Liechtenstein: ¿le bastará con un costoso maquillaje?

El principado de Liechtenstein, todo un anacronismo, quiere cambiarse la cara. Casi invisible entre Suiza –de la cual es satélite- y Austria, contrató a Wolff Olins, firma alemana experta en creación de marcas. ¿Podrá con la tarea?

2 septiembre, 2004

Según Gerlinde Manz, portavoz del gobierno, “era necesario explicar varias cosas y éste nos pareció el método apropiado”. Durante generaciones, por cierto, la monarquía cultivó bajísimo perfil, al igual que la familia reinante, que lleva poco más de tres siglos empinada en las nacientes del Rin.

Al abrigo del manto hélveta, que lo protegía de vaivenes geopolíticos, el principado se hizo multimillonario tras convertirse en la plaza financiera extraterritorial (“off shore”) más discreta y turbia de Europa. Leyes abusivamente tolerantes, exiguos impuestos y un secreto bancario que es envida de los suizos han atraído “compañías de aire y papel”, fundaciones sospechosas, fideicomisos impenetrables y una maquinaria perfecta para lavar fondos. Eso sí: nada de chiquitaje.

Pero las restricciones al secreto suizo o a las cuentas anónimas austríacas crearon inquietud desde mediados de los 90. Después, una crisis constitucional calentó el clima, generalmente frío y saludable. Las elecciones de 2001 forzaron reformas y surgieron las primeras leyes –tímidas- contra el delito de guante blanco.

Sin embargo, varias décadas de mala fama no se esfuman espontáneamente ni de la noche a la mañana. Para empezar, Vaduz creó (marzo de 2002) una Fundación pro Imagen de Liechtenstein, formada por reparticiones estatales y asociaciones privadas, bajo la presidencia el primer ministro Otmar Hässler.

La entidad se lanzó a evaluar actitudes internas hacia afuera y del exterior hacia el país. La idea era definir qué mensajes emitir. Para marzo de 2003, había acuerdo sobre una serie de recomendaciones.

Algunas de ellas se caían de maduras. Por ende, se actualizó el sitio en Internet, se replantearon las relaciones públicas y también de modernizó el escueto aparato diplomático. A las legaciones en Berna y Viena se añadieron las de Bruselas, Berlín, Nueva York y Londres.

Pero el paso más audaz consiste en “reconstruir la marca”. En un concurso internacional, la Fundación eligió a W.O. en noviembre. “Era la primera vez que promovía nuestros servicios ante un príncipe en su castillo”, señaló Henning Rabe, ejecutivo de la flamante cuenta.

Tampoco existen antecedentes comparables. Wolff Olins confiesa que es muy difícil ponerle nueva etiqueta a un país. A diferencia de una empresa, juegan aquí intereses políticos, sociales, económicos e internacionales. “Otros gobiernos en pos de gestionar reputación fracasaron, precisamente, por falta de unidad interna”, explica Rabe.

La ventaja del principado consiste en ser muy chico y estar bajo creciente presión. “En esas condiciones, hasta el cliente más conservador acepta tomar riesgos”. Semanas atrás, se divulgó el “proyecto de marca”. Cada logo, cada ícono representará uno de cinco temas básicos (finanzas, industria, diálogo, naturaleza, hogar) y, juntos, rodearán una “corona democrática”.

Desde ahora, pues, la corona aparecerá en todo y se combinarán de varias formas azur y gules, colores heráldicos de la casa reinante. Dependiendo del espacio, las imágenes incluirán el nombre completo del principado o el digrama “Li”.

Rabe no quiere dar detalles de lo que seguirá, pero lo parangona a la identidad de Suiza y su relación con la bandera, que aparece en todo tipo de cosas. Pero el centro de la bandera hélveta lleva siglo y medio asociado a la Cruz Roja…

Liechtenstein es otra cosa. Sus 160 km2 están lejos de los 460 que tiene Andorra y, con apenas 34.000 habitantes –cuyo ingreso por persona orilla los US$ 20.000 anuales-, carece de la imagen romántica ofrecida por Mónaco, el miniestado que más se le parece. La capital, Vaduz, es un pueblito dominado por un castillo del siglo XIII (la “casa rosa”).

¿Quién vive allá? Pues el clan von und zu Liechtenstein. ¿Conquistó el país, como los Grimaldi a Mónaco? No. Lo compró en 1699. En realidad, la familia adquirió señoríos dependientes de Austria desde 1434, Vaduz y Schellenberg. Los von Liechtenstein eran condes, hasta que Carlos VI los hizo príncipes en 1719 (de ahí el “zu”) y les permitió designar al principado con su propio apellido. Al disolverse Austria-Hungría en 1918, el país pasó a la órbita suiza.

La fama banquera del feudo no se refleja cabalmente en el PBI (US$ 3.300 millones en 2033), pues el mayor aporte es el industrial (43%). La banca ocupa el segundo lugar. Pero, claro, sus activos declarados son los reales, como es normal en cualquier “off shore”. Dos empresas son hegemónicas en Liechtenstein: Hilti (herramientas y equipos de construcción) y la suiza Unaxis, que fabrica microchips. En cuanto a la industria bélica, por Vaduz sólo pasan fondos relacionados al tráfico privado de armas y no es saludable preguntar por ese negocio en Vaduz.

