Más allegados de Bush y Cheney en aprietos judiciales

Judith Miller y Mathhew Cooper ponen en evidencia a Karl Rove –cerebro electoral del presidente- y Lewis Libby, asesor vicepresidencial. Ambos revelaron el nombre de un agente de la CIA. Mientras, Italia detenía operadores de la “compañía”.

3 octubre, 2005

Después de casi tres meses en prisión, la periodista del “New York Times” reveló ante un juez federal el nombre de Libby. Irónicamente, sobrino de Gordon Libby, uno de los procesados en el caso Watergate (1972/4), que acabó con Richard Nixon. Por su parte, Cooper confirmó que la otra “garganta profunda” era el predicador creacionista Rove.

El problema lo tienen ahora los fiscales, que deberán orientar investigaciones y acciones hacia el círculo íntimo de George W. Bush y Richard Cheney. Amén de que poner al descubierto agentes secretos es un delito federal, si las infidencias provienen de funcionarios o sus asesores. Rove y Libby lo son.

Pero su influencia y los secretos que guardan llegan a tal punto que –si bien Bush prometió echar a cualquier funcionario indiscreto-, Rove y Libby seguían en sus cargos, aunque con bajo perfil (Rove estaba de licencia, dedicado a una campaña contra Charles Darwin, Isaac Newton, Albert Einstein y otros blasfemos). Las deposiciones de Miller y Cooper han puesto el asunto nuevamente sobre el tapete.

Por otra parte, el caso de la agente encubierta, Valerie Plame, tiene visos escandalosos aun sin las infidencias. La CIA la había reclutado para espiar a su propio marido, el diplomático Joseph Wilson. No por razones de seguridad nacional, sino porque éste sostenía –desde 2003, aunque no en público- que las explicaciones de Bush para invadir Irak no se fundaban en hechos verificados. Entonces, Rove tuvo la idea de usar a Plame para “castigar” a Wilson por sus críticas, revelando incómodos pecadillos (que tampoco existían).

Más tarde, cuando la ofensiva de la Casa Blanca había alcanzado a Miller, gracias a un juez afín al gobierno, Cooper y el columnista Robert Novak pusieron en la picota a Cheney, vía Libby. Alguien recordó, entonces, que el actual vice era muy amigo de los “plomeros” que Nixon había enviado a irrumpir en la sede del partido Demócrata, durante la campaña presidencial de 1972.

El encarcelamiento de Miller quizás haya sido el error más grosero de Rove y Libby, que operaban sobre el tribunal. Gracias a eso, la gran prensa comenzó a abandonar el silencio sobre abusos en lo alto del poder y los abogados de la periodista impusieron una condición para que ésta declarase: lo haría ante un gran jurado, imposible de manejar desde el ejecutivo.

Sea como fuere, la violenta politización de la causa no habría llegado a ese punto si no hubiese coincidido con una serie de escándalos y torpezas que redujeron a menos de 38% la aprobación pública a Bush. En primer término, el pésimo manejo inicial de Katrina. En segundo, los millonarios contratos otorgados a dedo para la reconstrucción post huracanes. En tercero, el rebote de la violencia guerrillera en Irak, un conflicto que no termina y donde Estados Unidos no logra imponerse.

En medio de todo eso, Italia arrestaba tres presuntos operadores de la CIA, por el secuestro en Milán (febrero de 2003) de un religioso egipcio. Sospechoso de terrorismo, fue entregado ilegalmente a El Cairo, sin notificar a Roma, en una maniobra similar a las cometidas por regímenes militares en el cono sur latinoamericano (el “plan cóndor”). Este “escándalo al margen” involucra al departamento de Estado, pues uno de los detenidos era un diplomático destacado en Italia.

Después de casi tres meses en prisión, la periodista del “New York Times” reveló ante un juez federal el nombre de Libby. Irónicamente, sobrino de Gordon Libby, uno de los procesados en el caso Watergate (1972/4), que acabó con Richard Nixon. Por su parte, Cooper confirmó que la otra “garganta profunda” era el predicador creacionista Rove.

El problema lo tienen ahora los fiscales, que deberán orientar investigaciones y acciones hacia el círculo íntimo de George W. Bush y Richard Cheney. Amén de que poner al descubierto agentes secretos es un delito federal, si las infidencias provienen de funcionarios o sus asesores. Rove y Libby lo son.

Pero su influencia y los secretos que guardan llegan a tal punto que –si bien Bush prometió echar a cualquier funcionario indiscreto-, Rove y Libby seguían en sus cargos, aunque con bajo perfil (Rove estaba de licencia, dedicado a una campaña contra Charles Darwin, Isaac Newton, Albert Einstein y otros blasfemos). Las deposiciones de Miller y Cooper han puesto el asunto nuevamente sobre el tapete.

Por otra parte, el caso de la agente encubierta, Valerie Plame, tiene visos escandalosos aun sin las infidencias. La CIA la había reclutado para espiar a su propio marido, el diplomático Joseph Wilson. No por razones de seguridad nacional, sino porque éste sostenía –desde 2003, aunque no en público- que las explicaciones de Bush para invadir Irak no se fundaban en hechos verificados. Entonces, Rove tuvo la idea de usar a Plame para “castigar” a Wilson por sus críticas, revelando incómodos pecadillos (que tampoco existían).

Más tarde, cuando la ofensiva de la Casa Blanca había alcanzado a Miller, gracias a un juez afín al gobierno, Cooper y el columnista Robert Novak pusieron en la picota a Cheney, vía Libby. Alguien recordó, entonces, que el actual vice era muy amigo de los “plomeros” que Nixon había enviado a irrumpir en la sede del partido Demócrata, durante la campaña presidencial de 1972.

El encarcelamiento de Miller quizás haya sido el error más grosero de Rove y Libby, que operaban sobre el tribunal. Gracias a eso, la gran prensa comenzó a abandonar el silencio sobre abusos en lo alto del poder y los abogados de la periodista impusieron una condición para que ésta declarase: lo haría ante un gran jurado, imposible de manejar desde el ejecutivo.

Sea como fuere, la violenta politización de la causa no habría llegado a ese punto si no hubiese coincidido con una serie de escándalos y torpezas que redujeron a menos de 38% la aprobación pública a Bush. En primer término, el pésimo manejo inicial de Katrina. En segundo, los millonarios contratos otorgados a dedo para la reconstrucción post huracanes. En tercero, el rebote de la violencia guerrillera en Irak, un conflicto que no termina y donde Estados Unidos no logra imponerse.

En medio de todo eso, Italia arrestaba tres presuntos operadores de la CIA, por el secuestro en Milán (febrero de 2003) de un religioso egipcio. Sospechoso de terrorismo, fue entregado ilegalmente a El Cairo, sin notificar a Roma, en una maniobra similar a las cometidas por regímenes militares en el cono sur latinoamericano (el “plan cóndor”). Este “escándalo al margen” involucra al departamento de Estado, pues uno de los detenidos era un diplomático destacado en Italia.

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