Hace unos 130 años o algo más, “grandes líderes conservadores como Benjamin Disraeli, primer ministro británico, eran poderosos y apreciados. Habían logrado sortear la crisis financiera de 1873 e iniciaron un período de estabilidad monetaria, encabezado por del Banco de Inglaterra y el patrón oro, reimpuesto desde 1844”.
No obstante, apunta el columnista, “se vivía una fase de reacomodamientos en el equilibrio global de poderes”. Había un síntoma inquietante: un gigante intentaba hacer frente a su propia crisis económica apelando a inversores y especuladores extranjeros. En esos años 70, el imperio Otomano se comportaba como, ahora, Estados Unidos”. Otto von Bismarck lo definió como “el enfermo de Europa”.
Tras la guerra de Crimea (1856), el sultán de Constantinopla y su vasallo nominal, el jedive (virrey) de Egipto, empezaron a acumular una deuda externa que creció 28 veces entre ese momento y 1875. Su servicio pasó de 15% del gasto total en 1860 a 50% en 1875, o sea de £ 3.300 millones a 76.000 millones.
Los préstamos “se pedían por razones militares (una era la guerra solapada entre sultán y jedive) y económicas. El imperio Otomano debía mantener posiciones estratégicas durante la guerra de Crimea y después. Aparte, turcos y egipcios debían financiar ferrocarriles, rutas y el canal de Suez”. Simultáneamente, “ingentes sumas fueron derrochadas en consumos y lujos. Por ejemplo el palacio de Dolmabahçe para el sultán Abdul Medyid. Todo eso sin contar escándalos y corrupción al por mayor”.
Ya en 1873, “una crisis golpeaba las bolsas de Europa occidental y Estados Unidos , originada en los quebranto de Levante. En octubre de 1875, el gobierno otomano se declaró en bancarrota. Esto llevó a la malventa de acciones en la sociedad del canal de Suez, por parte del jedive al gobierno británico. La transacción involucró £ 4.000.000, adelantados a Disraeli por la banca Rothschild londinense, y un embargo sobre ingresos fiscales otomanos”. Éste adoptó una forma familiar a los argentinos: un “club de acreedores” con sede en Londres.
En realidad, esta crisis significó una masiva trasferencia de fondos y activos orientales (turcos, egipcios) a Occidente. Su contraparte inversa a principios del siglo XXI es la fenomenal acumulación de deuda norteamericana titulizada en manos de Japón, China, Taiwán, Surcorea, etc. A ello se añade la creciente liquidez de países petroleros del golfo Pérsico –otrora dividido entre los imperios Otomano y Persa-, que se traduce en comparas de activos occidentales.
En otra palabras, “el equilibrio del poder financiero global –señala Ferguson- muta junto con el equilibrio geopolítico. En el siglo XIX, la riqueza salía de viejos imperios orientales (Otomano, Chino, Persa) a Occidente, entonces liderado por Gran Bretaña. Hoy, el líder que la sucedió, EE.UU., depende de autocracias musulmanas, rusas y chinas”. Ya no existen el patrón áureo ni tampoco la pica en Flandes, India, en manos de los ingleses. Pero Afganistán sigue siendo foco de guerras imposibles y por lo visto, el imperio norteamericano nunca fue como el Romano.
Hace unos 130 años o algo más, “grandes líderes conservadores como Benjamin Disraeli, primer ministro británico, eran poderosos y apreciados. Habían logrado sortear la crisis financiera de 1873 e iniciaron un período de estabilidad monetaria, encabezado por del Banco de Inglaterra y el patrón oro, reimpuesto desde 1844”.
No obstante, apunta el columnista, “se vivía una fase de reacomodamientos en el equilibrio global de poderes”. Había un síntoma inquietante: un gigante intentaba hacer frente a su propia crisis económica apelando a inversores y especuladores extranjeros. En esos años 70, el imperio Otomano se comportaba como, ahora, Estados Unidos”. Otto von Bismarck lo definió como “el enfermo de Europa”.
Tras la guerra de Crimea (1856), el sultán de Constantinopla y su vasallo nominal, el jedive (virrey) de Egipto, empezaron a acumular una deuda externa que creció 28 veces entre ese momento y 1875. Su servicio pasó de 15% del gasto total en 1860 a 50% en 1875, o sea de £ 3.300 millones a 76.000 millones.
Los préstamos “se pedían por razones militares (una era la guerra solapada entre sultán y jedive) y económicas. El imperio Otomano debía mantener posiciones estratégicas durante la guerra de Crimea y después. Aparte, turcos y egipcios debían financiar ferrocarriles, rutas y el canal de Suez”. Simultáneamente, “ingentes sumas fueron derrochadas en consumos y lujos. Por ejemplo el palacio de Dolmabahçe para el sultán Abdul Medyid. Todo eso sin contar escándalos y corrupción al por mayor”.
Ya en 1873, “una crisis golpeaba las bolsas de Europa occidental y Estados Unidos , originada en los quebranto de Levante. En octubre de 1875, el gobierno otomano se declaró en bancarrota. Esto llevó a la malventa de acciones en la sociedad del canal de Suez, por parte del jedive al gobierno británico. La transacción involucró £ 4.000.000, adelantados a Disraeli por la banca Rothschild londinense, y un embargo sobre ingresos fiscales otomanos”. Éste adoptó una forma familiar a los argentinos: un “club de acreedores” con sede en Londres.
En realidad, esta crisis significó una masiva trasferencia de fondos y activos orientales (turcos, egipcios) a Occidente. Su contraparte inversa a principios del siglo XXI es la fenomenal acumulación de deuda norteamericana titulizada en manos de Japón, China, Taiwán, Surcorea, etc. A ello se añade la creciente liquidez de países petroleros del golfo Pérsico –otrora dividido entre los imperios Otomano y Persa-, que se traduce en comparas de activos occidentales.
En otra palabras, “el equilibrio del poder financiero global –señala Ferguson- muta junto con el equilibrio geopolítico. En el siglo XIX, la riqueza salía de viejos imperios orientales (Otomano, Chino, Persa) a Occidente, entonces liderado por Gran Bretaña. Hoy, el líder que la sucedió, EE.UU., depende de autocracias musulmanas, rusas y chinas”. Ya no existen el patrón áureo ni tampoco la pica en Flandes, India, en manos de los ingleses. Pero Afganistán sigue siendo foco de guerras imposibles y por lo visto, el imperio norteamericano nunca fue como el Romano.