tales fenómenos,
empero, generan cambios climáticos tanto como lo hace el efecto de gases
tipo invernadero.

Otro asunto es una segunda categoría de contaminantes, los aerosoles,
que promueve la formación de nubes sulfúricas. A su vez, éstas
desvían rayos solares de la Tierra y, por ende, limitan los efectos de
los gases invernadero (en esencia, el dióxido de carbono). Esta tesis
postula cierto grado de equilibrio. Sus partidarios, ligados a la industria
de aerosoles, sostuvieron en Montreal que ese contra-efecto ha sido notado en
varias zonas del planeta.

Otro estudio presentado en la conferencia añade que ese contra-efecto
tiende a diluirse, a causa de medidas adoptadas en varios países contra
la contaminación sulfúrica. Por supuesto, la industria de aerosoles
apoya esta teoría, pero no tiene el poder de “lobby” típico
de las petroleras.

Quizás el mayor problema sea, empero, la escasez de suficientes datos
de calidad y consistencia interna (argumento favorito del cabildeo contra el
protocolo de Kyoto). Ni siquiera las economías más avanzadas del
mundo -mucho menos sus aguas adyacentes- han sido estudiadas lo bastante bien
en el último siglo y medio. Recién hace pocos años que
opera un sistema unificado de observación climática alrededor
del planeta vía satélites, boyas marinas, aeróstatos, aviones
y estaciones en superficie, que abarca sesenta países.

Opciones y desvaríos

Por supuesto, una de las opciones favoritas de Washington, Beijing, Tokio,
Moscú, Delhi y los países petroleros es no hacer nada. Una variante
sería limitarse a desechar dislates tales como subsidiar el carbón.
Este combustible no sólo promueve recalentamiento atmosférico
(es el mayor generador de dióxido de carbono conocido), sino que es una
pérdida de dinero.

Por cierto, el “lobby” anti- Kyoto planteó en Montreal otra
tesis original: ciertas áreas del mundo podrían beneficiarse con
un aumento de la temperatura media. Sobre todo, el Ártico, donde el fenómeno
abriría vías navegables que los europeos buscaron durante siglos.
La eliminación de hielos marinos, de paso, facilitaría la actividad
petrolera en lugares hasta ahora inaccesibles y tornaría arable la tundra
en Rusia y Canadá.

Estos extraños planteos -fomentados por negocios diversos- generaron
risas y, luego, enojo. Dejando de lado la extinción de animales terrestres
y marinos, un incremento de las temperaturas medias puede arrasar cultivos en
el cinturón templado -esos incluye vastos campos en Canadá, Rusia,
Ucrania o Polonia, incidentalmente- y elevar el nivel del mar hasta cubrir ciudades
enteras. Maremotos como el de 2004 serían moneda corriente, y los huracanes
tripolares alcanzarían Nueva Inglaterra o las estribaciones del Himalaya.

En un plano más racional, las reuniones canadienses dejaron en claro
que un recalentamiento rápido o pronunciado involucrará severos
riesgos o cambios a menudo irreversibles. Por ejemplo, el derretimiento de casquetes
en Antártida y Groenlandia. El encuentro, pese a sus escasos resultados
concretos, sinceró un duro debate en cuanto hasta dónde puede
llegar el actual proceso antes de causar desastres irreversibles.

Por cierto, esa reunión de científicos, expertos, activistas y cabilderos
deja las grandes incógnitas en pie. En particular una: ¿cómo
uniformar e informar esfuerzos creando una base de datos concretos y compatibles
entre sí? Tras sesiones febriles, el encuentro (190 países, pero
en realidad no más de treinta coprotagonistas, como es común en
la ONU y otros entes multilaterales) no convalida en absoluto la calificación
de “el más productivo en la historia”, aplicado por Richard Kinley,
pomposo “secretario para el clima”. Pero la automarginación de
George W. Bush ha dejado el timón político del asunto a William
J. Clinton.

