Jubilación femenina: cómo hacer de la necesidad virtud

La paridad que se buscaría introducir en el régimen previsional choca con la vigencia de antiguas inequidades. Por Dolores Valle *

17 febrero, 2000

Elevar de 60 a 65 años la edad de retiro de las mujeres es uno de los compromisos que la Argentina asumió con el Fondo Monetario Internacional para acceder, llegado el caso, al paquete de auxilio financiero de la institución. Las razones que llevaron al FMI a reclamar esta medida son, claramente, de naturaleza fiscal. La idea es recaudar más aportes de las trabajadoras y postergar el ingreso de nuevos jubilados al atribulado sistema previsional.

Pero algunos funcionarios y economistas vinculados con la Alianza procuran cubrir esta píldora amarga con una capa de progresismo.

Se trata, dicen, de una medida que contribuirá a atenuar la discriminación de las mujeres en el mercado laboral. Puesto que la expectativa de vida de la población femenina es algo mayor que la de los hombres, resulta lógico y justo equiparar el período de actividad de ambos sexos. Y las mujeres saldrán, a la larga, beneficiadas: podrán retirarse, tras una prolongada y fructífera carrera, con más años de aportes y, por lo tanto, con mayores haberes jubilatorios.

Más, no menos

Es llamativo, sin embargo, que no se deslice aquí referencia alguna a la persistencia de la situación que dio origen al tratamiento diferenciado: la doble –y en ocasiones triple- jornada que cumplen las mujeres, obligadas, en su inmensa mayoría, a multiplicar su horario de trabajo con las tareas (por cierto, no remuneradas) que impone el cuidado de los hijos y del hogar.

También resulta sugestivo que la cruzada igualitarista que, sorprendentemente, habría puesto en marcha el reclamo del FMI no avance sobre otras cuestiones tanto o más relevantes, como la brecha, oficialmente reconocida, entre los salarios de los hombres y los que perciben las mujeres en posiciones similares.

El discurso de la equiparación choca, por otra parte, contra la evidencia histórica de que, para resolver las situaciones de discriminación, lo habitual y aconsejable es extender (y no recortar) beneficios. En las sociedades más desarrolladas, tras el nacimiento de un hijo se conceden permisos laborales tanto a la madre como al padre, de modo que ambos compartan la crianza. En cambio, nadie (ni siquiera el FMI) osó siquiera sugerir que las mujeres ganarían en competitividad si se eliminara la licencia por maternidad.

Si de lo que se trata es de trasvestir la necesidad en virtud, los argumentos sobre la igualdad resultan demasiado endebles. Como la proverbial hoja de parra, intentan, con poco éxito, tapar una realidad evidente.

* Jefa de Redacción de la revista MERCADO.

Elevar de 60 a 65 años la edad de retiro de las mujeres es uno de los compromisos que la Argentina asumió con el Fondo Monetario Internacional para acceder, llegado el caso, al paquete de auxilio financiero de la institución. Las razones que llevaron al FMI a reclamar esta medida son, claramente, de naturaleza fiscal. La idea es recaudar más aportes de las trabajadoras y postergar el ingreso de nuevos jubilados al atribulado sistema previsional.

Pero algunos funcionarios y economistas vinculados con la Alianza procuran cubrir esta píldora amarga con una capa de progresismo.

Se trata, dicen, de una medida que contribuirá a atenuar la discriminación de las mujeres en el mercado laboral. Puesto que la expectativa de vida de la población femenina es algo mayor que la de los hombres, resulta lógico y justo equiparar el período de actividad de ambos sexos. Y las mujeres saldrán, a la larga, beneficiadas: podrán retirarse, tras una prolongada y fructífera carrera, con más años de aportes y, por lo tanto, con mayores haberes jubilatorios.

Más, no menos

Es llamativo, sin embargo, que no se deslice aquí referencia alguna a la persistencia de la situación que dio origen al tratamiento diferenciado: la doble –y en ocasiones triple- jornada que cumplen las mujeres, obligadas, en su inmensa mayoría, a multiplicar su horario de trabajo con las tareas (por cierto, no remuneradas) que impone el cuidado de los hijos y del hogar.

También resulta sugestivo que la cruzada igualitarista que, sorprendentemente, habría puesto en marcha el reclamo del FMI no avance sobre otras cuestiones tanto o más relevantes, como la brecha, oficialmente reconocida, entre los salarios de los hombres y los que perciben las mujeres en posiciones similares.

El discurso de la equiparación choca, por otra parte, contra la evidencia histórica de que, para resolver las situaciones de discriminación, lo habitual y aconsejable es extender (y no recortar) beneficios. En las sociedades más desarrolladas, tras el nacimiento de un hijo se conceden permisos laborales tanto a la madre como al padre, de modo que ambos compartan la crianza. En cambio, nadie (ni siquiera el FMI) osó siquiera sugerir que las mujeres ganarían en competitividad si se eliminara la licencia por maternidad.

Si de lo que se trata es de trasvestir la necesidad en virtud, los argumentos sobre la igualdad resultan demasiado endebles. Como la proverbial hoja de parra, intentan, con poco éxito, tapar una realidad evidente.

* Jefa de Redacción de la revista MERCADO.

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