Según Gerlinde Manz, portavoz del gobierno, “era necesario explicar varias cosas y éste nos pareció el método apropiado”. Durante generaciones, por cierto, la monarquía cultivó bajísimo perfil, al igual que la familia reinante, que lleva poco más de tres siglos empinada en las nacientes del Rin.

Al abrigo del manto hélveta, que lo protegía de vaivenes geopolíticos, el principado se hizo multimillonario tras convertirse en la plaza financiera extraterritorial (“off shore”) más discreta y turbia de Europa. Leyes abusivamente tolerantes, exiguos impuestos y un secreto bancario que es envida de los suizos han atraído “compañías de aire y papel”, fundaciones sospechosas, fideicomisos impenetrables y una maquinaria perfecta para lavar fondos. Eso sí: nada de chiquitaje.

Pero las restricciones al secreto suizo o a las cuentas anónimas austríacas crearon inquietud desde mediados de los 90. Después, una crisis constitucional calentó el clima, generalmente frío y saludable. Las elecciones de 2001 forzaron reformas y surgieron las primeras leyes –tímidas- contra el delito de guante blanco.

Sin embargo, varias décadas de mala fama no se esfuman espontáneamente ni de la noche a la mañana. Para empezar, Vaduz creó (marzo de 2002) una Fundación pro Imagen de Liechtenstein, formada por reparticiones estatales y asociaciones privadas, bajo la presidencia el primer ministro Otmar Hässler.

La entidad se lanzó a evaluar actitudes internas hacia afuera y del exterior hacia el país. La idea era definir qué mensajes emitir. Para marzo de 2003, había acuerdo sobre una serie de recomendaciones.

Algunas de ellas se caían de maduras. Por ende, se actualizó el sitio en Internet, se replantearon las relaciones públicas y también de modernizó el escueto aparato diplomático. A las legaciones en Berna y Viena se añadieron las de Bruselas, Berlín, Nueva York y Londres.

Pero el paso más audaz consiste en “reconstruir la marca”. En un concurso internacional, la Fundación eligió a W.O. en noviembre. “Era la primera vez que promovía nuestros servicios ante un príncipe en su castillo”, señaló Henning Rabe, ejecutivo de la flamante cuenta.

Tampoco existen antecedentes comparables. Wolff Olins confiesa que es muy difícil ponerle nueva etiqueta a un país. A diferencia de una empresa, juegan aquí intereses políticos, sociales, económicos e internacionales. “Otros gobiernos en pos de gestionar reputación fracasaron, precisamente, por falta de unidad interna”, explica Rabe.

La ventaja del principado consiste en ser muy chico y estar bajo creciente presión. “En esas condiciones, hasta el cliente más conservador acepta tomar riesgos”. Semanas atrás, se divulgó el “proyecto de marca”. Cada logo, cada ícono representará uno de cinco temas básicos (finanzas, industria, diálogo, naturaleza, hogar) y, juntos, rodearán una “corona democrática”.

Desde ahora, pues, la corona aparecerá en todo y se combinarán de varias formas azur y gules, colores heráldicos de la casa reinante. Dependiendo del espacio, las imágenes incluirán el nombre completo del principado o el digrama “Li”.

Rabe no quiere dar detalles de lo que seguirá, pero lo parangona a la identidad de Suiza y su relación con la bandera, que aparece en todo tipo de cosas. Pero el centro de la bandera hélveta lleva siglo y medio asociado a la Cruz Roja…

Liechtenstein es otra cosa. Sus 160 km2 están lejos de los 460 que tiene Andorra y, con apenas 34.000 habitantes –cuyo ingreso por persona orilla los US$ 20.000 anuales-, carece de la imagen romántica ofrecida por Mónaco, el miniestado que más se le parece. La capital, Vaduz, es un pueblito dominado por un castillo del siglo XIII (la “casa rosa”).

¿Quién vive allá? Pues el clan von und zu Liechtenstein. ¿Conquistó el país, como los Grimaldi a Mónaco? No. Lo compró en 1699. En realidad, la familia adquirió señoríos dependientes de Austria desde 1434, Vaduz y Schellenberg. Los von Liechtenstein eran condes, hasta que Carlos VI los hizo príncipes en 1719 (de ahí el “zu”) y les permitió designar al principado con su propio apellido. Al disolverse Austria-Hungría en 1918, el país pasó a la órbita suiza.

La fama banquera del feudo no se refleja cabalmente en el PBI (US$ 3.300 millones en 2033), pues el mayor aporte es el industrial (43%). La banca ocupa el segundo lugar. Pero, claro, sus activos declarados son los reales, como es normal en cualquier “off shore”. Dos empresas son hegemónicas en Liechtenstein: Hilti (herramientas y equipos de construcción) y la suiza Unaxis, que fabrica microchips. En cuanto a la industria bélica, por Vaduz sólo pasan fondos relacionados al tráfico privado de armas y no es saludable preguntar por ese negocio en Vaduz.

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