Por supuesto, el clima cambia todo el tiempo. En los últimos dos mil
milenios, la temperatura ha oscilando entre extremos, mientras sucesivas eras
glaciales alternaban -alternan- con períodos benignos. En términos
“históricos”, hace más o menos unos 10.000 años
que culminaba el más reciente retiro de hielos en gran escala. Desde
entonces, ha habido lapsos más fríos o más cálidos,
que duraron décadas y hasta siglos.

En cualquiera de esos aspectos (“macro” o “micro”), la
detección de causas resulta fundamental, especialmente hoy, en un contexto
por demás inestable. Mal que les pese a las grandes petroleras o a ciertos
gobiernos, comenzando por el norteamericano, el ruso y el chino.

Por cierto, la necesidad de políticas realistas y razonables era la
meta central de la conferencia. Pero, más que ese encuentro, su verborragia
y el juego de intereses en pugna, lo relevante fue una serie de trabajos publicados
-en 2004/5-, aptos para ir identificando señales claras y quitarles ruido
de fondo. Ese “corpus” servirá de bitácora para la futura
“hoja de ruta”..

Seis señales

La primera y básica es que, desde inicios del siglo XX, persiste un
recalentamiento en la superficie terrestre. Por ejemplo, un estudio de la universidad
de East Anglia (Gran Bretaña), el más actualizado, muestra que
el lapso 1995-04 ha sido -y continúa siendo- el más cálido
desde que existen mediciones fiables. Es decir, principios del siglo XIX. Estimaciones
“prehistóricas”, apoyadas en datos menos precisos -casquetes
polares, glaciares, anillos de árboles- indican que el actual ciclo puede
ser el período más caliente en un milenio.

La segunda conclusión es que el Ártico presenta un gran problema.
Se trata de un área donde cualquier tendencia al recalentamiento se amplifica,
vía absorción local de calor, a medida que se derriten los hielos.
Ahí se exhiben, en efecto, signos de rápida alza en la temperatura
media. Un informe también de 2005, que resume trabajos de trescientos
investigadores, indica que el hielo marino se ha reducido 8% en el trentenio
1975-2004. Por otra parte, esos expertos han descubierto que el casquete de
Groenlandia tiende a licuarse a mayor ritmo que hasta 1974.

El tercer hallazgo consiste en la resolución de una inconsistencia,
que ponía en duda el propio proceso de recalentamiento atmosférico.
Se trataba de la disparidad entre tendencias de la temperatura en la superficie,
que parecía elevarse, y en las capas superiores de la atmósfera,
que parecía no hacerlo.
Ahora, se ha comprobado que, en verdad, ambas franjas se calientan en forma
paralela. Era, entonces, un problema de lecturas erróneas.

El cuarto aporte es un estudio preparado por investigadores del instituto oceanográfico
Scripps, California. El trabajo analiza alteraciones en el proceso de recalentamiento
marino, a profundidades diferentes, durante 65 años hasta 2003. Su perfil
coincide, significativamente, con presunciones sobre qué sucede cuando
el recalentamiento resulta de gases asociados al efecto invernadero. No con
cambios de actividad en la superficie del sol, hipótesis dominante -especialmente
en el “lobby” petrolero- en lo atinente a cambios climáticos
terrestres.

En quinto lugar aparece una observación: la realidad de un nexo postulado
entre crecientes temperaturas de la superficie oceánica y mayor frecuencia
e intensidad de ciclones, huracanes y tifones tropicales. Lo ocurrido desde
el maremoto en diciembre de 2004 hasta Katrina ilustra claramente el fenómeno
(aunque la Casa Blanca minimice esos vínculos).

Por fin, el sexto factor -bien explicado en el “Economist”, 6 de
diciembre- hace al comportamiento de las corrientes noratlánticas. Éstas
se debilitan según patrones previstos en proyecciones computadas que
describían la potencial reacción al recalentamiento global.

En síntesis, las señales son fuertes y no pueden tergiversarse.
Pero subsisten varias incertidumbres. Por ejemplo, la hipótesis solar
no ha sido aventada totalmente. Un grupo de investigadores, datos en mano, admite
que existe una tendencia al recalentamiento, pero insiste en que tal vez no
sea obra del hombre, sino de la naturaleza. Por ende, ajena a las empresas predadoras
del ambiente.

¿Cómo actúa la naturaleza? En forma de leves aumentos
de irradiación solar.
Así sostienen las petroleras y el entorno de negocios representado por
el vicepresidente Richard Cheney. Esa irradiación varía, se sabe,
durante un ciclo de once años, asociado a las manchas o tormentas solares
y también en períodos más largos. Tales fenómenos,
empero, generan cambios climáticos tanto como lo hace el efecto de gases
tipo invernadero.

Otro asunto es una segunda categoría de contaminantes, los aerosoles,
que promueve la formación de nubes sulfúricas. A su vez, éstas
desvían rayos solares de la Tierra y, por ende, limitan los efectos de
los gases invernadero (en esencia, el dióxido de carbono). Esta tesis
postula cierto grado de equilibrio. Sus partidarios, ligados a la industria
de aerosoles, sostuvieron en Montreal que ese contra-efecto ha sido notado en
varias zonas del planeta.

Otro estudio presentado en la conferencia añade que ese contra-efecto
tiende a diluirse, a causa de medidas adoptadas en varios países contra
la contaminación sulfúrica. Por supuesto, la industria de aerosoles
apoya esta teoría, pero no tiene el poder de “lobby” típico
de las petroleras.

Quizás el mayor problema sea, empero, la escasez de suficientes datos
de calidad y consistencia interna (argumento favorito del cabildeo contra el
protocolo de Kyoto). Ni siquiera las economías más avanzadas del
mundo -mucho menos sus aguas adyacentes- han sido estudiadas lo bastante bien
en el último siglo y medio. Recién hace pocos años que
opera un sistema unificado de observación climática alrededor
del planeta vía satélites, boyas marinas, aeróstatos, aviones
y estaciones en superficie, que abarca sesenta países.

Opciones y desvaríos

Por supuesto, una de las opciones favoritas de Washington, Beijing, Tokio,
Moscú, Delhi y los países petroleros es no hacer nada. Una variante
sería limitarse a desechar dislates tales como subsidiar el carbón.
Este combustible no sólo promueve recalentamiento atmosférico
(es el mayor generador de dióxido de carbono conocido), sino que es una
pérdida de dinero.

Por cierto, el “lobby” anti- Kyoto planteó en Montreal otra
tesis original: ciertas áreas del mundo podrían beneficiarse con
un aumento de la temperatura media. Sobre todo, el Ártico, donde el fenómeno
abriría vías navegables que los europeos buscaron durante siglos.
La eliminación de hielos marinos, de paso, facilitaría la actividad
petrolera en lugares hasta ahora inaccesibles y tornaría arable la tundra
en Rusia y Canadá.

Estos extraños planteos -fomentados por negocios diversos- generaron
risas y, luego, enojo. Dejando de lado la extinción de animales terrestres
y marinos, un incremento de las temperaturas medias puede arrasar cultivos en
el cinturón templado -esos incluye vastos campos en Canadá, Rusia,
Ucrania o Polonia, incidentalmente- y elevar el nivel del mar hasta cubrir ciudades
enteras. Maremotos como el de 2004 serían moneda corriente, y los huracanes
tripolares alcanzarían Nueva Inglaterra o las estribaciones del Himalaya.

En un plano más racional, las reuniones canadienses dejaron en claro
que un recalentamiento rápido o pronunciado involucrará severos
riesgos o cambios a menudo irreversibles. Por ejemplo, el derretimiento de casquetes
en Antártida y Groenlandia. El encuentro, pese a sus escasos resultados
concretos, sinceró un duro debate en cuanto hasta dónde puede
llegar el actual proceso antes de causar desastres irreversibles.

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